Breve historia de la política exterior rusa: del Zarato al comienzo de la Operación Militar Especial en Ucrania
A brief history of Russian foreign policy: from the Tsardom to the beginning of the Special Military Operation in Ukraine
Dr. C. Emiliano Lorenzo Lima Mesa
Doctor en Ciencias Pedagógicas. Profesor e Investigador Titular. Profesor del Instituto Superior de Relaciones Internacionales “Raúl Roa García”, La Habana, Cuba. isri-inf04@isri.minrex.gob.cu 0000-0003-4941-2244
Cómo citar (APA, séptima edición): Lima Mesa, E. L. (2025). Breve historia de la política exterior rusa: del Zarato al comienzo de la Operación Militar Especial en Ucrania. Política Internacional, VII (Nro. 2), 283-299. https://doi.org/10.5281/zenodo.15103923
https://doi.org/10.5281/zenodo.15103923
Recibido: 29 de enero de 2025
Aprobado: 19 de marzo de 2025
publicado: 7 de abril de 2025
RESUMEN La política exterior del Estado ruso, desde hace casi cinco siglos, ha estado dirigida al fortalecimiento de su seguridad y poderío, en medio de un complejo espacio, formado por cambiantes aliados y enemigos. Si no se conoce esa historia, resulta difícil entender algunas cuestiones actuales de la política de la Federación de Rusia. La expansión territorial desde el siglo XVI, ocurrida a partir de batallas y negociaciones, culminó con la formación de un vasto imperio, respetado por las principales potencias de la época. En los últimos años, Rusia ha vuelto a tomar conciencia de su importante papel en el equilibrio del escenario internacional y lucha activamente por volverse un contrapeso a la hegemonía unipolar lograda, en una época reciente, por Occidente. La política exterior rusa, a partir de la asunción al poder de Vladimir Putin, se ha vuelto más activa en la búsqueda de aliados, en interés de construir un nuevo mundo multipolar, en la cual Rusia volverá a ser uno de los principales actores en el contexto político global, rol que le corresponde por razones históricas, geográficas, demográficas, económicas, militares y culturales.
Palabras claves: Rusia; Putin; historia, política exterior.
ABSTRACT The foreign policy of the Russian state, for almost five centuries, has been aimed at strengthening its security and power, in the midst of a complex space, formed by changing allies and enemies. If one does not know that history, it is difficult to understand some current issues in the policy of the Russian Federation. Territorial expansion since the sixteenth century, which occurred through battles and negotiations, culminated in the formation of a vast empire, respected by the major powers of the time. In recent years, Russia has become increasingly aware of its important role in balancing the international stage and is actively striving to become a counterweight to the unipolar hegemony recently achieved by the West. Russian foreign policy, since Vladimir Putin came to power, has become more active in the search for allies, in the interest of building a new multipolar world, in which Russia will once again be one of the main actors in the global political context, a role that corresponds to it for historical, geographical, demographic, economic, military and cultural reasons.
Keywords: Russia; Putin; history; foreign policy
INTRODUCCIÓN
El presente artículo es resultado de la investigación del autor, como parte de un Proyecto de investigación científica, que estudia las tendencias de desarrollo de la Federación de Rusia, en variados campos. En este caso, se analiza el desarrollo de su política exterior, a partir de la época de Iván el Terrible, hasta el comienzo de la Operación Militar Especial, en Ucrania. Como es obvio, al estudiar un plazo de tiempo tan abarcador, como son casi cinco siglos, el autor no se puede detener en cada hecho histórico, que harían inacabable el artículo, sino en determinados hitos, que, a su criterio, marcan la evolución de la política exterior rusa en el periodo.
La política exterior de cualquier Estado no puede verse como algo independiente de su política interior, sino al contrario, la exterior depende en última instancia de la interna, pues constituye su proyección hacia el escenario internacional. Desde que surge el Estado ruso, la política exterior ha estado fuertemente imbricada con los dictados, aspiraciones e intereses de las élites de poder, aunque lógicamente, se ha expresado con los matices que obliga la época y la de los propios gobernantes, embajadores y ministros de Asuntos Exteriores, que le han impreso un sello propio.
El Estado ruso, en el periodo estudiado, luchó por configurarse como una fuerte potencia, cuya seguridad y poderío, han estado directamente relacionados con su expansión territorial, obtenida por medios bélicos o diplomáticos. Así, se convirtió en un vasto y soberano imperio, respetado por los otros Estados de la época. Sin embargo, no podemos decir que este desarrollo haya sido lineal, sino que, como todo proceso socio-histórico, ha presentado momentos de continuidad y crisis. Para orgullo del pueblo ruso, ha prevalecido esencialmente una política exterior fuerte, independiente y soberana, que distingue a la civilización del gigante eslavo, como una potencia regional y mundial.
En la bibliografía revisada, no se encontró un análisis filogenético sobre la larga y rica historia de la política exterior rusa hasta la actualidad, vista en una integralidad, cuya esencia está determinada por sus aspiraciones imperiales, en medio de su conformación como una civilización, en la cual se mezclan diferentes etnias, lenguas, intereses económicos y geopolíticos, sobre la base de fuertes valores y tradiciones religiosas. Además, se ha tratado de exponer el resultado del análisis, de la manera más sintetizada posible, para facilitarle la comprensión a lectores no especializados en el tema. En estas dos cuestiones, radican los objetivos principales del artículo.
DESARROLLO
El presente de Rusia no puede comprenderse a totalidad, si desconocemos su pasado. La Rus de Kiev se considera como el primer Estado propiamente ruso y centro político de Rusia en el siglo IX, donde ocurre la fusión de la cultura eslava y bizantina, proceso que duraría varios siglos. A partir del siglo XII, la Rus de Kiev se divide en varios principados, que competían entre sí por el control de los territorios, hasta finalmente caer, en 1223, bajo el poder mongol, al perder la batalla del río Kalka. Pero Rusia no se quebró y logró liberarse del yugo extranjero. A partir del siglo XIV, el principado de Moscú comenzó a dominar sobre el resto y demostró su poder en la victoria contra los tártaros, en la batalla de Kulikovo, en 1380 (Wikipedia b, s.f.).
La coronación de Iván el Terrible en 1547, como el primer Zar de Rusia, con un ritual inspirado en el antiguo Imperio Bizantino, que había colapsado en 1453, marcó el comienzo del periodo histórico conocido como Zarato ruso, percibido por muchos como el Estado sucesor del citado Imperio. El gobernante tenía pretensiones imperiales para su reinado y en correspondencia con ello, tomó medidas para reorganizar el Ejército, fortalecer el Estado, librar guerras y expandir aún más el territorio que gobernaba.
Iván reunificó las tierras de los viejos principados rusos y anexionó vastos territorios, convirtiendo al país, en un gran Estado multiétnico y multiconfesional que comenzó a sentirse como una potencia en los asuntos de Europa. El zar parecía realmente haber logrado su sueño de ser el líder de una Tercera Roma. Entonces, los países europeos empezaron a albergar serios temores ante el gigante euroasiático y trataron de aislarlo y privarlo de la posibilidad de participar en los asuntos del Viejo Continente (Lamb, 1951; Fernández, 2014).
Tanto en el Zarato, como durante los años del Imperio ruso, surgido en 1721 al proclamarse Pedro el Grande como Emperador de toda Rusia, las decisiones de importancia estratégica en política exterior, eran tomadas autocráticamente por el monarca, lo que garantizaba una uniformidad en la política, sobre todo durante el gobierno de líderes poderosos. La expansión geográfica en todas direcciones, por medio de la guerra y los tratados, fue la estrategia central de la política exterior rusa durante todos esos años, desde 1547 hasta 1917. Tanto el zar Iván, como el emperador Pedro, expandieron enormemente el tamaño de Rusia, pero el último logró, además, con su genio y energía, sacarla de su relativo aislamiento de Europa, en términos militares, económicos y culturales.
Pedro había viajado a Europa Occidental para estudiar los últimos adelantos de esa región y a su regreso, adoptó medidas que le valieron, en poco más de dos decenios, que Rusia se convirtiera en un Estado moderno para su época. En 1703, fundó San Petersburgo, con el objetivo de transformar esa ciudad en la ventana rusa al mundo occidental. Convirtió al ejército y la marina en un gigantesco aparato militar, en el cual descansaba su papel como potencia y su política exterior. A partir de esa época, resultó imposible marginar a Rusia en las más importantes decisiones europeas (Fernández, 2014).
Desde la muerte de Pedro el Grande, ocurrida en 1725, quizás el acontecimiento más importante en política exterior fue el enfrentamiento a la invasión napoleónica de 1812, que significó el mayor obstáculo del corso, en su intento de dominar a Europa. Los rusos denominaron su resistencia como Guerra Patria, y sus favorables resultados fortalecieron la identidad nacional y tuvieron un gran impacto en el desarrollo del nacionalismo ruso del siglo XIX. Como resultado del fracaso francés, Rusia se apoderó de más territorios y junto a los aliados, hicieron retroceder a las tropas galas y obligaron a Bonaparte a abdicar, en 1814. Desde esa fecha, hasta la década de 1840, Rusia desempeñó un papel importante en la restauración conservadora de la Europa aristocrática, formando la Santa Alianza para suprimir los movimientos revolucionarios en Europa, que consideraba como una amenaza a los monarcas cristianos legítimos.
El emperador Nicolás I, que gobernó entre 1825 y 1855, ayudó a Austria a suprimir los movimientos nacionales y liberales y desempeñó un papel decisivo en el aplastamiento de la revolución húngara en 1849. Tuvo éxito en sus combates contra los vecinos del sur, al ganar amplios territorios que comprenden la actual Armenia, Azerbaiyán, Daguestán y Georgia, y sacar claras ventajas en el Cáucaso, tanto desde el punto de vista territorial, como geopolítico. Su agresiva política exterior, llevó a Rusia a la Guerra de Crimea (1853-1856) con resultados desastrosos. El Estado ruso, que era visto como una gran potencia militar, demostró allí sus puntos débiles en el terreno militar, y su desventaja política ante la alianza establecida entre las élites británica y francesa contra Rusia, que temían al expansionismo del gigante eslavo.
Si bien al final del reinado de Nicolás I, el Imperio Ruso alcanzaba su mayor extensión, abarcando más de 20 millones de kilómetros cuadrados, para muchos, su gobierno fue un fracaso, tanto en la política interna, como en la externa. Las potencias de Europa Occidental se aprovecharon de la debilidad rusa mostrada en Crimea y adoptaron en 1856 el Tratado de París, que en sus cláusulas más severas, tornaban impotente a Rusia, tanto en el Mar Negro, como en el Mediterráneo. En la esfera espiritual, sin embargo, Nicolás I, apoyado por la intelectualidad rusa, fortaleció un proceso identitario popular que dura hasta hoy, sobre la base del reconocimiento de la rectoría moral de la Iglesia Ortodoxa Rusa; la legitimidad política y social de la autocracia del clan Romanov y el papel fundacional del pueblo ruso en la construcción del Estado imperial. Es la época en que se exacerba el nacionalismo eslavo, el alma rusa, que mantiene al pueblo con sus ideas tradicionales, a pesar de la asunción desde Pedro el Grande de ciertas ideas y valores occidentales en la sociedad (Fernández, 2014; Dugin, 2023 y Fernández, 2024).
El emperador Nicolás I murió durante la guerra de Crimea y fue sucedido por Alejandro II, quien le otorgó al príncipe Gorchakov, el control total de la política exterior. La nueva estrategia implantada era mantenerse con un bajo perfil en Europa, mientras se reconstruía el ejército y reformaba la economía doméstica. Gorchakov, cauteloso y calculador, logró una de las principales prioridades del Estado, recuperar el acceso naval al mar Negro, que se logró en 1870, a partir de las buenas relaciones con Francia, Prusia y Estados Unidos, a pesar de la oposición de Gran Bretaña y Austria-Hungría.
Nikolái Girs, entre 1882 y 1895, fue ministro de Asuntos Exteriores del emperador Alejandro III. El diplomático, a pesar de la resistencia del gobernante y otras figuras importantes del Estado, logró cambiar el rumbo bélico de la política exterior del país y priorizar la coexistencia pacífica con otros Estados, mediante la negociación de acuerdos, tratados y convenciones, que definieron las fronteras rusas y restauraron el equilibrio. El ministro apoyó comisiones internacionales y realizó numerosas misiones de buena voluntad, durante las cuales persuadía sobre las intenciones pacíficas de Rusia, convencido de que la supervivencia del sistema imperial, dependía de que se evitaran las guerras.
Su éxito más importante se produjo en 1885, al resolver las tensiones de larga duración con Gran Bretaña, que temía que la expansión rusa hacia el sur, fuera una amenaza para la India. Además, Girs fue uno de los arquitectos principales de la Alianza franco-rusa de 1891, que más tarde se amplió a la Triple Entente, con la incorporación de Gran Bretaña. Esa Alianza llevó a Rusia de la órbita alemana a una coalición con Francia, que apoyó financieramente la modernización económica de Rusia.
Con la proclamación del emperador Nicolas II en 1894 y la salida de Girs del ministerio, Rusia volvió a sus andanzas bélicas. Entre 1904 y 1905, libró la guerra ruso-japonesa, que concluyó con Japón como vencedor y la principal flota rusa hundida, lo que supuso la primera gran victoria asiática sobre una potencia europea moderna. Nicolas II, a pesar de las sucesivas derrotas, se mantenía convencido de que ganaría finalmente y se negó a llegar a un acuerdo, mientras que Japón maniobraba con inteligencia en el campo militar y diplomático. La paz llegó con el Tratado de Portsmouth, que fue muy ventajoso para Japón y transformó el equilibrio de poder en Asia Oriental. Rusia fue humillada, por su derrota a manos de una potencia oriental, y hubo un gran descontento entre su población, lo que aceleró el surgimiento de la Revolución rusa de 1905.
La lección nipona convenció a Nicolás II de poner fin a la larga rivalidad con Gran Bretaña por Asia central y en tal sentido aprobó, en 1907, la Convención anglo-rusa, que ponía fin a la disputa sobre Persia y paralizaba las ambiciones alemanas en esa región. A cambio, Londres concedió préstamos y apoyo político a Rusia. En 1899 y 1907, Nicolás II convocó las Conferencias de Paz en La Haya, que constituyeron el primer intento de poner fin a la carrera armamentista y a los preparativos de una guerra devastadora, acciones de la diplomacia rusa que se adelantaron a su tiempo (Lavrov, 2016).
En la primera década del siglo XX, en Europa estaban conformadas determinadas alianzas, gestionadas por la actividad diplomática. Por un lado, la Triple Alianza, formada por Alemania, Italia y Austria-Hungría y, por otro lado, la Triple Entente, entre Francia, Gran Bretaña y Rusia. En 1914 estalló la Primera Guerra Mundial, como consecuencia de la competencia entre las potencias imperiales europeas, el auge del nacionalismo en el Viejo Continente, el surgimiento de nuevos polos industriales y los compromisos derivados de las alianzas conformadas. El detonante del conflicto armado fue el asesinato en Sarajevo, del príncipe heredero al trono austro-húngaro.
La guerra, a la cual se incorporó Rusia desde sus inicios, complicaba su situación, que debía ayudar militarmente a los franceses, defenderse de Austria-Hungría, su principal enemigo, y vigilar el Este asiático, espacio de continuas disputas con Japón. Rusia, además, se propuso defender al Reino de Serbia, de las fauces de Austria-Hungría y Alemania, que intentaban suprimir el nacionalismo serbio. En su política exterior, Rusia había desarrollado un profundo espíritu paneslavo, e identificaba como su deber la protección de todos los pueblos de habla eslava, especialmente los de religión ortodoxa, como Serbia (Gayubas, 2024).
La Primera Guerra Mundial concluyó con más derrotas que victorias para el Ejército ruso. Al fracaso militar, se añadían los graves problemas en su sistema político y económico, y el pueblo perdió la fe en el Emperador. En 1917, el descontento popular contra la guerra fue uno de los factores principales que impulsaron la abdicación de Nicolás II. El Gobierno Provisional ruso, dirigido por Kerenski, tomó el poder, se negó a terminar la guerra y declaró una nueva ofensiva, que devino en otro fracaso, al no poder frenar el avance alemán (Alphahistory s.f.).
El 7 de noviembre de 1917, ocurrió un exitoso levantamiento bolchevique en San Petersburgo, que devino en el triunfo de la Gran Revolución Socialista de Octubre. Surgió una nueva época en el mundo, con la instauración de un nuevo sistema político, bajo el poder de los soviets, con Vladimir Ilich Lenin a la cabeza. El nuevo Gobierno necesitaba la paz para la estabilidad de un país exhausto y con un ejército hambriento, esquilmado y desmoralizado. León Trotski, comisario de Asuntos Exteriores, fue el designado para negociar la paz en Brest-Litovsk, pero las duras condiciones propuestas por Alemania y sus aliados, movió a Rusia a rechazarlas y reanudar las hostilidades, en medio de maniobras diplomáticas para dilatar las conversaciones, esperando la reacción de los obreros alemanes y de otros países.
Al vencer el plazo impuesto por los alemanes para reanudar la guerra, los máximos dirigentes revolucionarios y Trotski en particular, se convencieron de que el Ejército Rojo era incapaz de frenar el avance alemán y el Comité Central Bolchevique, temiendo una catástrofe aún peor, aceptó las nuevas y entonces más endurecidas exigencias alemanas. Trotski renunció a su cargo, reconociendo su responsabilidad en el fracaso de la negociación, donde Rusia perdió enormes territorios bajo su control, desde hacía siglos. Posteriormente, en 1922, la mayoría de esas regiones pasaron a formar parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). El carácter básico de la política exterior del nuevo sistema social, fue expuesto por Lenin en el Decreto sobre la Paz, adoptado por el Segundo Congreso de los Soviets, en noviembre de 1917. Dicha política estaba dirigida a la defensa de la seguridad nacional y presentaba una naturaleza dual, por un lado, se declaraba internacionalista, haciendo causa común con el proletariado mundial en su lucha por derrocar la burguesía y, por otro lado, se manifestaba por la coexistencia pacífica con los Estados.
Después del fracaso soviético en la guerra con Polonia en 1921, tomó más fuerza en la política exterior, el componente de la coexistencia pacífica. Los diplomáticos soviéticos intentaron terminar con el aislamiento del país, y concluyeron arreglos bilaterales con algunos gobiernos, como el Tratado de Amistad y Cooperación, suscrito con Alemania en 1922, en la localidad italiana de Rapallo. Sin embargo, en el gobierno soviético, existían dirigentes, denominados internacionalistas, como León Trotski, que abogaban por la necesidad del apoyo permanente a los procesos revolucionarios, la denominada revolución mundial. Después de la muerte de Lenin en 1924, Iósif Stalin impuso una línea de pensamiento diferente a la trotskista, que defendía la idea del desarrollo del socialismo en un solo país, en este caso la Unión Soviética.
En la época soviética, aunque los ministros de Asuntos o Relaciones Exteriores y sus funcionarios, proponían y ejecutaban la política exterior, las líneas y prioridades más generales se aprobaban en los congresos del Partido Comunista y las decisiones estratégicas se analizaban en el Politburó del Partido Comunista y finalmente, se decidían por su máximo dirigente. Desde 1918 y hasta 1930, Gueorgui Chicherin, actuó como comisario de Asuntos Exteriores, en sustitución de Trotski y se labró una excelente reputación como diplomático, combinando hábilmente los intereses de Rusia como potencia, con la defensa del socialismo y del sistema soviético. Propugnó un sistema de relaciones pacíficas con las potencias occidentales, y trabajó con tenacidad para evitar una alianza contra el país soviético. Entre 1921 y 1924, logró que todas las grandes potencias, excepto Estados Unidos, reconocieran al Gobierno de los soviets.
Entre 1930 y 1939, bajo la atención directa de Maksim Litvínov, como comisario para Asuntos Exteriores, la Unión Soviética apuntó a alianzas más cercanas con gobiernos occidentales y en 1934 se afilió a la Sociedad de Naciones. En 1936, la URSS apoyó e intentó conservar, infructuosamente, la Segunda República española de los embates del golpe de Estado, dirigido por Franco y apoyado por el fascismo mundial.
En 1939, Vyacheslav Molotov sucedió a Litvínov, en el cargo de comisario para Asuntos Exteriores y ese mismo año tuvo una participación destacada en la elaboración del Acuerdo conocido como Pacto Ribbentrop-Molotov. Stalin no tenía confianza en Francia y Gran Bretaña, como aliados contra la expansión de Alemania y decidió negociar directamente con los germanos un tratado de no agresión, cuya parte más interesante estaba en el Protocolo adicional secreto, que preveía el reparto de Polonia, Finlandia y las repúblicas bálticas, entre alemanes y soviéticos, así como la anexión de la Besarabia a la URSS, dando luz verde, de este modo, a las invasiones nazi y soviética a Polonia.
Molotov, tras la invasión alemana a la Unión Soviética, en 1941, llevó a cabo urgentes negociaciones con Gran Bretaña y Estados Unidos, para establecer alianzas y abrir un nuevo frente de guerra. Participó activamente en las conferencias de Teherán y Yalta. Además, una vez finalizada la guerra, tuvo un rol importante en la Conferencia de Postdam, así como representó a la URSS en la Conferencia de San Francisco, que fundó la Organización de las Naciones Unidas, en 1945 (Gayubas, 2024).
La Unión Soviética desempeñó un papel fundamental en la lucha contra el fascismo y la victoria aliada. Emergió de la Segunda Guerra Mundial, como una de las principales potencias mundiales, formó parte de los miembros permanentes que fundaron el Consejo de Seguridad de la ONU y apoyó la creación de un campo socialista, conformado por varios países del Este europeo y de Asia. Los países europeos socialistas, servían de escudo protector a la URSS y formaban parte del Pacto de Varsovia, mecanismo defensivo frente a la OTAN. Desde el punto de vista económico, constituyeron un instrumento para la cooperación, conocido como Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME).
Los soviéticos apoyaron las represiones contra movimientos organizados por opositores en dos Estados europeos socialistas, concretamente en Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968, por el peligro que suponían para el sistema socialista y la seguridad nacional de la URSS. Estas decisiones se ratificaron como política, en la llamada Doctrina Brézhnev, en 1968, que afirmaba oficialmente el derecho de la Unión Soviética a intervenir en los asuntos internos de otras naciones, con el fin de proteger el socialismo. Al momento actual, la política rusa, al evaluar críticamente los hechos ocurridos en esos países, considera que resultó un absurdo mantener tropas en territorios, donde su población no las quería, y mucho más, utilizarlas para reprimir tendencias internas en un país extranjero (Putin, 2023 b).
Estados Unidos reaccionó, desde el mismo inicio de la Guerra Fría, con la denominada Teoría de la Contención, elaborada en tiempos del presidente norteamericano Harry Truman, que se basaba en ofrecer asistencia económica y militar a los países, especialmente de Europa, para frenar el avance del socialismo. El capital norteamericano fue el gran beneficiario de esta política. Posteriormente, John Foster Dulles, secretario de Estado del gobierno norteamericano de Eisenhower, agregó a la teoría de Truman, la posibilidad de una represalia masiva, que significaba que una agresión soviética, sería respondida con todos los medios necesarios.
Al concluir la Segunda Guerra Mundial, tanto Estados Unidos como la URSS, disponían de un variado arsenal de armas convencionales, pero los norteamericanos disfrutaban de superioridad en su Armada, mientras que los soviéticos disponían de ventajas en la Aviación. En el armamento no convencional, Estados Unidos disponía de mayor poder bélico, ya que poseía la bomba atómica, pero la Unión Soviética, cuatro años después, la fabricó. Posteriormente sucedió lo mismo con la bomba de hidrógeno.
En 1950 estalló la guerra en Corea, que cinco años antes había sido dividida en dos partes, en un acuerdo entre Estados Unidos y la URSS. En ese periodo se intensificaron las escaramuzas e incursiones transfronterizas que devino en una guerra abierta. La política exterior de Stalin consistió en no intervenir con tropas, aunque suministró apoyo logístico y aéreo al Ejército chino, que acudió en ayuda directa de Corea del Norte. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas apoyó a Corea del Sur y prohibió la participación de la República Popular China en el Consejo. La URSS, como protesta, se solidarizó con China y se ausentó de la reunión en que se sancionaron las resoluciones, como intento de bloquear la votación, pero la ONU no consideró esa situación como un veto y se aprobó el uso directo de una fuerza militar internacional, dirigida por Estados Unidos, bajo el manto de la ONU. En 1953 Estados Unidos y Corea del Norte, firmaron el armisticio, hasta que se alcance un acuerdo de paz definitivo, que a la fecha no se ha logrado. Posteriormente, la Unión Soviética, canceló el pago de las deudas de los norcoreanos y les otorgó ayuda monetaria, equipos industriales y bienes de consumo (Saborido y Bonafina, 2024).
Entre 1955 y 1975 se libró la guerra de Vietnam, que enfrentó a Vietnam del Norte y sus aliados del Sur, respaldados por China y la Unión Soviética, contra el gobierno de Vietnam del Sur, cuyo principal aliado era Estados Unidos. La ayuda prestada por los soviéticos, contribuyó a acelerar la victoria del Norte, y por consiguiente la derrota de Estados Unidos. Pilotos vietnamitas derribaron, con aviones soviéticos MIG-17 y MIG-21, cientos de aviones norteamericanos, entre estos, el famoso cazabombardero supersónico F-111. La presión de la opinión pública norteamericana por los más de 58 mil norteamericanos muertos en la guerra, crearon el conocido síndrome de Vietnam, que fuera un factor decisivo para la firma de los Acuerdos que ponían fin al conflicto, a favor de los norvietnamitas.
De 1957 a 1961, Nikita Jrushchov, al frente del Gobierno soviético, mostraba confianza en la superioridad nuclear de la Unión Soviética y en la capacidad de destruir cualquier ciudad europea o estadounidense, pero no era partidario de la visión estalinista de la guerra inevitable para el triunfo del socialismo, sino que creía que el capitalismo colapsaría por sí mismo durante la paz y que mientras tanto, el tiempo debía ser aprovechado por la URSS para mejorar su capacidad económica y militar. Bajo esa concepción, desarrolló la intención de abrir una nueva época de coexistencia pacífica mundial.
En 1957, Jrushchov designó a Andrei Gromiko, como ministro de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética, cargo que ostentó durante 25 años. Gromiko era un entusiasta defensor de la política de détente en política internacional, que consiste en relajar o disminuir las tensiones entre dos naciones hostiles no involucradas en una guerra manifiesta, a través de la diplomacia y de medidas de confianza, política que funcionó hasta finales de 1979. Ronald Reagan, como nuevo presidente, la eliminó por considerarla una política débil para Estados Unidos. Gromiko se destacó en la reducción de las tensiones con Estados Unidos durante el deshielo de la Guerra Fría, que tuvo lugar en los años 70 del pasado siglo.
La Crisis de los Misiles, en octubre de 1962, como consecuencia directa del despliegue de cohetes de la Unión Soviética en Cuba, puso en vilo al mundo, por la posibilidad de que se desatara una guerra nuclear, de terribles consecuencias para la humanidad. Era la época de la disuasión nuclear, en que estadounidenses y soviéticos, reconocían la vulnerabilidad de una destrucción mutua, sin importar quién lanzara primero el armamento. Los militares del Consejo de Seguridad Nacional estadounidense, propusieron a Kennedy desarrollar una acción militar en Cuba, pero los miembros civiles de ese órgano, los denominados Jóvenes Caballeros de Camelot, encabezados por el hermano del presidente, convencieron a este de no emplear la fuerza militar. La Crisis concluyó con el acuerdo entre la URSS y Estados Unidos, de retirar los cohetes soviéticos instalados en Cuba, a cambio de la retirada de los misiles norteamericanos de Turquía e Italia y el “compromiso” estadounidense de no atacar militarmente a Cuba (Suárez, s.f.).
La Crisis también señaló la necesidad de conversar y llegar a acuerdos entre las potencias nucleares. En Helsinski, en 1969, comenzaron las conversaciones soviético-estadounidenses sobre limitación de armas estratégicas, que trajo como resultado el congelamiento de los niveles existentes de despliegue de mísiles balísticos intercontinentales, la regulación del crecimiento de los mísiles balísticos lanzados desde submarinos y la adopción del Tratado sobre Misiles Antibalísticos.
A partir de la aceleración de la descolonización, sobre todo en las décadas del 50 y 60 del pasado siglo, la Unión Soviética y Estados Unidos competían por aumentar su influencia en los países liberados del yugo colonial. Con la creación del Movimiento de Países No Alineados, en 1961, los movimientos nacionalistas e independistas lanzaron un mensaje al mundo, sobre su intención de crear un escenario más plural y evitar la confrontación bipolar de la Guerra Fría, lo que provocó en norteamericanos y soviéticos un cambio de sus políticas de acercamiento a esos países, para hacerlas menos agresivas y autoritarias.
Leonid Brezhnev fue elegido secretario general del Partido Comunista en 1964 y presidió el país hasta su muerte, en 1982. Al frente de la URSS, impulsó la distensión con los países de Oriente y Occidente. La política exterior del Estado soviético, en su mandato, perseguía como objetivos principales: la eliminación de la amenaza de una guerra mundial; el desarrollo del desarme global; el refuerzo del sistema socialista mundial; el desarrollo de relaciones iguales y amistosas con países liberados del tercer mundo; la coexistencia pacífica con los países capitalistas; y la solidaridad con los comunistas, demócratas revolucionarios, trabajadores y luchadores por la liberación nacional de sus pueblos.
En las prioridades en política exterior, Brezhnev hizo mayor hincapié en mejorar las relaciones con Estados Unidos y los miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), sin disminuir, por supuesto, la atención a sus aliados europeos, miembros del Pacto de Varsovia. Otras prioridades se otorgaban a los Estados a lo largo de su frontera sur, las regiones cercanas no fronterizas, África subsahariana, las islas en los océanos Pacífico e Índico, y América Latina. Estas prioridades podían variar, si en algunas de estas regiones se apreciaban nuevas oportunidades estratégicas.
En la época de Brezhnev, el Estado soviético brindó un destacado apoyo a la lucha por la liberación nacional de los pueblos y a su reconstrucción postbélica. La guerra civil en Angola, por ejemplo, desatada en 1975, fue un prolongado conflicto que contó con la decisiva ayuda soviética al Movimiento para la Liberación de Angola (MPLA), para enfrentar a otras organizaciones, apoyadas por norteamericanos, israelitas y chinos y posteriormente por sudafricanos, que se comprometieron de lleno en la guerra.
A la vez, bajo su mandato, en 1978, se desató la guerra en Afganistán, cuando el Gobierno de este país, apoyado económica y militarmente por la URSS, se enfrentó a los muyahidines, armados y financiados por Estados Unidos y otras naciones. El Gobierno afgano solicitó la intervención militar soviética, y estas fuerzas se embarcaron en una larga campaña de sucesivos fracasos, que debilitaron considerablemente la imagen del Estado soviético como potencia bélica. En 1989, ante esta situación, el entonces presidente Gorbachov, que había heredado el desastroso conflicto, ordenó la retirada de las tropas y reconoció el error de la política exterior soviética al involucrarse en la intervención en Afganistán. Así concluyó, en lo que se conoce por alguna prensa norteamericana, como el Vietnam soviético, por su alto costo humano y económico y lo estéril de los resultados, que contribuyeron a la desestabilización de la situación política, en un momento próximo a la desintegración del Estado soviético.
En 1985, con la asunción del ya mencionado Mijaíl Gorbachov al cargo de secretario general del Partido Comunista, la dirección partidista adoptó una nueva política, aparentemente positiva, pero a la larga, destructiva para la nación. En correspondencia con la nueva ideología, la política exterior sufrió un cambio dramático, pues en el campo de las relaciones internacionales, el país pasó a mostrar actitudes débiles y múltiples concesiones, hasta autodeclarar que ya no era fuente de amenazas para Occidente. Sin embargo, aunque Gorbachov recibió apoyo político de Estados Unidos y sus aliados, no logró insertar al país en las relaciones económicas internacionales, cuestión que pedía insistentemente, para hacer competitiva la economía soviética. Evidentemente Occidente no quería apoyar a la Unión Soviética, sino mantenerla en posición dependiente y periférica (Gorrín, 2018).
Gorbachov nombró en 1985 a Eduard Shevardnadze, para el cargo de ministro de Asuntos Exteriores. El perfil del funcionario parecía el adecuado para convencer en el exterior sobre el nuevo pensamiento del presidente y sustituir la vieja confrontación militar con Occidente, por una nueva era de cooperación. Contribuyó, además, a la consecución de tratados importantes para el control y reducción de armas nucleares en el mundo y fuerzas convencionales en Europa.
La debilidad en la política exterior de la nueva dirección soviética, se expresaba de muchas maneras. El presente diálogo, ocurrido en 1991, durante una reunión del Grupo de los Siete, en Londres, a la que fue invitado Gorbachov, muestra su actitud de subordinado a Occidente y su débil carácter. Este planteó: “…mi amigo, el presidente de Estados Unidos, aún no ha llegado a la respuesta definitiva en torno a un importante tema: ¿cómo quieren los Estados Unidos ver a la Unión Soviética?”. Y con rapidez, George H. W. Bush, entonces mandatario norteamericano, lo recriminó con fuerza: “¿Qué tú quieres de los americanos? Tres veces nos has hecho esta pregunta…Y nuevamente digo, si no fuera por Bush, tú no estarías ahora aquí, junto al Grupo de los Siete. ¿Por qué tu caes en tal falta de tacto, sin sentido?” (Gorrín, 2018, 279).
El pueblo no perdonó al principal responsable de la desintegración del Estado y su personalidad caracterizada por la inseguridad y debilidad en las decisiones, todo lo contrario, a lo que se espera del máximo dirigente de un potente Estado, con una rica tradición de combate. Así, en las elecciones presidenciales de 1996, donde se presentó como candidato, fue el de peor resultado, alcanzando solo el 0,5% de los votos (Wikipedia a, s.f.).
En 1991 se declaró la disolución de la URSS y el establecimiento en su lugar de la Comunidad de Estados Independientes (CEI). Gorbachov dimitió y entregó el poder a Boris Yeltsin, principal artífice del desmembramiento de la Unión Soviética y presidente de la entonces República Socialista Federativa Soviética de Rusia, renombrada como Federación de Rusia, que asumió el carácter de sucesora del disuelto Estado, y junto a esa condición, su estatus en las Naciones Unidas y la silla en el Consejo de Seguridad.
La desintegración de la URSS, fue justamente calificada por Vladimir Putin, en un discurso pronunciado ante el Parlamento ruso en 2005, como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. Rusia pasó a ser vista como un país de menor categoría y perdió en buena parte la grandeza construida en más de mil años. La mejor evidencia de esta situación, se expresa en la expansión de la OTAN, hacia la región europea del este, poniendo en peligro la seguridad del Estado ruso (BBC, 2005).
Yeltsin ejerció como primer presidente de la Federación de Rusia hasta 1999, en que entregó su cargo al entonces primer ministro, Vladimir Putin. La era yeltsiniana estuvo marcada por enormes problemas económicos, políticos y sociales, que le valieron al presidente, al final del mandato, la impopularidad en el país. En lo internacional, la política exterior rusa se caracterizó, en una primera etapa, hasta 1996, por el acercamiento a las instituciones económicas internacionales y al Occidente global. Esa etapa estuvo muy influida por el entonces ministro de Exteriores, Andréi Kozyrev y otros jóvenes reformistas del equipo presidencial, que compartían los ideales del liberalismo burgués e intentaban convertir a Rusia en un socio de Occidente. Fue la época de la kozyrevtchina, una palabra que designa la etapa en la cual Kozyrev estuvo al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores, que va desde el final de los tiempos de Shevardnadze (1990) a los de Primakov (1996). Pero kozyrevtchina no solo es una época de la diplomacia rusa, sino también, la política exterior que Rusia puso en práctica después del derrumbe soviético, caracterizada por el servilismo hacia Estados Unidos y la venta del país a intereses occidentales (Olarieta, 2015).
La segunda etapa en la política exterior yeltsiniana, coincide con la designación de Evgueni Primakov como ministro de Asuntos Exteriores de Rusia, desde 1996 hasta 1998, época caracterizada por una política pragmática en defensa de los intereses de Rusia, frente a la expansión de la OTAN. Primakov fue un destacado defensor del multilateralismo como alternativa a la hegemonía estadounidense, y de la alianza con China y la India, como un triángulo estratégico para contrabalancear el poderío occidental, en la época en que se estimulaban las denominadas revoluciones de colores en las exrepúblicas soviéticas de Asia central. Además, promovió el mantenimiento de la influencia rusa en las exrepúblicas soviéticas y el Oriente Medio, política que en general se conoce como la Doctrina Primakov. Primakov es considerado como el pionero de la actual política exterior rusa (Olarieta, 2026).
En 1998, durante la última parte de la administración de Yeltsin y hasta 2004, que corresponde a la primera de Putin, Igor Ivanov asumió como ministro de Asuntos Exteriores. Ivanov se opuso a las acciones de la OTAN en Yugoslavia y a la invasión de Estados Unidos a Iraq. Vladimir Putin, desde su primera elección como presidente de la Federación de Rusia, nueve años después de la desaparición de la URSS, modificó la política exterior del Estado y le impregnó un carácter enérgico e independiente. Esta ha estado dirigida a la protección de los intereses nacionales, a limitar la influencia de la OTAN en la cercanía del territorio y a recuperar el estatus de gran potencia y respeto internacional, que gozaba Rusia en otros tiempos. Esta política produjo fuertes tensiones con Occidente, en especial con EE.UU. y también con la Unión Europea (Pérez, 2016).
Putin diseñó una política estatal basada en el concepto de la democracia soberana, según el cual, Rusia debía desarrollar el proceso de democratización con sus características propias, sin tener que copiar un modelo occidental. Así, la política exterior de Rusia se fue situando progresivamente al margen y, en ocasiones, en contra de las posiciones defendidas por los países occidentales.
En 2004 es designado Serguei Lavrov como ministro de Asuntos Exteriores. La ejecución de la actual política exterior de la Federación de Rusia, le debe mucho a su incansable gestión al frente de ese ministerio, por espacio de dos décadas. Acusado por sus críticos de brusco y mordaz y elogiado por otros como inteligente y seductor, ha sabido representar, en múltiples ocasiones, la política del Estado en el exterior.
En 2007, el discurso de Putin en la Conferencia de Seguridad efectuada en Múnich, Alemania, marcó un importante hito en la dirección de la política exterior rusa y su carácter independiente. Para algunos, marca el primer enfrentamiento entre Rusia y Occidente, después del fin de la Guerra Fría. El presidente condenó los esfuerzos de Estados Unidos de imponer sus reglas al mundo y consideró inaceptable el modelo unipolar en el mundo de hoy; criticó el acercamiento provocativo de la OTAN a la frontera rusa; se pronunció por el respeto a los acuerdos sobre la reducción de los arsenales estratégicos; consideró inadmisible la militarización del espacio exterior y afirmó que, con las políticas de los norteamericanos y sus aliados, nadie se siente seguro en el mundo. Con los aliados occidentales, la posición valiente e independiente de Rusia, dio lugar a fuertes y tensas discusiones. Con Putin en el poder, Rusia se iba convirtiendo de nuevo en rival de Occidente, pero no tanto sobre una base ideológica, como ocurrió durante la Guerra Fría, sino desde un planteamiento fuertemente histórico-nacionalista, que ha actuado como aglutinante de la mayoría de los ciudadanos rusos, en torno a su líder.
Especialmente con la Alianza Atlántica, las relaciones de Rusia se hicieron tensas y difíciles en los últimos años. Moscú se percató que Occidente se había aprovechado de su buena fe y su debilidad temporal, para tomar decisiones que afectaban la seguridad y los intereses rusos, como la expansión de la OTAN hasta casi la frontera de Rusia y la intervención militar en Yugoslavia, sin la autorización del Consejo de Seguridad de la ONU. El deterioro de las relaciones, quedó claramente expresado en la Doctrina Militar rusa, publicada en 2010, que señalaba expresamente a la OTAN como riesgo para su seguridad.
Posteriormente estos enfoques unilaterales de Estados Unidos y la OTAN se aplicaron en diferentes partes del mundo: Iraq, Siria, Libia o Afganistán y el modus operandi era el mismo, acusar de todos los pecados a un Gobierno que caía en desgracia, demonizarlo y desatar sobre él todo el poder político, económico, informativo y militar de Occidente. La vida demostró que tales prácticas, solo conllevaron al agravamiento de los problemas, la desgracia para millones de personas, la destrucción de los Estados, el crecimiento de los desastres humanitarios y sociales y el surgimiento de grupos terroristas.
Rusia ha insistido en la necesidad de establecer una nueva arquitectura de seguridad colectiva en Europa, y negociar un nuevo Tratado, en el que podrían ser parte todos los países y las organizaciones de seguridad existentes en el área Euroatlántica. Este instrumento incluiría la creación de mecanismos de consulta, que todo Estado parte tendría derecho a utilizar, cuando considerara que sus intereses estaban afectados. Los signatarios se comprometerían, además, a no utilizar la fuerza, sin consultar con los demás Estados y organizaciones, pero el Tratado propuesto no tuvo el apoyo de los países occidentales.
En 2008, después de sucesivas ampliaciones de la OTAN y el reconocimiento a la independencia de Kosovo, Dimitri Medvedev fue elegido como jefe de Estado de la Federación de Rusia. Su política exterior, alineada en general con la de su antecesor, se basaba en cinco principios básicos: la prioridad del Derecho Internacional; la multipolaridad del mundo; la necesidad y el deseo de evitar los conflictos y el aislamiento; la defensa de la vida y la dignidad de los ciudadanos rusos donde se encuentren; la protección de los emprendedores rusos en el extranjero; así como el reconocimiento por Rusia de zonas geográficas que considera de interés privilegiado.
Medvedev, sin descuidar la defensa de los intereses rusos, concibió, además, la política exterior desde otro supuesto, como instrumento para avanzar en el proceso de modernización de Rusia, consciente del retraso en que el país se encontraba, frente a sus principales socios y competidores internacionales, cuestión que debilitaba considerablemente su posición en el contexto de las grandes potencias mundiales como Estados Unidos y Europa, y los países emergentes, como China, la India o Brasil.
Medvedev logró equilibrar una posición independiente y de principios, con una sólida colaboración con otras naciones, que exigía la imprescindible apertura del país a la entrada de capitales y tecnología extranjeros y una mejora en las relaciones con los socios occidentales. Este es el sentido de la iniciativa Partnership for Modernization, lanzada en 2009 en la Cumbre de Estocolmo, así como de su visita al Silicon Valley, en 2010, para estudiar el modelo de desarrollo de industrias de alta tecnología.
Putin y Medvedev, si bien han tenido algunos enfoques un tanto diferentes en su política exterior, han coincido en la necesidad estratégica de convertir a Rusia en la potencia que llegó a ser con anterioridad y mantener, en lo interno y externo, una política independiente y soberana.
Además, coincidieron en las principales prioridades de esa política, como la necesidad de recuperar el papel predominante en el inmenso espacio postsoviético y frenar los intentos de otras potencias de incrementar su presencia en el mismo. Impulsaron estructuras de integración regionales, como la Comunidad de Estados Independientes (CEI), la Comunidad Económica Euroasiática (CEEA), la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC) y la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS) (BBC, 2021).
La actividad de la Federación de Rusia en esta etapa fue vital para la creación y el impulso actual del BRICS, prestigiosa organización que reúne a las principales economías emergentes del planeta y que se ha ido convirtiendo en alternativa importante para la lucha contra los intereses de los países más ricos y plataforma importante para el surgimiento de un nuevo mecanismo de pagos internacionales, que reduzca el papel del dólar en las transacciones (Declaración de Kazán, 2024).
En el aspecto multilateral de su política exterior, Rusia impulsó, en los últimos tiempos, procesos de integración económicos y políticos en el ámbito regional, y participó con sus fuerzas en operaciones de paz de las Naciones Unidas, en varios continentes. Sus dirigentes declararon, en múltiples ocasiones, la voluntad rusa favorable a una reforma de la ONU, que haga más efectiva la labor de esta organización, frente a los retos y desafíos del presente y el futuro, así como se ha opuesto a toda modificación, que pueda disminuir la autoridad del Consejo de Seguridad y el papel de los miembros permanentes.
Las prioridades de Rusia en el ámbito multilateral, prácticamente no variaron en los últimos años y se centraron en: enfrentar las amenazas a la paz y la seguridad internacionales; apoyar el desarme y la no proliferación; luchar contra el terrorismo, el narcotráfico y el crimen organizado; solucionar los conflictos regionales; superar los efectos de la crisis económica y financiera internacional; asegurar el crecimiento sostenible; y actuar ante el cambio climático. Rusia incrementó su ayuda al desarrollo y apoyó las actuaciones en materia de ayuda humanitaria, seguridad alimentaria y catástrofes naturales.
Ucrania merece un tratamiento particular, en el estudio de la política exterior rusa, en los momentos finales de este periodo, y de manera singular, los territorios de Crimea y Sebastopol y la Operación Militar Especial. Crimea, fue un protectorado otomano entre los siglos XV y XVII, pero en 1783 fue anexionada al Imperio Ruso, como resultado de la guerra turco-rusa. En 1954, a pesar de que en el territorio vivía una mayoría étnica rusa, el Presidium del Soviet Supremo de la Unión Soviética, aprobó transferir a Crimea, de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia a la República Socialista Soviética de Ucrania. Las razones argumentadas, fueron la proximidad geográfica entre Crimea y Ucrania y los lazos económicos y culturales existentes entre ambas. El marco histórico en que se aprobó la medida, era el aniversario 300 de la reunificación de Rusia y Ucrania, mediante el Tratado de Pereyáslav. A Nikita Jrushov, que había nacido en la aldea rusa de Kalinovka, muy cerca de la frontera con Ucrania y que ocupaba entonces el cargo de Primer Secretario del PCUS, se le considera como uno de los principales artífices de la transferencia (Crimea, 1954).
En definitiva, el paso del territorio a Ucrania, era poco trascendente para la época, pues existía una poderosa URSS, pero 60 años después, el panorama había cambiado totalmente y la transferencia entonces se vería como un acto ilegal e inconstitucional, a espaldas de los pueblos ruso y crimeo (France 24).
Después de los sucesos de 1991 en la URSS, Crimea se mantuvo bajo soberanía ucraniana, aunque Rusia retuvo el control de su base naval, sede de la Flota del Mar Negro, en Sebastopol. En marzo de 2014, tuvo lugar la Declaración de Independencia de Crimea y Sebastopol, por lo que se constituyó la República de Crimea. Dos días después, Putin firmó una Ley que la incorporaba a la Federación de Rusia, y en la Sala de San Jorge del Gran Palacio del Kremlin, antes de estampar su rúbrica, aseguró que Crimea formaba parte de la “santa tierra rusa”. Rusia dispuso inmediatamente del control de la península, en una inteligente operación, que algunos califican como la “invasión más suave” de los tiempos modernos (BBC, 2014).
Moscú siempre ha defendido el criterio de que se vio obligado a proteger en estos dos lugares, a sus habitantes, de los neonazis que actuaban contra ellos y, además, que apoyaba la elección libre y propia de sus ciudadanos, a vivir en paz en su patria histórica (Putin, 2024).
La reacción internacional no se hizo esperar. El primer ministro interino ucraniano amenazó con castigar a los nuevos dirigentes crimeos, la Unión Europea calificó el referendo como ilegal y advirtió de sanciones y el presidente norteamericano, Barack Obama, en conversación telefónica con Putin, le planteó que Estados Unidos nunca reconocería la consulta popular en Crimea y que estaba preparando medidas, con los aliados europeos, para que Moscú pagara un alto precio, por la violación de la soberanía y la integridad territorial de Ucrania.
Como siempre, el imperio quiso imponer su política de doble rasero. En el caso de Kosovo, en 2008, había reconocido como legal su independencia unilateral de Serbia, por decisión del Parlamento kosovar, pero en Crimea no lo haría, porque no le convenía a sus intereses geopolíticos. Sin embargo, después de más de diez años, a pesar de las sanciones tomadas por Occidente y las agresiones terroristas organizadas por Ucrania, Crimea se mantiene como territorio ruso.
En febrero de 2022 comenzó la Operación Militar Especial de la Federación de Rusia en el territorio de Ucrania. La decisión fue tomada, fundamentalmente, a partir de dos razones. La primera, se correspondía con la percepción rusa, de que sus intereses, su soberanía y su existencia misma como Estado, se encontraban seriamente amenazados. Basta con analizar la ampliación sucesiva de la OTAN hacia el Este. Esa organización, fundada en 1949 con doce miembros, se había ampliado en ocho ocasiones y en 2020 contaba con 30 socios. Rusia apreciaba como la Alianza Atlántica, con el deseo desenfrenado de acercarse y colindar con la frontera rusa, tenía planes de incorporar a Ucrania, lo que significaba un gran peligro. Lo que hizo Rusia ante la amenaza otaniana, lo hubiera hecho cualquier Estado responsable, soberano e independiente (Padilla, 2022).
Los compromisos realizados por Occidente de no expandirse al Este, fueron violados y algunas personas, hasta plantean que no existieron. Sin embargo, uno de los protagonistas más importantes de esos hechos, Mijail Gorbachov, escribió en sus Memorias, publicadas en 1996, que “durante las negociaciones sobre la unificación de Alemania se dieron garantías de que la OTAN no extendería su zona de operación al Este” (Gorbachev, 1996, 675).
La segunda razón, estaba relacionada con la necesidad de detener de inmediato la guerra, el genocidio y la discriminación de millones de personas de origen ruso, que residen en las repúblicas populares del Donbás, donde por espacio de ocho años, la lengua rusa, la educación, los medios de comunicación y, en general, las tradiciones culturales y religiosas rusas fueron legislativa y sistemáticamente destruidas, en violación directa de la Constitución ucraniana y de las convenciones universales sobre los derechos de las minorías nacionales. Estas repúblicas dirigieron una solicitud de ayuda a Rusia, para liberarlas de los crímenes dirigidos por los neonazis, que se hicieron con el poder en Ucrania, en 2014. Un objetivo de la Operación Militar Especial era la protección de esas personas.
Para alcanzar ese propósito, Rusia se planteó luchar por la desmilitarización y la desnazificación de Ucrania, restablecer su estatus neutral, así como llevar a la justicia, a aquellos que cometieron crímenes contra civiles. Nadie tenía duda del carácter fascista del régimen kievita, surgido al calor del golpe de Estado sangriento y anticonstitucional de 2014, cuyo Gobierno organizaba fastuosas procesiones con antorchas, bajo los estandartes de las divisiones de las SS. Pero Occidente guardaba silencio ante esos hechos, pues se ajustaban plenamente a sus planes de utilizar al régimen racista ucraniano, como punta de lanza para debilitar a Rusia a profundidad (Putin b, 2023).
Occidente percibió en la operación militar especial, un pretexto ideal para exacerbar el sentimiento antirruso y desencadenar una guerra híbrida de nuevo tipo, que debilitara integralmente a Rusia y quebrantara su soberanía e integridad territorial. Algunas vías de negociación para alcanzar la paz en esta zona, no se materializaron, por mezquinos intereses en juego por parte de Occidente, mientras que Rusia siempre ha expresado su disposición al diálogo constructivo (Putin, 2022).
Después de más de dos años de haber comenzado la Operación Militar Especial, que aun se mantiene sin alcanzar los objetivos propuestos, merece la pena reflexionar sobre este penoso momento de la historia. Es una realidad que cualquier Estado debe actuar en defensa del Derecho Internacional y la Carta de las Naciones Unidas, y en tal sentido, abstenerse del uso de la fuerza para resolver los conflictos con otra nación. Pero no puede negarse el hecho de que todo país, tiene derecho a defenderse de las agresiones.
El golpe de Estado en Kiev que puso en manos del país a las hordas fascistas, antirrusas y ultranacionalistas; las constantes agresiones a los ciudadanos de origen ruso; la expansión de la OTAN hacia el territorio de la Federación y la entrega de armas poderosas a Ucrania, no podían ser interpretadas por los dirigentes y la población de la Federación como otra cosa que no fuera un cerco estrangulador, contra el cual quedan dos alternativas: entregarse al enemigo o luchar contra el mismo. El pueblo ruso no tiene sangre de esclavo y por ello tomó el único camino digno.
CONCLUSIONES
La política exterior del Estado ruso, en el periodo estudiado, ha tenido como objetivo principal, colaborar en la formación de un vasto imperio y garantizar su seguridad, independencia y soberanía, por diversos medios, incluidos los violentos y los diplomáticos. El zarato y el imperio rusos, tuvieron una indiscutible influencia en otros países, fuera de sus fronteras, sobre todo en la región euroasiática. Ninguna decisión importante podía ser tomada a espaldas del gigante eslavo. Pero sobre todo, esos años desempeñaron un rol fundamental en la formación del bravo pueblo ruso, una civilización única, multiétnica, soberana e independiente, forjada en las luchas y educada en valores y sentimientos religiosos, que mantienen, en esencia, su vigencia en la actualidad.
En la época que sucedió al derrocamiento de la monarquía en 1917, el pueblo ruso no perdió su esencia civilizatoria, aunque bajo el reflejo que le imprimía una nueva época. Con el triunfo de la Gran Revolución Socialista de Octubre, los soviets inauguraron una nueva época mundial, con paradigmas humanos que no convenía a los grandes intereses capitalistas. La política exterior del país soviético tuvo que enfrentar, con valentía y sabiduría, la influencia de las grandes y poderosas élites antisocialistas, primero, para defender la Revolución y después, para apoyar a otros países, en sus afanes de liberación o una vez independientes, a mantenerse en el poder.
Otra etapa de la política exterior rusa, coincide con la desaparición del socialismo europeo y la desintegración de la URSS, cuando el mundo bipolar se convirtió en unipolar, bajo la égida de Estados Unidos y Europa. Fue una época dirigida por líderes que, en lugar de perfeccionar el sistema político, optaron por copiar mecánicamente el capitalista y contribuyeron, consciente o ingenuamente, a convertir la otrora potencia eslava, en un Estado a remolque de Norteamérica y Europa.
En los últimos años, Rusia ha vuelto a tomar conciencia del abandono de su herencia histórica y ahora lucha, activamente, por recuperar el papel de contrapeso a la hegemonía unipolar, para garantizar el equilibrio del mundo. Esta visión, tiene mucho que ver, con las evidentes acciones que Occidente ha venido tomando para aislar, rodear, minimizar y debilitar al Estado ruso, pero también, con la aparición de auténticos líderes, avergonzados por el entreguismo del pasado reciente y sumanente comprometidos con el respeto a las tradiciones de su pueblo y con el papel que le toca desempeñar a la civilización rusa a nivel global. La política exterior rusa ha rescatado su dignidad e independencia, en apoyo a los nuevos enfoques de un Estado, que a su fortaleza como potencia, aprovecha la sinergia que representa las alianzas con otros importantes países, que no aceptan la hegemonía mundial de Norteamérica y Europa.
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