Imperio y subalternidad: Rusia, China y el discurso postcolonial occidental

Empire and subalternity: Russia, China and Western postcolonial discourse

 

M. Sc. Martha Celia Rodríguez

Profesora Auxiliar Departamento de Filosofía para Ciencias Naturales y Matemáticas., Universidad de La Habana (UH), La Habana, Cuba. lorien8392@gmail.com 0000-0003-0228-6367

M. Sc. Luis Felipe García Soto*

Profesor Auxiliar Departamento de Filosofía para Ciencias Naturales y Matemáticas, Universidad de La Habana (UH). Miembro del Observatorio Social Universitario, Universidad Tecnológica de La Habana “José Antonio Echeverría” (CUJAE), La Habana, Cuba. ludvik9102@gmail.com 0000-0002-7360-4169

*Autor para la correspondencia: ludvik9102@gmail.com

 

Cómo citar (APA, séptima edición): Celia Rodríguez, M., & García Soto, L. F. (2025). Imperio y subalternidad: Rusia, China y el discurso postcolonial occidental. Política Internacional, VII (Nro. 2), 243-258. https://doi.org/10.5281/zenodo.15103890

https://doi.org/10.5281/zenodo.15103890

 

Recibido: 14 de febrero de 2025

Aprobado: 18 de marzo de 2025

publicado: 7 de abril de 2025

 

RESUMEN En el presente artículo se explora la conversión de temas centrales de la teoría poscolonial en herramientas de análisis de las relaciones internacionales. Aunque la teoría poscolonial adujo desde un comienzo una preocupación emancipadora, su integración en el discurso académico occidental, y, por consiguiente, en la construcción de narrativas políticas, ha derivado en su empleo como un arma en la lucha por la construcción de la representación simbólica del enemigo, a raíz de la agudización de los conflictos internacionales. El objetivo principal de estos ataques, desde la perspectiva de la academia occidental han sido Rusia y China, quienes ocupan en el imaginario político occidental contemporáneo, el rol de principales amenazas al orden liberal imperante. La intensificación de los conflictos y contradicciones con estos países hacen del análisis de esta nueva manifestación ideológica del enfrentamiento un problema relevante para las relaciones internacionales en la contemporaneidad.

Palabras clave: poscolonialismo, Sistema mundo, relaciones internacionales, países emergentes

 

 

ABSTRACT The present paper explores the transformation of central themes of postcolonial theory in analytical tools of international relations. Although postcolonial theory claimed from the beginning an emancipatory concern, it´s integration into the western academic narrative, and therefore, in the construction of political narratives, has resulted in its usages as a weapon in the struggle for building the symbolic representation of the enemy, as international conflicts worsen. The main goal of these attacks, from the perspective of western academia have been Russia and China, which play the role of the main threats to the ruling liberal order within the contemporary western political imaginary. The intensification of conflicts and contradictions with these countries makes the analysis of the new ideological manifestation a relevant problem for contemporary international relations.

Keywords: postcolonialism, world system, international relations, emergent countries

 

 

INTRODUCCIÓN

Los efectos perniciosos de la colonialidad en la forma en la que se estructuró el sistema mundo actual y su efecto duradero más allá de la existencia fáctica de los imperios coloniales han cobrado en las últimas décadas una notoriedad relevante en la academia. La crítica sistemática a este problema ha ido evolucionando de un discurso contrahegemónico en los márgenes de la fenomenología, la política y la teoría literaria, hasta ocupar progresivamente espacios cada vez más centrales en las narrativas académicas dominantes.

La adopción de este marco teórico dentro de los paradigmas de análisis de relaciones internacionales permitió incorporar un enfoque que exploraba aspectos cruciales al funcionamiento del sistema mundo. Sin embargo, esa misma adopción, que también ocurrió a cierto nivel en buena parte del discurso político, abrió la posibilidad del empleo de argumentos poscoloniales para defender el orden liberal internacional.

En el presente artículo se explorará esta compleja evolución del discurso poscolonial, en paralelo con el desarrollo de la situación internacional en las últimas décadas, teniendo en cuenta los casos de Rusia y China como nuevos objetos de los estudios poscoloniales, tanto desde una posición académica, como a nivel de la narrativa geopolítica, en la que se asume como parte de una estrategia más general de redimensionar a los enemigos externos a los países centrales del sistema mundo.

DESARROLLO

Teoría Poscolonial, algunos rasgos generales

El sistema mundo moderno alcanzó su estatus auténticamente global por medio de la expansión irrestricta de la empresa colonial. En el transcurso de su crecimiento este afectó a todos los rincones de la tierra y reconfiguró de forma determinante la manera en que cada grupo humano se relacionó con su entorno inmediato y con el mundo a partir de ese momento.

Sin embargo, la condición colonial, como experiencia universal, encontró firme resistencia en diferentes espacios. Esta tuvo entre sus estrategias de despliegue tanto a la lucha armada activa contra el dominio extranjero, como a la actividad intelectual fundante de nuevas naciones surgidas sobre el terreno. ya transformado por el proceso de conquista y colonización capitalista.

No obstante, esta resistencia anticolonial persistió tras la liberación y la emergencia de nuevos estados nación, debido a la relación de subordinación económica y geopolítica que persistió en estos nuevos miembros del concierto de las naciones a sus antiguas metrópolis. Por tanto, la liberación de las colonias, particularmente acelerada tras los años 50 del siglo XX, no significó la salida de estos territorios del sistema mundo establecido de antemano, sino su asimilación y su incorporación al mismo bajo un nuevo sistema de relaciones subordinantes.

Es ante esta realidad sociopolítica que la discusión por la liberación adquirió, incluso tras el efectivo desmantelamiento del orden colonial, un carácter central en la reflexión política en las antiguas metrópolis y en las nuevas naciones emergentes. Y es precisamente de ese ambiente orientado a la crítica demoledora de ese orden colonial, y preñado de radicalismo y rechazo a las representaciones políticas del mundo occidental, que surge el poscolonialismo, como un discurso y práctica contestataria en la década del 70 del pasado siglo.

En este sentido entonces, los principales teóricos de la poscolonialidad aparecen en el escenario académico como representantes de una crítica mordaz al sistema mundo moderno, tras la derrota de los movimientos revolucionarios y antibelicistas de la década anterior. No obstante, debe decirse que la propia naturaleza compleja de su crítica hace que sus fundamentos teóricos se encuentren dispersos entre una compleja red de influencias que abarcaban desde la crítica al orden racista del mundo colonial, hasta la escuela de la dependencia que había intentado remontar en el plano intelectual la cuestión de la división internacional del trabajo y la perenne problemática del desarrollo para los países más desfavorecidos del orden internacional (Dos Santos, 2011).

Ahora bien, dentro del amplio espectro de los presupuestos teóricos de este movimiento se encuentran muchos líderes políticos de las revoluciones anticoloniales, como Amílcar Cabral, y teóricos revolucionarios como Frantz Fanon, Chinua Achebe y Leopold Senghor. Esta primera oleada de pensadores anticoloniales logra sentar las bases claras de la corriente postcolonial posterior al plantear el problema de la colonialidad a partir de dos ejes cruciales: la crítica histórica y sociológica de las justificaciones históricas empleadas para legitimar el colonialismo, a partir de la dicotomía entre civilización y barbarie, y la crítica psicológica de la subordinación colonial.

En este caso, es Frantz Fanon, dentro de estos precursores, el que más énfasis pone en la cuestión del reconocimiento en el establecimiento de la relación de subordinación constitutiva de la colonialidad. Por tanto con Fanon, los análisis de las estructuras de dominación colonial por parte de pensadores y luchadores anticoloniales ponen como centro de mira el proceso intrínsecamente deshumanizante de la colonización y sitúan de manifiesto la contradicción entre esta y el universalismo europeo dominante en la narrativa política del colonizador (Omar, 2008). Este giro revolucionario de la teoría anticolonial implicó poner en tela de juicio el eurocentrismo dominante en la cosmovisión colonial, tanto entre los sujetos coloniales como los metropolitanos (Bird-Pollan, 2015).

Por su parte, Aimé Cessaire juega un papel igualmente relevante en el planteamiento del problema de la colonialidad en la contradicción intrínseca del proceso civilizador europeo, ya que pone de manifiesto la necesidad de la circulación de la ideología colonial en el mantenimiento del dominio europeo. Por tanto, su crítica se encamina de forma similar a la de Fanon hacia el carácter deshumanizante y destructivo de la relación colonial. Para este el carácter inhumano del colonialismo está determinado por el hecho de que, en este solo puede existir espacio para la intimidación, el desprecio, la desconfianza, la arrogancia y la degradación de colonizador y colonizado. En otras palabras, la colonización niega todo contacto verdaderamente humano ya que este está mediado por relaciones de subordinación y de sumisión que hacen del nativo un objeto, un instrumento de producción y al colonizador un amo (Omar, 2008; Moore-Gilbert, 1997). Por lo que su crítica al colonialismo es a la vez expresión de su descontento con el pseudo humanismo occidental, cuyo concepto tanto de lo humano como de sus derechos ha sido y es, limitado, incompleto y parcial.

Por su parte, los teóricos de la poscolonialidad propiamente dichos, dentro de los que se encuentran Gayatri Spivak, Edward Said y Hommi Bhabha entre otros, emprendieron su labor teórica con la plena asunción de una crítica confinada a la textualidad y a las representaciones simbólicas de la colonialidad (Gandhi, 1996; Young, 2016). Dado que los centros intelectuales desde los que trabajan estos autores están en el mismo núcleo del sistema mundo, y considerando la pasividad política de estos mismos sectores intelectuales, los autores poscoloniales excluyen de su interés la aprehensión del objeto en su totalidad.

Los principales exponentes de esta tendencia no tuvieron a menos incorporar los elementos teóricos necesarios provenientes de los estudios de sistema mundo para situar concretamente los objetos de su análisis (Quijano, 2014). Sin embargo, es notorio como la centralidad del texto y de la literatura en general, usurpó en los estudios poscoloniales el espacio a otro tipo de elementos sociohistóricos que contribuirían a la profundización del estudio de la condición colonial. De la crítica a las formas sociales y políticas en las que se establece la subordinación colonial, presente en la primera oleada de pensadores anticoloniales, la teoría poscolonial se enfoca en la construcción del imaginario y la ideología colonial a partir de la literatura y la historia creada desde los centros hegemónicos. Edward Said (Said, 2003) pone de manifiesto este problema en su obra inauguradora de los estudios poscoloniales, al rastrear la cuestión fenomenológica de la construcción de la otredad colonial desde las manifestaciones principales de la vida cívica y política y que se reflejaban en la literatura metropolitana.

Y en esta dirección es que está abocada esta escuela, a comprender el proceso de construcción del sujeto colonial por parte de los colonizadores en diferentes momentos de la conquista (Omar, 2008), siendo la premisa clara de los estudios poscoloniales que las narrativas coloniales suplantan violentamente a las narrativas premodernas y transforman decisivamente el panorama social en todos los lugares colonizados, comenzando por la forma en la que el sujeto colonial va a representar a partir de ese momento su relación con el sujeto metropolitano y su posición en el mundo como sujeto subalterno (Go, 2016).

Estas condiciones, que los poscoloniales, a la usanza de una escuela filológica, encuentran en la literatura, plantean de manera crítica el carácter problemático de la identidad política y étnica poscolonial, en vistas de la profunda huella de los mecanismos de construcción de legitimidad aplicados por las potencias europeas en el afán de consolidar su dominio político. Esta deconstrucción la realizan los poscoloniales atacando a las narrativas coloniales en la construcción de las historias nacionales que se conforman con la independencia y que se extienden por medio de los sistemas educativos modernos como la historia de esas naciones. Detrás de estas concepciones se esconden, de manera no muy velada, tal y como evidenciaron los poscoloniales, una concepción que presenta al sujeto colonial o subalterno como otro, alienado de toda subjetividad, y tergiversado en su más simple práctica social desde la construcción metropolitana.

Los análisis sociológicos realizados por los teóricos poscoloniales se centran, en gran medida, en el periodo histórico de la conformación de las colonias o de las identidades políticas postcoloniales (Ashcroft, 1989). No obstante, este enfoque ha ocupado en la academia occidental un lugar cada vez más influyente, que le impele a analizar críticamente la sociedad contemporánea. Y esta crítica la realizan los críticos postcoloniales desde el posicionamiento teórico esencialmente antropológico y culturalista antes descrito.

Ahora bien, un elemento que debe destacarse, es que la teoría poscolonial ha venido a ocupar el lugar de sucesor natural de la teoría marxista como herramienta de análisis sociopolíticos en los centros académicos progresistas de Occidente. La caída de la Unión Soviética y el ascenso de un sistema internacional mucho más variado, en el que los espacios anteriormente coloniales juegan un rol decisivo contribuyó decisivamente a la entronización de la teoría postcolonial dentro del amplio e indefinido corpus de la teoría crítica occidental.

Pese a este nuevo rol adquirido por las teorías poscoloniales, salta a la vista el abandono que se hace desde la misma de la crítica clásica de la economía política. Debido a su propia oposición a la epistemología moderna, la poscolonialidad se aparta de los campos tradicionales de análisis y estudios sociohistóricos y de las premisas teóricas de muchos de estos, a la vez que esgrime el carácter colonial de las ciencias como argumento principal.

De ello no se colige una renuncia absoluta a la racionalidad occidental, sino una distinción clara de lo que constituiría la racionalidad científica, desde el prisma del colonizador, y otras racionalidades determinadas culturalmente en la periferia (Gandhi, 1996). Esta visión del problema de las ciencias, aleja a la poscolonialidad de la universalidad del discurso ilustrado y reproduce peligrosamente la visión colonialista de la irracionalidad no occidental, pero con un matiz axiológicamente positivo.

A nivel institucional se refleja también la creciente influencia de la teoría poscolonial. De ser una teoría relativamente novedosa en la década del 70, su incorporación a la circulación del capital académico en el reajuste global de los mecanismos reguladores del sistema mundo, ha pasado a ocupar un papel cada vez más central en los análisis sociopolíticos, ante la crisis del marxismo como proyecto político en el Segundo Mundo y de otras corrientes críticas al capitalismo.

Esta nueva institucionalidad se ha manifestado de manera notable en la progresiva asimilación de las categorías y problemáticas de la teoría poscolonial en las relaciones internacionales, en vista de la proyección global de la misma y de su complementariedad con las teorías de sistema mundo, que han cobrado peso en los análisis del orden mundial.

Una nueva era en las relaciones internacionales

El orden internacional a mediados de la tercera década del presente siglo presenta un escenario sustancialmente diferente al panorama global en el que la teoría poscolonial surgió inicialmente. Mientras que las últimas décadas del siglo XX se dirimieron en el conflicto entre el bloque socialista y la OTAN, con un saldo victorioso para el mundo occidental, el siglo XXI ha estado caracterizado por la crisis sistémica constante y el reajuste paulatino de la jerarquía dentro de este orden.

El problema de este reajuste está motivado por la transición entre dos etapas complejas en las que el sistema internacional varió considerablemente. Una primera etapa posterior a la caída del campo socialista se caracterizó por el dominio unipolar de Estados Unidos y la OTAN, en los que la Guerra Global contra el Terrorismo (intervenciones en Afganistán e Irak) fue incontestada efectivamente a pesar de posicionamientos diplomáticos de rechazo. Más allá de la organización de la protesta cívica ante el avance desmedido de la globalización neoliberal y la resistencia a las invasiones antes mencionadas, durante este periodo no se vislumbra ningún reto considerable al dominio de la clase política atlántica.

El 2008 cambió radicalmente ese estatus internacional en varias formas fundamentales. La crisis financiera sacudió los cimientos del modelo económico imperante en el mundo globalizado y lanzó a la crisis al sistema mundo, conllevando con ello un agravamiento de los enfrentamientos sociopolíticos al interior de la mayoría de los países.

Simultáneamente, la semiperiferia del sistema mundo llegó “a su mayoría de edad”, como afirma Pietersen (Pietersen, 2018, 19). La tendencia al crecimiento económico en varios países en desarrollo ofreció una mejor perspectiva de la tendencia creciente a la convergencia tecnológica y económica en este (Korotayev, 2015). Y en estrecha relación con estos cambios, China irrumpe en el escenario internacional como un actor de primer orden y como candidato a ocupar un lugar de superpotencia junto a Estados Unidos. Esta proyección de crecimiento del estado chino anunció con su éxito parte del conflicto que caracterizará al sistema mundo globalizado a partir de ese momento.

Sin embargo, China no fue el único estado que se presentó como potencia emergente. La creación del BRICS agrupó, en un primer momento, a los más avanzados casos de estados con un crecimiento económico notable, así como con pretensiones contrahegemónicas en el marco del sistema internacional dominado por Occidente. El ascenso de este nuevo mecanismo de integración y de establecimiento de contactos bilaterales alternativa al G7 hizo saltar las alarmas igualmente sobre la influencia de estos nuevos actores geopolíticos que añadían elementos de complejidad al entramado de relaciones internacionales. Rusia, como miembro fundador de esa coalición, también recobraba un lugar relevante tras un lapso de 20 años desde la caída de la Unión Soviética, y su emergencia chocaba, incluso más que China de forma directa a lo largo de las líneas de falla entre el espacio postsoviético y la OTAN en expansión.

Esta segunda etapa que comienza en el 2008 se distingue en un primer momento por la profunda conmoción causada por una nueva oleada de revoluciones políticas, esta vez en el mundo árabe, que son bienvenidas por el orden neoliberal (Grinin et al., 2019). El bloque dominante participa activamente, de forma abierta, en la promoción de estos procesos, en los que se conjugan el agotamiento de modelos políticos locales y los intereses geoestratégicos occidentales por extender su área de influencia directa. La intromisión de la OTAN en estos procesos y su apoyo a grupos ideológicamente considerados enemigos durante la guerra contra el terrorismo, selló el destino de regímenes políticos como el de Libia, mientras lanzaba al país al caos institucional, o en Siria, donde la confluencia de todos esos factores encendió una guerra civil devastadora (Glass, 2015).

Las protestas del Euromaidán en Ucrania, y los consiguientes eventos de enfrentamientos entre el gobierno y los manifestantes también constituyó un momento clave en esta segunda etapa. Este proceso cívico representó el mayor shock a la política ucraniana desde su independencia, y encendió el conflicto étnico interno entre el nacionalismo del nuevo régimen y el regionalismo de la minoría rusa en el este, apoyada por Rusia. Esta revolución igualmente contó con apoyo occidental y pareció ser una continuación de las oleadas de revoluciones liberales que tuvieron como objetivo la expansión del área de influencia de la Unión Europea y la OTAN a partir del espacio postsocialista en Europa oriental (Pijl, 2018). La posterior intervención rusa en Crimea solo agudizó el conflicto entre el G7 y Rusia, que ya se encontraba en un punto álgido desde el conflicto por Abkhazia en el 2008.

La crisis desencadenada por la COVID-19 dio al traste con un orden económico internacional golpeado aún por la crisis financiera global. La situación de tensión al interior de cada país provocada por la paralización casi absoluta de las actividades económicas, sumado al agotamiento propio del confinamiento, provocó una nueva oleada de conflictos civiles a lo largo de todo el mundo, que con variado nivel de gravedad se extendió hasta el 2022.

A pesar de la cooperación médica internacional y la coordinación en el enfrentamiento a la pandemia, el orden internacional dio indicadores de un aumento de la conflictividad en el marco de la crisis desencadenada. La guerra de octubre del 2020 entre Armenia y Azerbaiyán, los disturbios raciales de verano en Estados Unidos fueron de los primeros síntomas de la crisis que pronto comenzó a manifestarse en protestas contra el confinamiento en buena parte del mundo.

El escenario de enfrentamiento y fraccionamiento que impera en el orden internacional desde el agravamiento del conflicto en Ucrania en febrero del 2022 ha sacado a relucir todo tipo de armas en el panorama internacional. El aspecto del enfrentamiento entre la OTAN y Rusia en el terreno que más relevancia ha tenido ha sido el apoyo logístico y las diferentes oleadas de sanciones a la economía rusa con el objetivo de limitar la capacidad del Estado ruso de sostener cualquier operación militar. Sin embargo, la construcción política del acontecimiento mismo y de la hostilidad creciente entre los estados involucrados ha estado marcada por elementos que traslucen el empleo del discurso poscolonial orientado a Europa, en un nuevo contexto.

Rusia a través del lente poscolonial

El Estado ruso en el marco del conflicto actual ha sido representado de formas especialmente negativas por la prensa y los gobiernos occidentales. En la construcción de esta representación de Rusia como el enemigo no solo han jugado elementos de índole económicos o estratégicos, sino que se ha apelado, de forma clara, a la mirada orientalizante del sujeto europeo hacia el mundo postsoviético, insistiendo de forma continuada en la barbarie rusa, asociada a un pasado mongol o asiático, que la aleja de forma terminante de la civilización europea. Sin embargo, el discurso de la guerra ha estado dominado simultáneamente por este desdén que resuena como eco de los anteriores argumentos propagandísticos utilizados contra Rusia por potencias europeas en otros momentos de la historia moderna. Pero a la vez, la racionalidad del enfrentamiento a Rusia ha estado marcado, desde el punto de vista del derecho, partiendo de una premisa postcolonial, asumida íntegramente en el discurso político occidental corriente.

Esta premisa postcolonial consta de dos elementos fundamentales. Por un lado, Rusia es una potencia opresora que se relaciona tanto con su propio hinterland, como con sus vecinos de forma intrínsecamente colonial. Y, por otro lado, la Unión Europea y la alternativa otanista, tanto para Ucrania como para otros países del espacio postsoviético, representa la liberación del yugo colonial ruso.

La relación de Rusia con sus propios grupos étnicos es algo que constituye un elemento de discordia constante en el diferendo con Occidente. Rusia, como principal heredera de la Unión Soviética y del imperio ruso, cuenta en su territorio con más de 190 grupos étnicos y con vastísimo acervo cultural y religioso que permiten representarla plenamente como un sistema mundo, o al menos, como el remanente del mismo. Sin embargo, la forma particular de Occidente de lidiar con la diversidad étnica, sobre premisas comunitaristas representa un elemento disgregador y disolvente para el Estado ruso, que identifica en este liberalismo, a grandes rasgos, a una tendencia ideológica cuyo único objetivo es desmembrar territorialmente al estado ruso.

Esta faceta del conflicto entre Rusia y Occidente no es necesariamente nueva, y constituyó ya para la Revolución Rusa un aspecto central de su política inicial (Martin, 2001). Las soluciones encontradas por la dirigencia soviética terminarían engendrando problemas políticos que a la postre darían al traste con la unidad política del proyecto soviético mismo.

El aspecto colonial que se le atribuye a Rusia va determinando en primer lugar por la relación económica entre centro y periferia al interior de la federación rusa. Esta relación, en efecto, ha sido asimétrica desde los tiempos del imperio ruso, y a pesar de tener periodos de progreso efectivo, durante la existencia de la Unión Soviética, ha estado dominado por un claro carácter central de Moscú y las urbes occidentales de la Rusia europea. Sin embargo, la orientación política soviética y la naturaleza del nuevo estado, que en principio aplicó una política de discriminación positiva hacia las nacionalidades oprimidas bajo los zares, queda reducida igualmente al mismo marco colonial, por su naturaleza modernizadora. Tal y como lo presenta Benjamin, “el colonialismo soviético fue marcadamente diferente al zarista. La diferencia resultaba de los esfuerzos soviéticos por integrar la región política y económicamente a la unión, que difería en gran medida de la administración zarista anterior y las políticas económicas designadas para mantener el aislamiento de la región del resto del imperio” (Loring, 2014, 5). De tal manera que la especificidad de la relación de dominación ahí queda difuminada totalmente al presentarla como igualmente colonial a pesar de ser diferente en objetivo a la política imperial.

La tesis de la colonización interna representa para la teoría occidental el recurso más adecuado para comprender la peculiaridad del caso ruso. Dado el carácter exotizante del trato de las élites nobiliarias y universitarias rusas en el siglo XIX hacia su propia población, el carácter del poder en Rusia, se comprende, a la luz de esta tesis, en una relación colonial, que avanza desde el centro mismo y la población rusa hasta la periferia y las poblaciones no eslavas del imperio (Etkind, 2011; Khomyakov, 2020). Sin embargo, esta teoría ignora todos los rasgos de esta relación en efecto, y otorga primacía tan solo a esta representación autoexotizada como motor principal de la modernización en el imperio ruso, la Unión Soviética y la Federación Rusa, estableciendo una continuidad entre las tres etapas.

La peculiaridad de la conquista rusa de Siberia, y su diferencia con los imperios coloniales marítimos, como el británico, constituye un elemento clave en el empleo irrestricto de la categoría de colonialidad en este contexto. Asimismo, todo proceso de modernización, que implica también procesos de dominación y el establecimiento de nuevos modos de acumulación, caen, en este sentido, bajo el amplio espectro de lo colonial. Tanto la alfabetización de pueblos asiáticos con alfabeto latinos modificado (Baberowski, 1999), así como la extensión de los derechos de la mujer al Asia central (Kamp, 2006), son vistos desde este prisma, como una imposición colonial de la política soviética.

No obstante, el enfoque poscolonial identificó acertadamente en la historia rusa aspectos que la convierten en un caso sui generis en la historia moderna. La colonización interna, así como la relación de subordinación colonial de las élites a Occidente, representó desde un primer momento un caso especial dentro de las potencias europeas, y fue señalado ya por eslavófilos y eurasianistas desde el siglo XIX como un problema, a pesar de ser estos miembros de la nobleza misma (Gerasimov, 2013, 7). Esta complejidad del problema de la colonialidad rusa tanto en su condición de sujeto, como objeto de la misma, permite acertadamente considerarla, incluso hasta la modernidad, como un imperio subalterno (Morozov, 2015).

La política exterior rusa en el Oriente Medio es otro problema que se ve desde este prisma. Rusia participó activamente en la defensa del gobierno baathista sirio de Bashar al Assad a raíz de la oleada de revoluciones de color en el Oriente Medio y el Norte de África y el consiguiente surgimiento del Estado Islámico. El gobierno ruso identificó el conflicto en Siria como una amenaza directa al Caúcaso por parte de los grupos extremistas islámicos, teniendo en cuenta el número elevado de militantes caucasianos en estos grupos. En este sentido, la prensa occidental le adjudica a Rusia todos los crímenes de guerra ocurridos durante la guerra civil siria, mientras que ignora el rol vital de la OTAN en la creación y proliferación del extremismo islámico y en la destrucción activa de países en la región. Aunque la participación rusa en el conflicto sirio está signada por intenciones estratégicas que no tienen que ser confundidas con un utópico altruismo, el empleo de este caso como un ejemplo de la política neocolonial rusa ha sido particularmente abusado en la retórica hostil a la política exterior de la federación rusa.

Otro aspecto en el cual el enfoque poscolonial se ha visto presente en la representación de Rusia a nivel geopolítico es en la relación con la nación ucraniana y con otros estados de la CEI. A la luz de este tipo de análisis, toda inversión o acercamiento político o influencia ejercida por el estado ruso en cualquiera de estos estados refleja ese tratamiento colonial. Indiscutiblemente, Rusia actúa y ha actuado como centro semiperiférico para el mundo postsoviético, con el consiguiente problema de asimetría y disparidad en la relación bilateral con cada uno de los actores, pero como un ejemplo de regionalización dentro del sistema global, y no como un organismo global con capacidad de control económico internacional.

China, colonialidad y contrahegemonía

En el caso de China, el uso de la poscolonialidad como arma política ha alcanzado su grado máximo en el tratamiento de la cuestión de las relaciones económicas de China con África y el proyecto de la Franja y la Ruta, que representa un baluarte indiscutible de la estrategia de proyección global de China como potencia económica de primer nivel (Zhiang et al., 2018). Este proyecto constituye el paso más determinante que ha dado China en la arena internacional en la construcción de cimientos de un orden internacional multipolar.

La crítica a este proyecto ha venido también envuelta en la misma nomenclatura de la crítica poscolonial (Ngo, 2021; Rose, 2023). Toda inversión o préstamo chino a cualquier país beneficiario ha sido calificado dentro del término trampa de deuda, puesto de manifiesto por Brahma Chellaney (Chellaney, 2017a, 2017b). La acuñación de la categoría misma, y su amplio uso en el abordaje de toda relación de China con otros países del tercer mundo ha puesto énfasis en el carácter intrínsecamente colonial de la proyección china, mientras ignora que estas relaciones ocurren por los mismos canales por los cuales circulan regularmente las inversiones y préstamos en el sistema capitalista mundial. China es presentada como un actor excepcional dentro de la legalidad del sistema (Sinha Roy, 2018), por el hecho de participar en los canales de crédito internacional.

El problema del carácter de los préstamos chinos en África y su impacto en la economía y la sociedad de los países afectados sigue siendo un conflicto pendiente, con acusaciones regulares a la influencia china. El aspecto novedoso de la Iniciativa de la Franja y la Ruta en el sentido de incorporar a nuevas regiones a la circulación de capital global, pero centrada en China, se considera una alternativa normal más de oportunidades crediticias y de inversión (Babones, 2020). Sin embargo, cualquier irregularidad del capital chino en la región es percibida y presentada en términos inequívocamente poscoloniales, indicando el rol de China como colonizadora, y no como socio en el marco del sistema capitalista global (Mwambia, 2024). Y a esto se une el problema de la posibilidad de bases chinas en la región (Beauchamp-Mustafaga, 2020; Hearing on the Posture of United States Central Command and United States Africa Command, 2022; Miller, 2022), posibilidad que ha sido explotada para justificar la hostilidad ante el crecimiento chino (Grazier, 2021).

El uso de estas categorías en el abordaje de las relaciones exteriores chinas por parte de la prensa occidental y de los estamentos políticos relevantes pone de manifiesto la instrumentalización puntual del discurso anticolonial en función de los intereses geopolíticos del actor implicado. Este uso en particular se ha extendido también a la situación en el Xinjiang, en la que China aduce enfrentamiento a grupos radicales islámicos (también presentes en el bando radical islámico en Siria), mientras Occidente acusa a China de genocidio. Esta polémica también ha sido vista a través del lente de la teoría poscolonial (Short, 2022).

Asimismo, la situación política en el Sahel, en el contexto de nuevos gobiernos y de tensión regional, ha sido considerada un ejemplo de injerencia imperialista de Rusia y China por parte del presidente francés (Schofield, 2023). Y en casos mucho más peculiares, el conflicto por el Mar de China meridional (Galt, 2024) y las irregularidades de las inversiones en Europa se han presentado bajo este prisma (Greenfield, 2021). Mientras que en otras circunstancias se presentarían los conflictos fronterizos e inclusos las guerras con otras terminologías, en el caso chino, el recurso de la colonialidad se conforma a las tendencias actuales.

La poscolonialidad como estrategia geopolítica

Tanto en el caso ruso como chino se advierten tendencias muy peculiares en el empleo selectivo de la poscolonialidad como recurso teórico de la crítica política. Ya el término poscolonial adolecía de una vaguedad notable en su empleo teórico más común (Mignolo, 1996). La imposibilidad de establecer claramente las determinaciones específicas del colonialismo en general, y de la especificidad del colonialismo moderno como un proceso que excedió el desplazamiento demográfico, sentó las bases para una confusión teórica que se traduce de forma directa en la equiparación entre todo proceso de modernización con el colonialismo (Khomyakov, 2020), y en todo proceso de acumulación, típico del modo de producción capitalista, en un rasgo del mismo. Por lo tanto, esta vaguedad difumina de forma artificial la responsabilidad histórica de los estados centrales en el orden colonial moderno, a la vez que abre la puerta para su empleo efectivo contra la política modernizadora de cualquier estado que se enfrente a la hegemonía de los estados centrales del sistema mundo.

Aunque en el caso de Rusia y China se trata de estados herederos de pasados imperiales y que tienen legados de dominación y explotación de otras naciones, la crítica poscolonial abre la puerta para la descolonización de ambas naciones, en la forma de la fragmentación política, tal y como propone Etkind (Etkind, 2023), que acusa a Rusia de ser el enemigo principal de la modernidad, o Anne Applebaum (Applebaum, 2022) que también adelanta la idea de la desaparición del estado ruso, pero sin abordar de forma clara, el costo humano de la misma, o en qué medida estas fragmentaciones pueden contribuir a una emancipación global. La insistencia poscolonial en la búsqueda de una autenticidad nacional de los pueblos, en este sentido, contribuye claramente a alimentar la proliferación de nacionalismos voraces que nazcan de los cadáveres de entidades políticas más grandes. Pero este tipo de proceso, solo serviría, en el mejor de los casos, y en el marco del orden internacional dominante, a una progresiva asimilación de estos nuevos miembros al área efectiva de la sociedad civil y política occidental, como se manifestó en la expansión de la Unión Europea a partir de los estados miembros de Yugoslavia o en la incorporación de los estados bálticos (Van der Pijl, 2005).

Aunque pudiera argumentarse la diferencia de nivel de vida, o de garantías civiles entre los diferentes bloques, lo cierto es que la Unión Europea y Estados Unidos, subordinan la gravedad de sus propios problemas y conflictos a una superioridad comparativa ante cualquier estado externo. Este recurso tiene limitaciones claras cuando, en vistas del ascenso económico chino, y del consiguiente aumento del nivel de vida de la población del país, la mirada orientalizante domina todo tipo de análisis de la sociedad china, a partir de la superioridad supuestamente intrínseca del orden liberal.

Aducir hipocresía como un elemento central en la nueva crítica poscolonial a la política rusa y china podría contribuir mínimamente a resituar la duplicidad del orden liberal imperante y del dominio de la ley internacional. Sin embargo, la situación posterior a la Covid-19 y el alto grado de conflictividad que domina las relaciones internacionales difícilmente impida que este tipo de análisis sea fructífero. Tal y como considera Katarina Millar, “las acusaciones contra la hipocresía son útiles en la medida en la que el actor que acuse esté de acuerdo con el principio existente y esté implicado en el orden liberal internacional existente” (MIllar, 2023, 21) En vistas de la exclusión de Rusia, en particular, de este orden liberal, y la hostilidad hacia China en el mismo contexto, así como las políticas contestatarias de ambas naciones ante el orden internacional, es poco probable que este argumento sea válido en cualquier crítica a la poscolonialidad como herramienta ideológica.

La emergencia de los BRICS, que, a pesar de sus profundas contradicciones, representan un grupo de países emergentes en el orden internacional, constituye un claro indicador de la pérdida de peso relativo del G7 y de otros mecanismos internacionales generalmente dominados por los países eurooccidentales. Este cambio en el equilibrio de poder se ha traducido indudablemente en una crisis de la representación de la supremacía global, mientras China extiende su influencia diplomática y económica por Asia y África de manera decisiva. Por ello, el conflicto en Ucrania, así como la política interna china son representados como ataques directos al orden liberal, y, por tanto, como disrupciones del mismo. Además de que la reciente cooperación tecnológica entre Rusia y China, a pesar de las sanciones occidentales, es vista como una señal de la emergencia de un bloque hostil (Waterfield, 2024).

No ha sido la negociación ni el acuerdo la forma en la que Estados Unidos (ni la Unión Europea), como principal actor del bloque dominante, ha respondido a esta crisis, si no por medio de diferentes formas de hostilidad hacia China, en particular, hacia Rusia, que se posiciona como gigante energético y como un actor de primer orden en el Ártico a mediano plazo. Ya sea la administración demócrata como las republicanas han reaccionado al reto de formas decisivamente confrontacionales. Aunque ha variado el grado de hostilidad y los medios fundamentales empleados en la misma, lo cierto es que el bloque histórico gobernante ha anunciado la confrontación con los países emergentes.

Mientras que el partido demócrata en el poder privilegió los mecanismos de poder blando, por medio de la red institucional vastísima que se extiende a lo largo de todos los mecanismos multilaterales, la administración republicana, encabezada por Donald Trump, a pesar de una retirada fiscal de muchos de estos mecanismos, también ha puesto hincapié en la prioridad que representa para Estados Unidos, como líderes del orden imperante, derrotar a China y a Rusia.

Todas las acusaciones mutuas de posibles influencias rusa o china no han sido más que artilugios útiles para el rejuego político interno. La campaña por extender la influencia de la sociedad civil occidental a las sociedades rusas y china, que ha sido la bandera de los gobiernos europeos y del partido demócrata (Johnson, 2022; Wong, 2025a), no contrasta en esencia con el enfoque realista del gobierno trumpista y los otros representantes de la nueva oleada conservadora, que ven indistintamente en Rusia y China a peligrosos rivales, cuya derrota es también una clave en la armazón ideológica de sus movimientos políticos (Wong, 2025b, 2025c).

El papel jugado por la poscolonialidad como movimiento teórico en este contexto adquiere un sentido particularmente notable cuando se advierte la forma en la que se construye la representación del enemigo, tanto a nivel mediático, como en las redes sociales. En ese sentido, la poscolonialidad tiene un doble carácter nada despreciable, por el cual es un discurso que puede ser rechazado en las sociedades occidentales como una forma de crítica implacable, pero cuya aplicación a los enemigos geopolíticos cobra un sentido irremplazable, y su adopción dentro de los estudios de relaciones internacionales ha brindado esa posibilidad.

En el plano de las relaciones internacionales la poscolonialidad también representa una continuación oportuna de los discursos orientalizantes occidentales. Por esta razón cumplen una función de gran utilidad, en el sentido en el que permite representar a los Estados contendientes al poder occidental desde la lógica de la explotación, pero ignorando el carácter aún central de Occidente en el sistema mundo y su responsabilidad en el establecimiento del sistema colonial, tanto en un plano estructural, como en la construcción de representaciones de dependencia en el imaginario político del sujeto subalterno.

El potencial que alberga la teoría poscolonial en este sentido es considerable. Dado que la especificidad del sistema capitalista imperante se pierde ante la vaguedad del análisis cultural desconectado de la realidad económica subyacente. Por añadidura, la progresiva regionalización y fragmentación del sistema mundo globalizado (Farrell, 2005; Hettne, 1999) no solo representa el quiebre de políticas comunes, sino también, la confirmación efectiva de la muerte de la universalidad fundante del sistema internacional, y con ello, el respaldo a un giro pragmático, que en consonancia con el renovado ímpetu del enfoque realista en las relaciones internacionales (Bordachev, 2022), permite observar a los discursos académicos como armas propicias para desmantelar el régimen de verdad del contrincante.

La realidad geopolítica también refuerza el problema que representa para la conciencia política global la aparición de proyectos contrahegemónicos reales. Ya sea la Unión Soviética o cualquiera de los actuales integrantes del BRICS, la lucha por la hegemonía no solamente va a conllevar a un reajuste violento del orden internacional. Tanto China como Rusia, en su posición doble de subalternos y de herederas de imperios representan, de forma contradictoria, junto a los otros países emergentes del BRICS, la posibilidad más clara de enfrentamiento al orden liberal internacional, auténtico heredero del orden colonial realmente existente, y por tanto, por medio de sus acciones, es que se pueden materializar proyectos políticos alternativos que rompan con la subalternidad con respecto a la hegemonía occidental, que se defiende en esta nueva época con argumentos de la teoría poscolonial.

Este doble carácter de estas naciones implica para la poscolonialidad un reto superior a los enfrentados hasta ahora en la evolución de la teoría. Viatcheslav Morozov lo presenta de la forma más concreta, cuando dice que “el conflicto en Ucrania puede darle voz al subalterno ruso y establecer su subjetividad política en una oposición forzosa al orden global eurocéntrico. La mayoría de nosotros probablemente no les va a gustar lo que verán, pero ese es el punto: si el subalterno puede hablar, definitivamente no van a hablar en una voz amable” (Morozov, 2015, 168). China igualmente se encuentra en la diatriba de enfrentarse al orden global y si el enfrentamiento fuera bélico, enfrentará junto a Rusia la misma acusación desde los países centrales, convirtiéndose en una situación polarizadora para los teóricos postcoloniales en el proceso.

CONCLUSIONES

El orden multipolar que parece avizorarse en el actual marco de las relaciones internacionales no está reñido con la emergencia de nuevas potencias, y, por lo tanto, de relaciones de subordinación que repliquen, en alguna medida, el tipo de dominio que establecieron los estados coloniales europeos sobre gran parte del mundo. Esta previsión implica que la teoría poscolonial, en la medida en la que sirva para detectar y criticar los mecanismos de creación de nuevas subjetividades coloniales, constituye una herramienta teórica especialmente relevante para el análisis de la realidad política internacional en el futuro inmediato. Por lo tanto, el empleo del marco conceptual de la poscolonialidad no solo resulta útil sino también necesario para monitorear la emergencia del mundo multipolar o cualquier estado que pueda adquirir un orden internacional post-occidental.

No obstante este valor de la teoría poscolonial, también se puede concluir que como narrativa teórica con una fuerte presencia académica, la teoría poscolonial tiene una clara tendencia a derivar en ideología, y por ello, en una herramienta que, en vez de desvelar las determinaciones esenciales de un problema sociopolítico, reproduzca, desde su locus de enunciación, las iniciativas e intenciones geopolíticas de uno de los polos activos en las situaciones conflictivas que aquejan al sistema mundo. Si bien el uso de argumentos anticoloniales también están presentes en la retórica de los gobiernos de los países emergentes al criticar las políticas del bloque occidental, la progresiva utilización por parte de medios y teóricos occidentales de este tipo de argumentos, en particular contra Rusia y China, representan un giro notable que puede obnubilar la complejidad de los conflictos actuales y de las realidades sociopolíticas de ambos países debido a la ambigüedad intrínseca de la teoría poscolonial misma.

La centralidad de Rusia y China en esta perspectiva crítica de las relaciones internacionales es, en último caso, una cuestión contingente ante esta evolución particular de la teoría postcolonial. Todo enfrentamiento al orden liberal internacional puede ser presentado, en vistas de este precedente, como un intento de estructurar una política exterior o interna de carácter colonial. De esa forma, la crítica poscolonial, en principio una herramienta de crítica emancipatoria, se convierte en un arma utilizable contra todo proyecto contrahegemónico o actor geopolítico externo a los países centrales del sistema mundo.

En la medida que la teoría poscolonial contribuya a perfeccionar las metodologías historiográficas, toda crítica de la misma debiera confinarse a un plano estrictamente epistemológico. Pese a ello, la atención crítica a la conversión de esta teoría en un arma diplomática o ideológica permite sopesar los cambios en las narrativas legitimadoras de las políticas internacionales de los estados y comprender la forma en que se puede enmarcar al interior de los mismos la apropiación de los eventos internacionales. A todo ello, el previsible aumento de conflictividad e inestabilidad en el sistema mundo contemporáneo puede dar ocasión en lo sucesivo para que este tipo de argumentos sean más comunes y relevantes.

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CONFLICTO DE INTERESES

Los autores declaran que no existen conflictos de intereses relacionado con el artículo.

CONTRIBUCIÓN DE AUTORÍA:

M. Sc. Martha Celia Rodríguez: Conceptualización, Curación de datos, Análisis formal, Investigación, Metodología, Redacción-borrador original, Redacción-revisión y edición

M. Sc. Luis Felipe García Soto: Conceptualización, Curación de datos, Análisis formal, Investigación, Metodología, Redacción-borrador original, Redacción-revisión y edición

 

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