EL MUNDO EN QUE VIVIMOS
Integración y unidad caribeña en la ruta del internacionalismo periférico: consideraciones históricas y procesos actuales
Caribbean integration and unity on the road to peripheral internationalism:
historical considerations and current processes
Dr. C. Nayar López Castellanos*
Doctor en Ciencia Política. Profesor de Carrera Titular B Definitivo e investigador del Centro de Estudios Latinoamericanos (CELA) de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Miembro del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores (SNII). Ciudad de México, México.
nayarlp@hotmail.com 0000-0003-4424-6427
Dr. C. Lautaro Rivara*
Doctor en Historia. Posdoctorante en el Centro de Estudios Latinoamericanos (CELA) de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Ciudad de México, México.
lauta.rivara@hotmail.com 0000-0001-5477-0076
Autor para la correspondencia: nayarlp@hotmail.com, lauta.rivara@hotmail.com
Cómo citar (APA, séptima edición): López Castellanos, N., & Rivara, L. (2025). Integración y unidad caribeña en la ruta del internacionalismo periférico: consideraciones históricas y procesos actuales. Política Internacional, VII (Nro. 2), 9-32. https://doi.org/10.5281/zenodo.15103716
RECIBIDO: 13 de diciembre de 2024
APROBADO: 27 de enero de 2025
publicado: 7 de abril de 2025
RESUMEN El objetivo de este trabajo es trazar la ruta de una de las modalidades específicas de lo que denominamos un “internacionalismo periférico”. En particular de aquel que se desarrolló en el poco estudiado espacio del Gran Caribe, en un arco temporal que parte desde comienzos del siglo XIX y se prolonga hasta los inicios del siglo XXI. Nuestra atención se centra en particular en procesos como la Revolución Haitiana de 1804 y el internacionalismo antiesclavista; en las propuestas de algunos exponentes políticos e intelectuales de las grandes antillas en torno a la construcción de una Confederación Antillana a mediados del siglo XIX; en la mirada integracionista de Eric Williams para el caso del Caribe anglófono y la existencia efímera de la Federación de las Indias Occidentales (1958-1962), y finalmente en las nuevas coordenadas de la integración emancipadora, expresadas en el internacionalismo contemporáneo promovido por Cuba y Venezuela en el Caribe y en toda la región.
Palabras claves: Caribe, integración, internacionalismo, periferias
ABSTRACT The purpose of this paper is to trace the path of one of the specific modalities of what we call “peripheral internationalism”. In particular, that which developed in the little-studied space of the Greater Caribbean, in a temporal arc that starts in the early nineteenth century and continues until the beginning of the twenty-first century. Our attention is focused in particular on processes such as the Haitian Revolution of 1804 and anti-slavery internationalism; on the proposals of some political and intellectual exponents of the Greater Antilles regarding the construction of an Antillean Confederation in the mid-nineteenth century; in the integrationist view of Eric Williams in the case of the English-speaking Caribbean and the ephemeral existence of the Federation of the West Indies (1958-1962), and finally in the new coordinates of emancipatory integration, expressed in the contemporary internationalism promoted by Cuba and Venezuela in the Caribbean and throughout the region
Keywords: Caribbean, Integration, Internationalism, Peripheries
INTRODUCCIÓN
La ruta histórica del internacionalismo periférico
El estudio de la historia del internacionalismo se encuentra por lo general acotado a dos grandes trayectorias. Por un lado, la del internacionalismo liberal, promotor del capitalismo, el libre comercio y la democracia representativa. Y la del internacionalismo de izquierdas, de orientación socialista y carácter proletario1. Ambos son productos principalmente decimonónicos, aunque los dos lograron sus mayores realizaciones en el siglo XX, proyectándose también hacia el XXI. La primera es una construcción genuinamente occidental, euro-estadounidense. La segunda, paradójicamente, también se dio, en sus inicios, en un entorno europeo. Tanto la Primera (1864-1876) como la Segunda Internacional (1889-1916) fueron, en rigor, proyectos que apenas si establecieron lazos con las clases trabajadoras de Asia, África y América Latina2, por lo que cultivaron en general un internacionalismo más europeísta que mundial, y a veces también más platónico que práctico. Incluso se afincaron, sobre todo la Primera Internacional, en una base más artesanal que obrera, incluyendo a muchos sujetos oriundos de diversas categorías profesionales o a simples intelectuales (Anderson, 1979).
Con la Revolución Rusa de 1917 y las otras revoluciones del “oriente”3, este internacionalismo obrero –y cada vez más, campesino–, ahora de inspiración bolchevique y filiación soviética, empieza a proyectarse realmente a nivel global, respaldado por una programática no sólo revolucionaria y clasista, sino también claramente anticolonial (basta ver al respecto los textos de Lenin de 1914 sobre El derecho de las naciones a la autodeterminación).
A partir del primer congreso de la Komintern, en donde las únicas organizaciones extra occidentales serían las de China y Corea4, la organización profundizaría sus lazos con los liderazgos y los movimientos populares de todo el planeta, incluidas las colonias de las metrópolis europeas. Esta expansión quedaría de manifiesto en el congreso celebrado en 1920 en la ciudad de Bakú, en Azerbaiyán (Prashad, 2019: 81-86)5, así como en la Primera Conferencia de los Partidos Comunistas Latinoamericanos en 1929, en donde participaron 15 partidos de toda América Latina y el Caribe (Fornet Betancourt, 1995: 66: Flores Galindo, 1980). El proyecto va a perder vitalidad hacia fines de la década del 30, impactado por los bruscos vaivenes de la política exterior soviética durante el gobierno de Stalin (la política de “clase contra clase” desde 1928, el “frente popular” a partir de 1935, el pacto Mólotov-Ribbentrop en 1939 y luego los acuerdos Stalin-Churchill-Roosevelt), para ser finalmente disuelta en 1943, durante la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, partiendo de otro cauce histórico, el objetivo de este trabajo es trazar los contornos de lo que consideramos otro internacionalismo, propio y específico de nuestra región, y en particular del relegado espacio caribeño. Una vertiente que no debe ser reducida a un mero eco de la experiencia europea, ya que le antecede en muchas de sus formulaciones conceptuales y, lo que es más importante, se adelanta varias décadas en la consecución de las primeras realizaciones institucionales y prácticas, aunque nunca dejó de dialogar con corrientes de pensamiento europeas, tanto liberales como socialistas.
Destacamos como aspectos centrales del internacionalismo de corte emancipatorio la práctica de la solidaridad internacional, los valores humanistas y universalistas, la anteposición de ciertos intereses generales –regionales o universales– a los estrechos intereses de la comarca o el pago, la deslocalización de cuadros políticos y militares para la consecución de tareas internacionalistas, la construcción de contingentes militares extra-nacionales, la elaboración de programas mínimos comunes, la teorización de una arquitectura política y jurídica internacional, la propuesta de mecanismos de concertación o arbitraje internacional y la irrupción de liderazgos de proyección regional o global.
Tales características se encuentran presentes en el entorno latinoamericano y caribeño, ya sea en germen o en acto, en el primer ciclo independentista, que va desde la insurrección de Tupac Amaru II en 1780-1781 y la Revolución Haitiana (1791-1804) hasta la Batalla de Ayacucho (1824) y el Congreso Anfictiónico de Panamá (1826), corolario militar y político –respectivamente– de las guerras hispanoamericanas de independencia. Se trata, en suma, de nada menos que medio siglo de una audaz praxis política anticolonial que, a la vez que propició la independencia o la autonomía frente a un “otro imperial”, se vio forzado a imaginar y definir un “nosotros” de manera especular, en un contexto marcado por la inestabilidad creciente de las formas político-jurídicas dentro de la compleja ruta de la construcción del Estado, así como por la mutabilidad derivada de las representaciones colectivas.
Este internacionalismo, como segunda premisa, tampoco debe ser reducido a un mero “regionalismo” latinocaribeño, ya que partió desde sus mismos orígenes de una concepción histórica y geopolítica global, permitida por la temprana mundialización del continente a partir de la Conquista iniciada en 1492 (Dussel, 1992; Quijano, 1988). De hecho, fue la misma tradición radical europea la que estableció la relación habida entre la mundialización económica y el surgimiento del internacionalismo socialista como teoría y praxis, como se desprende de un texto fundacional como el Manifiesto Comunista de 1848, o como podemos constatar en una obra marxista muy posterior, publicada más de 80 años después:
El carácter internacional de la revolución socialista [...] es consecuencia inevitable del estado actual de la economía y de la estructura social de la humanidad. El internacionalismo no es un principio abstracto, sino únicamente un reflejo teórico y político del carácter mundial de la economía, del desarrollo mundial de las fuerzas productivas y del alcance mundial de la lucha de clases. La revolución socialista empieza dentro de las fronteras nacionales; pero no puede contenerse en ellas (Trotsky, 2011: 39).
Salvando el mecanicismo implícito en la idea del “reflejo”6, es claro que, tanto para Trotsky, como para Lenin, como para los autores del Manifiesto Comunista, la “mundialización” es un hecho al que no necesariamente se le atribuye la misma temporalidad. Pero sabemos ahora, gracias al estudio de la obra más tardía de Marx7, por textos no conocidos ni por sus contemporáneos ni por la segunda generación marxista, que la filosofía de la historia unilineal, evolucionista, eurocentrada y teleológica insinuada por Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, en algunos pasajes del libro primero de El capital o en el Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política (la sucesión fatal de modos de producción como el esclavista, feudal, capitalista, etcétera) esconde una comprensión mucho más profunda, compleja y realista del desarrollo civilizatorio, así como del proceso de mundialización capitalista. Baste citar al respecto los llamados Cuadernos etnológicos de Marx, la tercera y cuarta redacción de El capital o la respuesta epistolar de Marx a la populista rusa Vera Zasúlich.
Contra la vulgata marxista del DIAMAT y el HISMAT y mucho tiempo antes de conocer estos escritos, ya importantes pensadores de la teoría crítica latinoamericana, y sobre todo caribeña, lograron comprobar no sólo la temprana mundialización de nuestra región, sino el carácter capitalista de la colonización europea, que subsumió a nuestras formaciones sociales al ciclo global de acumulación del capital a través de regímenes de trabajo semi-serviles, formas tributarias coactivas y modernas plantaciones agrícolas. La Modernidad en América nació capitalista, mercantilista, tributaria, esclavista, plantacionista y hacendataria. No hubo aquí ni “economía dual” ni mucho menos feudalismo ni semi-feudalismo. Importantes son aquí trabajos pioneros como Capitalismo y esclavitud, de Eric Williams (1944); Los jacobinos negros, de C.L.R. James (2013); Foundations of Capitalism (1959) y El capitalismo como sistema (1972), de Oliver Cox; Economía de la sociedad colonial y Estructura social de la Colonia, de Sergio Bagú (1949 y 1952); Historia econômica do Brasil, de Caio Prado Jr. (1959); El desarrollo del capitalismo en Chile, de Marcelo Segall (1959); Antes de Mayo, formas sociales del trasplante español al Nuevo Mundo, de Milcíades Peña (1973), y La herencia colonial de América Latina (1970), de J. Stanley y Bárbara H. Stein, entre otros. No hubo, tampoco, una “fase imperialista” del capital, que se habría desplegado recién en fecha tan tardía como mediados y finales del siglo XIX, dado que el colonialismo, el imperialismo y el capitalismo tuvieron en estas latitudes un parto compartido (Cox, 1972).
Entonces, si efectivamente “el internacionalismo no es un principio abstracto, sino [...] un reflejo teórico y político del carácter mundial de la economía”, nada resulta más natural que el hecho de que la temprana subsunción capitalista de América haya prohijado una temprana conciencia internacionalista en los sujetos subalternos y en las élites blanco-criollas, así como una primera intelectualidad anticolonial que estuvo lejos de ensimismarse en su inmediato contexto geográfico, comprendiendo y teorizando la interdependencia global de los diferentes miembros anatómicos del cuerpo que hoy llamaríamos el sistema-mundo capitalista (Cox, 1972; Wallerstein, 2004; Arrighi, 1999).
Por esto, tampoco ha de sorprender que el internacionalismo latinoamericano y particularmente el caribeño, se hayan desarrollado de manera simultánea, bebiendo de fuentes comunes, pero también a partir de un tronco propio (específico de la situación colonial de las periferias) y que en ocasiones haya llegado mucho más lejos que el propio internacionalismo europeo. Este internacionalismo latinocaribeño no solo pensó en formas de integración y unidad regionales soberanas y autónomas que pudieran concretar y galvanizar los sucesivos procesos anticoloniales e independentistas, sino que imaginó un orden geopolítico global equilibrado, descolonizado y pacífico.
Partiendo de la simultaneidad entre mundialización capitalista y conceptualización internacionalista, resulta fundamental deslindar los distintos caracteres posibles que estos procesos asumieron históricamente. El capital es intrínsecamente integracionista; eso es una verdad de perogrullo. Al decir del trinitense Oliver Cox (1972), quien desarrolla la noción del economista austro-estadounidense Joseph Schumpeter, no existe tal cosa como un “capitalismo estacionario”. La ley del valor precisa subsumir cantidades crecientes y teóricamente infinitas de mano de obra, territorios y recursos naturales. Lo ha hecho en nuestra región desde el siglo XVI. Así, por ejemplo, una de las formas privilegiadas de la integración son hoy los célebres Tratados de Libre Comercio impulsados por el imperialismo estadounidense en toda América Latina y el Caribe, así como a nivel global, los cuales se insertan, con toda claridad, en la tradición internacionalista de cuño liberal y librecambista (López, 2019), tradición muy distante del internacionalismo caribeño, popular y anticolonial. Por ello, cuando nos referimos al internacionalismo, lo hacemos pensando exclusivamente en la praxis de los sujetos subalternos y periféricos, en particular en los de nuestra región latinoamericana y caribeña.
Lo anterior nos lleva a reflexionar sobre qué organismos e iniciativas hacen parte de la integración del capital y cuáles de una integración de tipo soberana o anticolonial. Este deslinde no será nunca tan claro, ni los procesos se mantendrán estancos, habiendo reapropiaciones mutuas. Así, veremos cómo ciertos esfuerzos integracionistas serán fruto del intento de renegociar progresivamente el estatus colonial de algunos países o subregiones (como el primer programa autonomista de Toussaint Louverture en Saint-Domingue o el antillanismo de Eugenio María de Hostos en 1868), o incluso serán promovidos de manera contradictoria por las mismas potencias tutelares (como la Federación de las Indias Occidentales del Caribe anglófono, vigente entre 1958 y 1962), mientras que otros partirán de la iniciativa de ciertas fracciones del capital, como el Mercado Común del Sur (Mercosur), el principal mercado común de América Latina y el Caribe, alumbrado en la década del 90 en pleno apogeo neoliberal. Es decir, que cierta ambigüedad será un elemento más o menos constitutivo de algunas iniciativas integracionistas, siempre tensionadas y en disputa.
Otro criterio que nos parece relevante es la necesaria integración del Caribe (su historia, sujetos y procesos emancipatorios) al esquema general de la integración latinoamericana, valga la redundancia. Contamos, desde la publicación de las obras pioneras y simultáneas del trinitense Eric Williams y del dominicano Juan Bosch (ambas en 1970, y con nombres casi idénticos8), con una visión íntegra del devenir regional grancaribeño9 que se ha ido enriqueciendo con el correr de las décadas, lo que nos permite corroborar la estrecha imbricación de los procesos históricos de la América meridional insular y continental, así como la profusa circulación horizontal de ideas y sujetos que siempre existió entre ellos.
A partir de lo que en el siglo XXI se ha denominado como la “primera ola” de los gobiernos progresistas y de izquierda, el internacionalismo periférico latinoamericano y caribeño se relanzó y robusteció en términos intelectuales, políticos, sociales e institucionales, aunque por lo general más decodificado como integracionismo (diplomacia activa, multilateralismo, multipolaridad, cooperación económica) que como unionismo en sentido estricto (con la salvedad de propuestas tan interesantes como abstractas, como la de un Estado Continental Plurinacional, formulada por Evo Morales y Álvaro García Linera)10.
Sin embargo, en la época más reciente, con la excepción de Cuba y la Venezuela bolivariana (especie de bisagras continentales), se produjo en los estudios latinoamericanos y en la propia geopolítica regional un importante olvido de la centralidad del espacio caribeño y centroamericano, privilegiando procesos, historia y referentes de los territorios continentales, principalmente sudamericanos. De la misma manera, en la revisión del pasado unionista de la región y en la celebración de los respectivos bicentenarios de independencia, observamos que en algunos países se tendió a reforzar el énfasis en la praxis de los sujetos blanco-criollos, en desmedro de la de los indígenas, mestizos y afro-descendientes, concebidos en muchos casos, aún hoy, como masas de maniobra más o menos pasivas de los ejércitos continentales, como si sus intereses y demandas no hubieran podido rebasar el inmediatismo de su condición colonial (esclavista, cuasi-esclavista, servil o semi-servil).
De la misma manera, las tentativas de unidad panregionales o subregionales de nuestra historia bicentenaria se redujeron por lo general al ideal anfictiónico o confederativo hispanoamericano de Francisco de Miranda, Simón Bolívar, José de San Martín, José Cecilio del Valle, Bernardo de Monteagudo, Antonio José de Sucre y otros, obviando los otros surcos que cavó el integracionismo/unionismo en Centroamérica y el Caribe.
En suma, la historia de nuestro internacionalismo periférico no puede hacer tabula rasa de la experiencia de los sujetos racializados. Por ello, es necesario preguntarse cómo comprendían la dialéctica entre lo local y lo global (aún si estos polos no eran pensados en sentido “moderno” como nacionalismo e internacionalismo) los indígenas, mestizos y afrodescendientes que fueron parte protagónica de aquel medio siglo de nuestra primera etapa independentista y unionista, sorteando las lagunas de una limitada documentación histórica. De la misma manera, tampoco podemos soslayar la experiencia y la concepción unionista/integracionista de más de veinte territorios no autónomos insulares emplazados en el mar Caribe. América Latina es tan ininteligible sin su “Mediterráneo” como Europa lo es sin el suyo. De la misma manera, el Caribe es incomprensible si no se trazan las líneas maestras que lo conectan de manera inmediata con Estados Unidos y África.
Otro criterio metodológico útil parte de la necesidad de definir de manera correcta la dialéctica habida entre nacionalismo e internacionalismo, conceptos que desde ya se presuponen y explican mutuamente. Así como en Europa la paz de Westfalia de 1648 instauró las nociones de soberanía nacional e integridad territorial, abriendo las puertas a la conceptualización del primer internacionalismo, del mismo modo evolucionó el internacionalismo proletario/socialista. Desde el vago cosmopolitismo cultivado por los socialistas utópicos, fundado en consideraciones de índole más moral que política, económica y geopolítica, esta corriente evolucionó de manera notable con la mediación de la experiencia acumulada en las primeras dos Internacionales que, además, debieron lidiar ni más ni menos con problemáticas nacionales tan candentes como las de polacos e irlandeses, e incluso, con toda desventura, con el advenimiento catastrófico de la Primera Gran Guerra Europea. Pero fue sobre todo con la Revolución Rusa de 1917 y la construcción de la Tercera Internacional en 1919, que se avanzó con mayor fuerza hacia la definición de un internacionalismo realista y programático que no niega ni excluye lo nacional, sino que comprende, teoriza y busca resolver de manera práctica aquella tensión constitutiva.
Contra lo que sugieren hoy los enfoques excesivamente constructivistas sobre las “comunidades nacionales imaginadas” (Anderson, 1993), o contra lo que predican los internacionalismos antinacionalistas (cultivados invariablemente en los países centrales y casi nunca en las regiones periféricas11), comprendemos que el ser humano es un “ser social identificado” (Argumedo, 1993), y que no existe una naturaleza humana abstracta definida al margen de su inscripción en algún tipo de estructura societal determinada, sea de tipo tribal, comunitaria, aldeana, nacional-estatal, plurinacional o cualquiera que fuese. Así, veremos cómo el internacionalismo periférico caribeño siempre fue consciente de esta dialéctica, y nunca alumbró un cosmopolitismo abstracto, imposible de concebir desde una experiencia colonial segregativa que siempre dividió al mundo entre países centrales y periféricos, entre sujetos blanco-europeos y sujetos coloniales racializados. Por el contrario, este internacionalismo enarboló siempre nociones como el equilibrio, la paz, la igualdad racial y la solidaridad entre los pueblos.
Por último, debemos reconocer que aunque el internacionalismo socialista/comunista tuvo una influencia importante en nuestra región (determinante, diríamos, entre fines de la década del 10 y mediados de la década del 30, con la fundación de los Partidos Comunistas y la estructuración local de la Komintern), nuestro internacionalismo periférico proviene de al menos dos corrientes muy anteriores, que podríamos resumir en el humanismo radical y antiesclavista de los revolucionarios haitianos y en el anfictionismo latinoamericano, con un impacto posterior en el “antillanismo liberador” (Bedia Pulido, 2013), corrientes que se van a enlazar en la primera mitad del siglo XX a otras vertientes como el “arielismo”, el movimiento de la Reforma Universitaria, el indoamericanismo del APRA, el “indigenismo haitiano” (Mezilas, 2008), el antimperialismo de Augusto César Sandino en la Nicaragua ocupada por los marines estadounidenses, la teoría de la negritud y el panafricanismo; pero luego, de forma muy intensa y profunda, a partir de la Revolución Cubana, con otras vertientes tercermundistas, comunistas, periféricas y no alineadas que en el presente han logrado grandes avances.
Ante este panorama, hay que enfatizar que la historia de la integración, el unionismo y el internacionalismo periférico de nuestra región, ha soslayado por lo general el peculiar rol ocupado por el espacio grancaribeño en sus avatares, con la excepción obvia y manifiesta de Cuba, en particular a partir del triunfo de la Revolución de 1959, y de Venezuela con el inicio de la Revolución Bolivariana en 1998. Pero para hablar del integracionismo/unionismo caribeño, hay que hacerlo a partir de cuatro grandes coordenadas históricas, que no pretenden sintetizar las múltiples trayectorias de un espacio definido precisamente por su diversidad y fragmentariedad, sino representar apenas algunos botones de muestra de un amplio arco temporal que lleva desde fines del siglo XVIII hasta la segunda mitad del XX, e incluso hasta nuestro presente.
En primer lugar, tenemos el caso de Haití, cuya historia se escinde en parte del sub-universo regional a partir del triunfo de la revolución antiesclavista, independentista y anticolonial de 1791-1804, siguiendo en las décadas subsiguientes una trayectoria absolutamente singular. En segundo lugar, se encuentran las Antillas, fundamentalmente Puerto Rico y Cuba, que no lograron consumar su propia independencia en el ciclo 1809-1826, persistiendo como colonias hispanas hasta el “cambio de manos” operado con la guerra hispano-cubano-estadounidense de 1898, pero incorporando también aquí la peculiar trayectoria seguida por la República Dominicana, país estrechamente ligado al proyecto histórico de la Confederación Antillana.
En tercer lugar, el de los “otros Caribes”, notable pero no únicamente el del Caribe anglófono; aquí Europa ensayará, antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, y en pleno proceso de “reajuste colonial”, distintas tentativas de construir mecanismos de integración propios (incluso con puentes hacia Haití, el Caribe francés, neerlandés e hispanohablante), fatalmente condicionados por la dependencia, en el caso anglófono, de las distintas islas respecto de la metrópolis británica.
En cuarto lugar, tenemos el ya mencionado ejemplo de la Revolución Cubana de 1959, que generará un nuevo tipo de internacionalismo, no sólo latinoamericano y caribeño, sino también profundamente articulado a los movimientos de liberación nacional y social del Tercer Mundo, el Movimiento de Países No Alineados, a la OSPAAAL y a la propia Unión Soviética. En este caso también sumamos la rica experiencia que representan las iniciativas integracionistas con esencia emancipadora impulsadas por Hugo Chávez en el contexto de la Revolución Bolivariana que comenzó en Venezuela en 1998. Dejaremos de lado, por ser más conocidos y tratados, el ciclo de las guerras hispanoamericanas de independencia y el proyecto anfictiónico latinoamericano12.
DESARROLLO
Haití: la revolución grancaribeña y el internacionalismo antiesclavista
El caso de Haití da testimonio de que nuestra historia integracionista ni se inicia ni culmina con el ciclo de las guerras hispanoamericanas de independencia (1809-1826). Por el contrario, el proceso revolucionario, mucho menos insularizado y ensimismado de lo que suele considerarse, tuvo no sólo un impacto subregional y hemisférico capital, sino que definió importantes proyecciones integracionistas. Destaca la impulsada por el liderazgo histórico de Toussaint Louverture, primero, y de Jean-Jacques Dessalines después, que propendió, a tono con su orientación radicalmente antiesclavista,13 a abolir la esclavitud y la trata en el conjunto de la isla La Española y no sólo en la porción, antes francesa, de la antigua colonia de Saint-Domingue. Esto llevó a la ocupación efectiva de la porción oriental del territorio, bajo dominio colonial hispánico, en un total de tres ocasiones: con el mismo Toussaint en 1801, con Dessalines en 1805 y otra vez –la más duradera– con Jean-Pierre Boyer desde 1822 hasta 1844.14
La propia irresolución de las fronteras, la concurrencia de varios proyectos coloniales en lo que Juan Bosch definió como la “frontera imperial” (2012) y el atraso relativo (económico, social y militar) del Santo Domingo español facilitaron la tarea que, por otra parte, fue bien recibida por las masas esclavizadas, las clases populares e incluso, contradictoriamente, por sectores de las élites propietarias. Es decir que el programa anti-esclavista y humanista radical tendía, naturalmente, a universalizar el proceso, o al menos a regionalizarlo, en un contexto hemisférico en el que la trata y la esclavitud eran todavía un negocio floreciente, incluyendo al mismo Estados Unidos, que decretó su abolición recién en 1865.
No es casual que, de forma simétrica al proceso haitiano, se haya desarrollado una importante rebelión antiesclavista en la vecina isla de Guadalupe (Casimir, 2012 y 2018), sofocada por las tropas al mando del general Richepanse que antecedieron al desembarco del general Leclerc en Haití, como dos momentos del mismo proceso de retoma colonial planificada por Napoleón Bonaparte. Lo mismo podríamos decir de lo sucedido en Coro, Venezuela, con la rebelión antiesclavista y antiservil conducida en 1795 por el zambo José Leonardo Chirino, estrechamente vinculado a los revolucionarios haitianos; o sobre lo acontecido en la Nueva Granada, más particularmente en Cartagena de Indias; o incluso en latitudes más lejanas como en el Brasil (König, 2008: 25), también bajo sugestión haitiana. Ya desde sus comienzos la Revolución Haitiana debe ser pensada como una revolución gran-caribeña, no sólo por el impacto objetivo de su gesta en la sublevación de las “castas” del período, sino por la orientación internacionalista explícita asumida por sus liderazgos sucesivos.
En 1806, el asesinato de Dessalines por parte de los affranchis y el despuntar de una guerra intestina dividió al país entre la República de Haití, conducida al sur por Alexandre Pétion, y el Reino de Haití, gobernado al centro y al norte del territorio por Henry Christophe, lo que a su vez trazó dos perspectivas y dos estrategias internacionalistas diferentes. Por un lado, el republicano Pétion estrechó vínculos con las élites blanco-criollas que comandaban, al sur, las todavía infructuosas tentativas independentistas. La conocida acogida de Bolívar en Haití, en dos ocasiones, y el apoyo de Pétion a la causa patriota con recursos financieros, soldados, armas, embarcaciones, pertrechos y hasta con una imprenta, tuvo como contraparte la exigencia de incluir la reivindicación antiesclavista en el programa de los libertadores, opción a la que el propio Bolívar, como miembro cabal de su etno-clase, se había resistido en un principio, pero que intentó concretar después pese a la resistencia de sus aliados.
Más abierto al espacio latinoamericano, Pétion parece haber ligado la suerte de su propio proceso revolucionario, debilitado y dividido entonces por la guerra civil, y cercado comercial, militar y diplomáticamente por las grandes potencias coloniales de la época, a la consecución de una revolución antiesclavista e independentista americana, optando por una política exterior activamente intervencionista que incluso contradecía los textos constitucionales de su país (Janvier, 1977).
Debemos recordar también otro importantísimo antecedente, por lo general soslayado: el encuentro de Dessalines con Francisco de Miranda, no sólo precursor entre los blanco-criollos de las ideas independentistas, sino también primer formulador de una propuesta confederativa para las futuras repúblicas. No es casual que uno de los grandes exponentes del anfictionismo latinoamericano haya sido no sólo un conocedor y protagonista destacado de las revoluciones burguesas de Europa y Estados Unidos, sino que haya conocido de primera mano el proceso haitiano y a su flamante clase dirigente, utilizando, como Bolívar años más tarde, al puerto haitiano de Jacmel para organizar una expedición revolucionaria que contó con el apoyo oportuno de los “jacobinos negros” (Bohórquez, 2021: 316-317). Sin embargo, como para otros tantos blanco-criollos, para Miranda Haití se construyó principalmente como un contra-ejemplo, como un ideal regulativo negativo, al igual que lo fue la fase de la Revolución Francesa iniciada en 1793. Por eso, no ha de extrañarnos encontrar en él, como en ocasiones en Bolívar, comentarios negativos sobre la “desmesurada” guerra racial impulsada por los haitianos hasta sus últimas consecuencias, así como recomendaciones de no incluir a la primera república negra en la futura confederación anfictiónica.
Pero más allá del nexo Petión-Bolívar, no fueron solo estos, y ni siquiera solo Louverture o Dessalines los únicos liderazgos que promovieron un internacionalismo anticolonial activo y periférico. El Reino de Haití de Christophe tampoco fue ajeno a su contexto internacional inmediato, ni quedó exento de promover políticas de solidaridad internacional. Por un lado, el Reino estimuló a la primera intelectualidad anticolonial nativa del continente, a través de figuras como Juste Chanlatte, Julien Prevost y Jean Louis Vastey (Martínez Peria, 2018). Chanlatte fue el cerebro tras la avanzadísima Constitución dessaliniana de 1805, que estableció que “a partir de este momento todos los haitianos serán conocidos con la denominación genérica de negros”, tendiendo a desracializar las relaciones humanas y otorgando la ciudadanía de jure a todo perseguido que tocase tierra en el país, sea esclavo o no, convirtiendo a Haití en una especie de patria universal. Pero sobre todo fue Vastey, intelectual notable, Canciller del Reino y prolífico autor, el encargado de teorizar la necesidad de proyectar globalmente a la revolución haitiana:
500 millones de hombres negros, amarillos y rojos distribuidos por todo el globo, claman de su gran Creador aquellos derechos y privilegios que ustedes le han robado injustamente [...] ¿Cómo se abolirá el tráfico de esclavos, la esclavitud, el perjuicio de color? […] ¿De qué manera se le restaurarán los derechos originales al ser humano, si no es mediante una gran revolución […] que […] erradicará todos los prejuicios que se oponen a la felicidad […] de la humanidad? […] Quién puede dudar que tal revolución será una fuente de grandes bendiciones a toda la humanidad (Citado en Martínez Peria, 2018: 20-21).
Pero no fue esta la única pulsión internacionalista: el Reino fue muy activo en perseguir a las embarcaciones negreras, rescatando a las víctimas de la trata, e invitando a los esclavos de las plantaciones estadounidenses a rebelarse y fugarse hacia Haití. Menos ligado al proceso independentista continental y a los acontecimientos de la América meridional que las élites mulatas del sur, Christophe estimuló a su modo otras formas de internacionalismo, fundadas también en el humanismo radical y el antiesclavismo militante, exponentes del primer internacionalismo periférico de la región, promovido por una revolución de naturaleza grancaribeña15.
De la primera a la segunda independencia: las colonias remanentes, el peligro neocolonial y la Confederación Antillana
Veamos ahora otro ejemplo, también habitualmente desgajado del tronco común del internacionalismo periférico de América Latina y el Caribe. Si Louverture, Dessalines, Christophe y Pétion son las figuras descollantes del primer ciclo internacionalista en el Gran Caribe, y si Miranda, Bolívar, Sucre, Monteagudo, Del Valle y otros lo son en relación con el ciclo anfictiónico latinoamericano, serán Fabre Geffrard, Nissage Saget, Anténor Firmin, Gregorio Luperón, Eugenio María de Hostos, Ramón Emeterio Betances y José Martí los protagonistas de este tercer ciclo, abierto tras la herida colonial que dejó la liberación inconclusa de la últimas colonias españolas en América –Cuba y Puerto Rico– pero también por las perspectivas de recolonización que se ciernen desde mediados del siglo XIX sobre Haití y República Dominicana, tanto de parte de España como de Estados Unidos. Deberíamos mencionar, también, las terminales de patriotas, exiliados y revolucionarios en aquellas dos grandes potencias, donde fundaron periódicos, clubes y partidos, al igual que en algunos países latinoamericanos.
El contexto histórico inmediato estaba entonces definido por varios hechos clave: la clausura del primer ciclo independentista, que podríamos dar por finiquitado en términos políticos y simbólicos con la muerte de Simón Bolívar en 1830; la consolidación y toma de conciencia en torno a las aspiraciones expansionistas y hegemonistas de Estados Unidos, que evolucionan desde la formulación de la inicialmente ambigua Doctrina Monroe en 1823 hasta la anexión de la mitad del territorio mexicano en la guerra de 1846-1848; la consolidación de regímenes oligárquico-liberales al frente de los flamantes Estados latinoamericanos, que inician un proceso de ensimismamiento y desinterés respecto de la perspectiva unionista-integracionista y profundizan su inserción económica neocolonial, con la salvedad esporádica de las fuerzas comprometidas con los Congresos Americanos de Lima en 1847, de Santiago de Chile en 1856 y de nuevo en Lima en 186416; la normalización post-revolucionaria de Haití y su reconocimiento internacional, que va desde la asunción de la “deuda de independencia” por el gobierno de un país ya unificado bajo la presidencia de Boyer en 1825, hasta la firma de un concordato entre el Estado y la Iglesia católica en 1860.
Es frecuente considerar a los puertorriqueños Hostos y Betances como los más altos exponentes del antillanismo, y ver en el dominicano Gregorio Luperón a su figura fundacional. Sin embargo, ahora que ya definimos a la Revolución Haitiana como una revolución activamente internacionalista y grancaribeña que dio lugar a la primera intelectualidad anticolonial del continente, no debería sorprendernos que la primera formulación de un planteamiento confederativo para las pocas naciones independientes del Caribe haya provenido precisamente de aquel país. En el plano político, como figura pionera, cabe destacar al presidente Fabre Geffrard y al también presidente Nissage Saget, mientras que en el plano intelectual sobresalió el antropólogo y periodista Anténor Firmin.
De hecho, el primer antillanismo tiene sus raíces en la propia racionalidad política y geopolítica de la Revolución Haitiana, que a través de la Constitución de Louverture de 1801 y la de Dessalines de 1805, consagró el principio de “unidad e indivisibilidad” de la isla La Española como un imperativo vinculado a la seguridad insular, la supervivencia del proceso y el rechazo a las múltiples tentativas de reconquista. Pero la caída de Boyer en 1844 y la división definitiva de la isla con el surgimiento de la actual República Dominicana inauguraron una fase nueva, definida ahora por la perspectiva de constituir una Confederación Dominico-Haitiana entre los dos Estados independientes (e incluso un Estado único), para buscar después una federación más amplia con Cuba y Puerto Rico. Esta será exactamente la postura pionera de Geffrard, quien en la década del 60 del siglo XIX –antes que Hostos, Betances y por supuesto que Martí– no solo la formula en términos teóricos, sino que la impulsa en términos prácticos, apoyando política, financiera y militarmente a los anti-anexionistas de la Guerra de Restauración dominicana (1863-1865).
Este conflicto buscó y consiguió revertir a los dominicanos una soberanía nacional que apenas habían ejercido durante los 17 años transcurridos desde la separación de Haití, y que fue interrumpida con la inédita anexión voluntaria de las élites de República Dominicana a España, consumada por el general Pedro Santana en 1861. Es de este conflicto del que emergerá el liderazgo de Luperón, quien a partir de la guerra y de su conexión con los haitianos pasará a ser un decidido promotor de la integración dominico-haitiana17 como forma de garantizar la independencia de los dos pueblos que comparten la isla La Española (de hecho, Luperón tenía ascendencia haitiana por parte de su madre), además de insistir en la emancipación de Cuba y Puerto Rico. Así, el tratado firmado en 1864 entre el gobierno de Geffrard y el gobierno provisorio dominicano, asegura “que los elementos que componen el pueblo dominicano son idénticos a los de que está formado el pueblo haitiano […] que habiéndose visto en peligro la Independencia de Haití con el mismo acto de la Anexión, […] de todas las Naciones del Globo es la República de Haití la que es más interesada en el buen éxito de las Armas Dominicanas” (citado en Cordero Michel, 1992: 94). Aquí, el internacionalismo se funda tanto en una unidad histórico-cultural como en consideraciones de índole geopolítica.
Solo una amplia confederación, para los haitianos y dominicanos, podría en este contexto galvanizar la independencia y derrotar a los proyectos anexionistas, que no solo serían pro-hispánicos y que no solo afectarían a los dominicanos. La asunción de Buenaventura Báez en 1849 al oriente de la isla reflotó una nueva tentativa anexionista, pero esta vez pro-estadounidense. Los intentos del naciente imperio del norte de anexarse las dos repúblicas de la isla La Española en las décadas de 1850 y 1860, son un capítulo intermedio y poco conocido de su historia intervencionista en el Caribe; una suerte de fallido entreacto entre la conquista de más de la mitad del territorio de México en 1848, la anexión de Puerto Rico en 1898 y el control neocolonial de Cuba, sobre todo a partir de la imposición de la Enmienda Platt en la primera constitución que tuvo la mayor de las Antillas, en 1904.
Además, la expansiva marina estadounidense ambicionaba dos territorios estratégicos que intentó comprar u ocupar en repetidas ocasiones: la Bahía de Samaná, bajo soberanía dominicana, y Môle-Saint-Nicolas, en la costa nor-occidental de Haití. La amenaza común, la historia unitaria de la isla, y la afinidad ideológica habida entre los más avanzados liberales dominicanos y haitianos llevaron a que desde fines de la década del 50 hasta comienzos de la década del 70 del siglo XIX estos combatieran juntos, en todo el territorio, contra los sectores anexionistas. A comienzos de la década del 70, tanto las amenazas directas de Estados Unidos al gobierno de Saget como la caída de Báez y ciertas desavenencias surgidas entre los líderes domínico-haitianos llevaron a una etapa en la cual las soluciones confederativas en sentido estricto perdieron vigor, pero se siguieron propiciando acuerdos defensivos, comerciales y de todo tipo.
Es a partir de esta década cuando el eje de gravedad de la propuesta antillana se desplaza hacia Puerto Rico y Cuba. Cabe recordar que Hostos había publicado, con una tónica muy diferente, su primer texto antillanista en 1863. En La peregrinación de Bayoán no abogaba aún por la independencia, sino por renegociar el estatus colonial de las islas como parte íntegra de España, promovía soluciones reformistas, cifraba sus expectativas en la lucha de los liberales españoles y señalaba la unidad insular-peninsular, más preocupado por la expansión estadounidense que por cualquier otro factor (Bedia Pulido, 2013: 25-29): “yo creo en la independencia futura, próxima de mi país. Ella sola, por acuerdo de las demás Antillas es capaz de salvarnos del minotauro americano. Pero si no ha llegado aún el día, esperemos y entendámonos con España” (citado en Bedia Pulido, 2013: 30). A partir de este momento, Haití comienza a quedar desalojado del imaginario y de la propuesta antillanista.
Pero el desengaño respecto de los liberales españoles, así como la eclosión simultánea del grito de Lares en Puerto Rico y del Grito de Yara en Cuba en 1868, lo hará virar desde el autonomismo hacia el independentismo, postura que será el mismísimo punto de partida del joven José Martí. Ambos, Hostos y Martí, coincidirán en una visión geopolítica que hacía de las Antillas –hispanas– el “fiel de la balanza americana”; el punto capaz de, en sintonía con la vieja geopolítica bolivariana, “equilibrar el universo”. Así, la conciencia antillana se expande aquí hacia el conjunto del espacio americano:
Yo creo, tan firmemente como quiero, que la independencia de Cuba y Puerto Rico ha de servir, debe servir, puede servir, al porvenir de América Latina. // Ha de servir, porque las Antillas desempeñan en el plan natural de la geografía de la civilización el papel de intermediarias […] // Debe servir, porque […] son componente geológico del continente americano, complemento histórico de la vida americana, complemento político de los principales americanos, y tienen el deber, no ya el derecho, de sustraerse a toda acción perturbadora de la unidad geográfica, histórica o política de América (citado en Bedia Pulido, 2013: 52).
Lo interesante es que el primer Hostos busca apoyo regional, incluso el auxilio eventual de alguna potencia europea que pueda contener la expansión estadounidense; como Toussaint, Bolívar o más tarde Williams, en otros ciclos integracionistas, buscan incidir en la transición hegemónica y valerse de las disputas entre las grandes potencias concurrentes para conseguir algún tipo de contrapeso y margen de maniobra.
La última fase, abierta con Martí, es más radical e intransigente en términos de su independentismo, pero más moderada con relación a su antillanismo, al que va a definir como una “unión sutil”. Así, asegura Bedia Pulido que Martí:
Sostiene que las Antillas hispanas constituyen un conglomerado, en esencia singular, [y] por ello apoya y comparte el sueño de crear un frente común. No obstante, este es un objetivo a posteriori y sin confesión de mancomunidad jurisdiccional. Proyecta la unidad, pero ideológica, de espíritu, desde la concepción independentista. Prevé que la guerra necesaria, requiere de una perspectiva diferente hacia nuestra unión si aspira a encarar los desafíos geopolíticos de su momento. Nunca habla sobre una estructura orgánica para la unidad regional, a diferencia de Hostos. No obstante, es claro en enfatizar lo significativo de una fraternidad avalada en la comunidad de origen, lucha y destino (2013: 85- 86).
Podríamos decir, en síntesis, que el antillanismo evolucionó desde un federacionismo políticamente fuerte pero geográficamente acotado, que proponía desde una Confederación Dominico-Haitiana hasta la unificación estatal de la isla La Española, hundiéndose sus raíces en el primer internacionalismo de la Revolución Haitiana. Pasó luego por una definición más amplia, que proponía un confederacionismo de las grandes Antillas (con la excepción de Jamaica, bajo dominación británica) pero que fue desalojando a Haití de manera progresiva, pasando del énfasis en las fundamentaciones históricas y geopolíticas de la unión a otras en donde adquieren más peso los argumentos de índole cultural, con una genealogía más claramente situada en la tradición anfictiónica bolivariana y el espacio hispanoamericano. Al final, la común deuda colonial y el casi excluyente peligro estadounidense, llevará hacia fines del siglo XIX al énfasis en la unidad cubano-puertorriqueña, que se proyectará a su vez hacia el conjunto del espacio latinoamericano en los siglos XX y XXI.
Reajuste colonial y resquicios para la integración: la Federación de las Indias Occidentales
Veamos ahora otro poco conocido proceso caribeño: la existencia relativamente efímera de la Federación de las Indias Occidentales (1958-1962), que contempló a diez islas del Caribe anglófono, es decir a todo el espacio colonial británico con la excepción de las Islas Vírgenes Británicas, Bahamas, Bermudas y los territorios continentales de Guayana y la Honduras Británica (actual Belice). Sobre su existencia, podemos señalar los elementos contradictorios del periodo, calibrar el efectivo abanico de posibilidades disponibles e intentar encontrar siquiera un ápice de autonomía en la tentativa de líderes, movimientos, partidos o sindicatos que, quiérase o no, asumiéndose nacionalistas, caribeñistas e integracionistas, coincidieron en aquel proyecto y buscaron reapropiarse de una iniciativa metropolitana en favor de sus propios intereses y necesidades. Estamos aquí, desde ya, en un escenario de integración que se abre en un periodo no revolucionario (aunque después empalme con la radicalización operada por la Revolución Cubana), y cualitativamente diferente al analizado en el caso de la Revolución Haitiana o en el de las guerras hispanoamericanas de independencia. Aquí, fundamentalmente, la integración no se plantea prolongar y galvanizar la independencia, sino que la antecede y busca dar condiciones mínimas y razonables para ejercer la autonomía.
El historiador, académico y militante comunista haitiano Gerard Pierre-Charles, señalaba sobre esa iniciativa que “se basaba en una estructura gubernamental fiel a las tradiciones y principios del modelo británico”; que “dicha fórmula constituyó el eslabón decisivo del proyecto británico para consolidar la unidad política y económica de la región y asimismo mantener su dominación”; que “este intento correspondía al tipo de intervención indirecta, destinada a preservar la autoridad de la Corona, haciendo frente a los recientes brotes nacionalistas”; que “el imperio, incapaz de resolver los problemas de las poblaciones, trataba de atenuar las presiones internas y las tensiones sociales”; que “la Federación buscaba transferir a las islas de mayores recursos el peso económico que significaba para la Corona el mantenimiento de las islas más pequeñas”; y “este sistema tendía a conservar a la región como coto privado británico”, para de esta manera limitar “la inmensa fuerza de atracción ejercida por los Estados Unidos” (Pierre-Charles, 1981: 45-47). Todo, hasta aquí, es rigurosamente cierto y está sobradamente documentado. Sin embargo, hay que explicar también las razones locales de un apoyo que fue, según el país y el sector social, entre moderado y francamente entusiasta. Para ello nos proponemos valernos del análisis y las ideas del promotor más descollante de la Federación en particular y de la integración de las Antillas anglófonas en general, el trinitense Eric Williams.
Williams empezó a formular sus primeras ideas integracionistas desde la década del 30, estrechamente vinculadas a su análisis histórico de la plantación, la esclavitud, el capitalismo y el comercio mundial, así como de la situación de los afrodescendientes en el Caribe, lo que derivaría en la tesis con la que obtendría un doctorado en Oxford, insumo de lo que después sería su más célebre obra: Capitalismo y esclavitud, publicada en 1944. Pero su primer ensayo integracionista/unionista en sentido estricto se publicaría en el Journal of Negro Education en 1941, y llevaría por título “The impact of the International Crisis upon the Negro in the Caribbean”. Allí, años antes de que el Imperio Británico ensayara el reajuste colonial con que se adaptaría a los movimientos de liberación nacional de la segunda posguerra, proceso que ya había empezado con características muy distintas a partir de la creación de la Mancomunidad Británica de Naciones o Commonwealth en 1931, Williams esbozó algunos argumentos que mantuvo en las próximas décadas: que la dominación estadounidense del Caribe no era ni necesaria ni deseable, que las islas debían regir sus asuntos internos, que el “dominio del azúcar” en la economía debía cesar y que la realidad caribeña demandaba “alguna forma de federación”.
La primera formulación de Williams, variable en el tiempo, hablaba por un lado de una federación de las pequeñas Antillas (las islas británicas de Barlovento) y Trinidad y Tobago, y de otra que incluyera a Jamaica y las islas adyacentes. Estas unidades primigenias, incluso, podían a su vez federarse en estructuras mayores. A eso se refería Williams con “visualizar en el futuro alguna forma de federación o unión panantillana, una asociación de varias unidades del Caribe para cooperación e intereses mutuos […] basada en la democracia, gobierno propio y cooperación racial” (citado en García-Muñiz, 2009: 26). Como sugiere el mismo García-Muñiz, el “joven Williams” no se muestra lejano aquí de la trayectoria antes trazada ni del legado histórico e ideológico de la Confederación Antillana, “una vertiente del nacionalismo, casi siempre en el exilio” (2009: 28).
Más tarde, con la aparición de El negro en el Caribe y otros textos, obra que recoge una serie de artículos publicados entre los años 1942 y 1943, va a sostener muchas de las inquietudes y definiciones pretéritas. Así, por ejemplo, la propuesta confederativa se va a expandir a tono con una definición más grancaribeña que antillana, incorporando a las Guayanas y a la Honduras Británica (actual Belice) (2009: 30). Además, al comenzar su trabajo en la Comisión Anglo-Americana del Caribe (CAAC), Williams va a enfatizar los elementos de unidad geográfica, integración económica y ubicación geopolítica como sustento de la federación, y ya no sólo la unidad histórica conformada por la trata, la esclavitud, la negritud y la plantación:
Por demasiado tiempo al hombre se le ha permitido vencer a la naturaleza, y la unidad geográfica hace mucho fue sacrificada a las divisiones políticas y artificiales. Una federación económica de todas las áreas fortalecería considerablemente su posición de negociación en el mercado mundial. Tendría que ser una federación de gobiernos democráticos para resolver la candente cuestión de la tierra e introducir un programa de diversificación para una economía sólida y saludable (citado en García-Muñiz, 2009).
En síntesis, podemos afirmar que la inquietud integracionista de Williams parte de un tronco común grancaribeño, dado que no podemos soslayar el encuentro del trinitense con el intelectual haitiano Jean Price-Mars, su amistad con Fernando Ortiz en Cuba o sus sendas visitas a Puerto Rico y la República Dominicana (2009). Por tanto, la formulación de una propuesta integracionista como la de Williams, que no fue la única esbozada hacia mediados del siglo XX caribeño, antecede en términos cronológicos a la de la metrópolis británica de federar a sus dominios coloniales insulares por los motivos ya expuestos por Pierre-Charles, y entronca en la más antigua tradición confederativa antillana que Williams conoció y estudió. Solo más tardíamente va a empalmar, no sin violentas contradicciones, con las perspectivas geopolíticas perseguidas por Estados Unidos a través de la CAAC (sobre todo en el escenario bélico y pre-bélico) y por Inglaterra.
Como antes los haitianos o los gran-colombianos, con márgenes de maniobra mucho más acotados al no actuar ni pensar desde una coyuntura revolucionaria, Williams también intentó incidir en las pujas inter-hegemónicas abiertas en la frontera imperial hacia mediados del siglo XX: fue primero promotor entusiasta y luego triste sepulturero de la Federación de las Indias Occidentales, y cuando este experimento que combinó elementos de autonomía y de tutela fracasó, continuó ensayando otras formas de religar al fragmentado espacio caribeño, sosteniendo las mismas o similares narrativas en torno a su unidad histórica, geográfica y societal, así como a su necesaria integración económica para poder lograr márgenes de independencia y/o autonomía en un mundo polarizado por la Guerra Fría.
Cuba, Venezuela y las coordenadas de la integración emancipadora
El integracionismo-unionismo latinoamericano y caribeño también debe ser vislumbrado desde el ámbito de la lucha de los pueblos frente a las diversas hegemonías imperiales. En una primera etapa, en contra de la esclavitud y el colonialismo; y luego frente a las dinámicas intervencionistas y neocoloniales que Estados Unidos ha desarrollado históricamente en sus relaciones con la región. Si el primer antecedente es la ya mencionada acción militar desplegada en la guerra de 1847 contra México, a partir de la cual los estadounidenses se apropiaron de la mitad del país, debemos considerar también hitos coloniales previos, como el despojo de los territorios de las naciones originarias que habitaban América del Norte, las que fueron masacradas y cuyos sobrevivientes fueron obligados a vivir recluidos en las llamadas “reservas” (Dunbar-Ortiz, 2014).
La columna vertebral de la integración latinoamericana y caribeña está directamente relacionada con una región que comparte no solo una historia, sino también un presente de grandes problemáticas y un conjunto de desafíos comunes. En la época contemporánea, Cuba ha proyectado, con enorme fuerza, el espíritu de Nuestra América y de la Patria Grande, prolongando el imaginario de Martí y Bolívar. A partir de diversas iniciativas emprendidas en la región desde el triunfo de la Revolución en 1959, y desde una visión profunda del Sur Global, la mayor de las Antillas ha tenido una gran incidencia en la geopolítica regional y planetaria. Al respecto, Fidel Castro planteaba ya el 23 de enero de 1959, en Caracas, el siguiente cuestionamiento:
¿Hasta cuándo vamos a permanecer en el letargo? ¿Hasta cuándo vamos a ser piezas indefensas de un continente a quien su libertador lo concibió como algo más digno, más grande? ¿Hasta cuándo los latinoamericanos vamos a estar viviendo en esta atmósfera mezquina y ridícula? ¿Hasta cuándo vamos a permanecer divididos? ¿Hasta cuándo vamos a ser víctimas de intereses poderosos que se ensañan con cada uno de nuestros pueblos? ¿Cuándo vamos a lanzar la gran consigna de unión? Se lanza la consigna de unidad dentro de las naciones, ¿por qué no se lanza también la consigna de unidad de las naciones? (citado en González, 2016: 132).
Posteriormente, frente a las luchas independentistas y descolonizadoras que se desarrollaron en África entre los años 1960 y 1990, Cuba protagonizó grandes acciones para apoyar de forma multidimensional, destacando el ámbito militar, la liberación de las cadenas coloniales que Europa mantenía sobre el continente africano18.
En nuestro presente, ante el legado de los grandes líderes y pensadores que hemos abordado, destacamos lo que significan las estrategias emprendidas desde Cuba en pro de la unidad regional, relacionadas no solamente con mecanismos específicos y plataformas integracionistas que arrojaron importantes resultados en las últimas décadas, sino también con planteamientos políticos que han recibido un amplio respaldo en el Sur Global.
Existen ejemplos de iniciativas emblemáticas, como la Primera Conferencia de Solidaridad de los Pueblos de Asia, África y América Latina (Tricontinental) celebrada en La Habana del 3 al 15 de enero de 1966, el respaldo incondicional a la Nicaragua sandinista y la férrea lucha contra el apartheid en Sudáfrica. En el pasado reciente se desplegaron otros ejemplos, como la solidaridad cubana frente a la ocurrencia de desastres, a través de médicos y demás personal sanitario, y la socialización del derecho a la salud a través de la Operación Milagro y de las Brigadas Henry Reeve, las cuales tuvieron un destacado protagonismo a nivel mundial al tratarse de la única nación que envió contingentes sanitarios de apoyo a 56 países de todos los continentes (López, 2020).
Tales ejemplos constituyen parte de los esfuerzos que la isla ha desplegado a lo largo de su historia contemporánea bajo el liderazgo moral de la Revolución Cubana. En ese sentido, Fidel Castro afirmó, en un discurso pronunciado el 3 de febrero de 1999 en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela: “hemos cumplido honrosas misiones internacionalistas. Más de 500 000 compatriotas nuestros han participado en duras y difíciles misiones de ese carácter, hijos de aquel pueblo que no sabía leer ni escribir y alcanzó ese grado tan alto de conciencia como para ser capaz de derramar sudor y hasta su propia sangre por otros pueblos; en dos palabras, por cualquier pueblo del mundo” (Castro, 2006: 119).
Esta lógica de la integración y la cooperación Sur-Sur que Cuba impulsa se puede medir también por fuera de los márgenes políticos, dado que la nación caribeña apoyó a países que no comparten necesariamente su proyecto estratégico ni su vocación por construir el socialismo, pero que coinciden en una perspectiva humanista y solidaria de las relaciones internacionales, dirigida al desarrollo social, bajo los parámetros del intercambio de experiencias en temas prioritarios para los pueblos como salud, educación, cultura y deporte. En estos campos, la mayor de las Antillas ha impulsado una política de integración de amplio espectro que no se define a partir de los perfiles políticos de los gobiernos, sino de una vocación solidaria e internacionalista (López, 2020). Por ejemplo, la Escuela Latinoamericana de Medicina (ELAM), creada por Fidel en 1998, ha ofrecido desde entonces educación gratuita a miles de latinoamericanos, caribeños y africanos, destacando el caso de Santa Lucía, pequeña nación insular en la cual el 25% de su personal médico fue formado en Cuba (Laguardia, 2014: 231).
Bajo este mismo escenario, también hay que resaltar ampliamente cómo la experiencia venezolana del primer cuarto de nuestro siglo impulsó acciones similares a las que Cuba despliega desde 1959. En efecto, la República Bolivariana de Venezuela se convirtió en un pivote central de la integración, a través de la construcción de importantes mecanismos como la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP), la televisora multiestatal Telesur y el mecanismo de cooperación energética Petrocaribe, que con grandes esfuerzos logró apoyar a países grancaribeños carentes de los imprescindibles recursos hidrocarburíferos. Por último, mencionamos el impulso a la creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), y la Unión de Naciones del Sur (UNASUR), así como el Banco del Sur y Petrosur.
Destaca en el campo de la batalla de las ideas el protagonismo que ha tenido Venezuela, junto con México y Cuba, en torno a la creación de la Red de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad, espacio colectivo que ha jugado un papel trascendental desde su fundación en 2003, en la Ciudad de México, como portavoz del pensamiento crítico del Sur Global frente a los procesos políticos, sociales, económicos y culturales impuestos desde el capitalismo neoliberal. Respaldada en su momento con gran entusiasmo por Fidel Castro y Hugo Chávez, la Red se ha pronunciado también sobre las grandes iniciativas de transformación que se han dado fundamentalmente en América Latina y el Caribe, además de otras regiones del mundo, y hoy en día constituye, con sus más de 20 capítulos nacionales, uno de los principales espacios del pensamiento crítico a nivel planetario, concentrado en la defensa de la humanidad y el derecho de los pueblos a construir un futuro con paz, justicia y dignidad.
La visión de la Patria Grande que impulsó Hugo Chávez en Venezuela desde 1999, a partir del inicio de la Revolución Bolivariana, fue sin duda determinante para la consolidación de una integración única por su profundidad en la historia regional. La consolidación de esta etapa integracionista e internacionalista se reflejó en la creación de un convenio de colaboración entre Cuba y Venezuela firmado en el 2001, que más tarde daría lugar a la creación del ALBA, después ampliada hasta llegar a contar, en su mejor momento, con más de 12 países miembros, ubicados en su mayoría en la región grancaribeña.
El ALBA ha sido un pilar de la integración emancipadora que rescata la tradición de la unidad latinoamericana y caribeña, pero también de múltiples lecciones y enseñanzas positivas que dejó la experiencia soviética y el bloque socialista de la Europa del Este, durante la segunda mitad del siglo XX. En particular, destaca el caso del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), que se constituyó como un espacio de integración económica, desarrollo y complementariedad, priorizando la disminución de las asimetrías entre los países integrantes. De manera concreta, el CAME funcionaba bajo la siguiente dinámica: Cuba enviaba azúcar hacia la Unión Soviética y esta, a cambio, correspondía con petróleo a la isla. De idéntica forma, Cuba y la República Democrática Alemana (RDA) intercambiaban azúcar por autobuses para el transporte público. Desde la óptica del lenguaje y la identidad de los pueblos originarios de nuestro continente, se trata de un mecanismo de trueque, proceso en el cual el capital no tiene injerencia alguna, dado que lo que rige el intercambio es la voluntad compartida por los actores involucrados de garantizar los insumos necesarios para la vida y su reproducción.
Esta es en suma la dinámica que ha regido a el ALBA en sus años de existencia, con acuerdos de cooperación directa en los que los empresarios no participan, pues se trata de un mecanismo plenamente estatal. Es aquí donde se explica el envío de energéticos de Venezuela hacia Cuba, así como la labor de los médicos, maestros y trabajadores sociales cubanos en esa nación grancaribeña. En este sentido, la vocación integracionista que supo plantear Chávez ayudó no solamente a consolidar la bandera bolivariana de la Patria Grande, sino también a construir las bases de una verdadera emancipación que pueda desprenderse del imperialismo estadounidense. Así, en el contexto del golpe de Estado en Honduras, el entonces presidente venezolano señaló el 5 de julio de 2009: “ALBA no solo es una urgencia histórica, sino la vía inexorable para hacerle frente a la crisis estructural del capitalismo y, por eso mismo, es el instrumento unitario de mayor voluntad política a la hora de actuar en función de la impostergable unidad de nuestra América” (citado en Aponte, 2014: 271).
En este escenario, podemos plantear que las iniciativas del integracionismo-unionismo latinoamericano –con particular énfasis en el espacio grancaribeño– que se han dado en el primer cuarto del presente siglo, constituyen una herramienta fundamental para profundizar en el análisis sobre la necesaria integración y unidad de este conjunto de naciones, así como para abordar la urgencia de abandonar los mecanismos existentes que tienen un sello imperial y neocolonial, empezando por la Organización de Estados Americanos (OEA). Solamente Cuba, que fue expulsada del organismo en 1962, así como Venezuela y Nicaragua, que se retiraron del mismo en 2017 y 2023, respectivamente, han materializado la denuncia de la esencia injerencista de la OEA, sin mencionar otros mecanismos y tratados de libre comercio. Por ello, en los escenarios de la integración latinoamericana y caribeña, se convierte en una necesidad de primer orden el abandonar el Ministerio de las Colonias, así denominado por Manuel Ugarte en 1911, concepto que después sería retomado por el canciller cubano Raúl Roa durante los años 60:
Raúl Roa, nuestro Canciller de la Dignidad, utilizó reiteradamente este calificativo de Ministerio de Colonias Yanqui para caracterizar la OEA y erróneamente se le atribuye su paternidad […]. Como previera el héroe nacional cubano, muy pronto la Unión Panamericana, con sede en Washington –a mitad de camino entre el Departamento de Estado y la Casa Blanca– y regentada por Estados Unidos, que era su principal sostén financiero, y hoy lo es en mayor medida aun, se convirtió en un verdadero Ministerio de Colonias Yanqui, según la acertada expresión de Manuel Ugarte, destacado intelectual y político argentino de firme vocación latinoamericanista (Díaz, 2017).
Por último, cabe señalar el amplio conjunto de mecanismos de integración que existen en el Gran Caribe, y puntualmente en el área insular, los cuales reflejan un alto grado de comunicación y entendimiento político, sobre todo en el terreno de los acuerdos económicos y comerciales, e incluso frente al tema del colapso ecológico, que se expresa en la política compartida de prevención y gestión de riesgos y desastres. Destacamos, entre otras iniciativas, la Alianza de Pequeños Estados Insulares (AOSIS), la Asociación de Estados Caribeños (AEC), la Organización de Estados del Caribe Oriental (OECO) y la Comunidad del Caribe (CARICOM) (López, 2023). Estos espacios constituyen ejemplos de una dinámica de integración que, a pesar de mantener lazos importantes en el campo económico con las exmetrópolis, reflejan ciertas tendencias hacia una integración propia bajo características diferentes a las del siglo XIX y a las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, en las experiencias que ya abordamos en torno a la Revolución Haitiana, el proyecto de la Confederación Antillana y la Federación de las Indias Occidentales.
Conclusiones
Los desafíos del internacionalismo periférico y la integración emancipadora en el Caribe
A lo largo de este texto, señalamos las coordenadas de un internacionalismo periférico y específico de la región, sosteniendo la tesis de que el unionismo/integracionismo latinoamericano y caribeño no puede ser considerado un mero eco de la experiencia europea, corroborando así la existencia de una teoría y una praxis internacionalista constatable mucho antes de la Revolución Cubana de 1959, considerada por Perry Anderson (2002), erróneamente, como el momento de nuestra tardía entrada triunfal a la historia global del internacionalismo. El propio proceso histórico comandado por Fidel Castro resulta ininteligible sin sus antecedentes latinoamericanos, grancaribeños y antillanistas, no solo de la primera mitad del siglo XX, sino también decimonónicos.
Además, destacamos la existencia de una serie de proyectos y realizaciones unionistas de avanzada, que podríamos sintetizar en el gran arco que lleva desde el Congreso Anfictiónico de Panamá hasta el ALBA, con muchas y notables estaciones intermedias, como las abordadas para el caso de la Revolución Haitiana, la propuesta de una Confederación Antillana o la Federación de las Indias Occidentales. Estas iniciativas no solo fueron por lo general más profundas que sus homólogas europeas, sino que tuvieron un carácter radical y marcadamente emancipatorio, sobre todo en las últimas décadas.
También buscamos justificar la necesidad de religar la historia del Gran Caribe a la historia de la región en general, considerando que una y otra son incomprensibles de manera aislada, e intentamos demostrar que nuestro internacionalismo periférico no solo adquirió históricamente la forma de un intenso regionalismo, sino que, en particular a partir de la Revolución Cubana de 1959 y la Revolución Bolivariana de Venezuela iniciada en 1998 (aunque podríamos incluir también al sandinismo de aquella Nicaragua libre y la Revolución de Granada), se trató de procesos cuyo internacionalismo se proyectó a nivel global, en sintonía con los procesos de liberación nacional de África y Asia, pero también con los movimientos radicales de Estados Unidos como el black power.
Por otro lado, pudimos ver en cada proceso y en cada etapa las dificultades intrínsecas y las tensiones constitutivas del internacionalismo periférico, sea en sus acepciones fuertes (como unionismo) o más laxas (como integracionismo, cooperación y/o multilateralismo); así como la mayor radicalidad anticolonial y antimperialista de algunos procesos, como el haitiano o el cubano, en contraposición con las expectativas más moderadas de iniciativas que buscaron ganar mayores márgenes de autonomía en contextos coloniales o neocoloniales (como en la primera formulación antillanista o en las West Indies, en el Caribe insular anglófono). Por último, pudimos identificar cómo la dialéctica entre lo nacional, lo regional y lo universal resulta en América Latina y el Caribe inasimilable a la experiencia de construcción nacional y de regionalización europea, en función de una historia colonial y una inserción económica periférica al mercado mundial que nos singulariza a este respecto.
Con estos antecedentes históricos, políticos, militares e ideológicos de larga duración, y sobre todo con las concreciones materiales e institucionales de las últimas décadas, principal pero no únicamente en el espacio grancaribeño (tal el recorte de nuestro artículo), contamos con elementos clave para reflexionar sobre el futuro de una región no exenta de vaivenes políticos internos, bloqueos económicos y presiones diplomáticas, con la participación activa del intervencionismo estadounidense, la dinámica neocolonial de la Unión Europea en los territorios no independientes, y con una avasallante inversión china desplegándose por toda la región.
El Gran Caribe comparte problemas notables como la dependencia económica extrema, la migración, la violencia, el crimen organizado y el narcotráfico, junto a un proceso tan estructural como el colapso ecológico, también interpretado como “emergencia climática”, o desde posturas más moderadas como “cambio climático”. No obstante, todos estos procesos representan un reto de grandes dimensiones para este conjunto de países, profundizando la necesidad de ampliar y ampliar las dinámicas de la integración emancipadora. Resulta fundamental priorizar el diseño de estrategias que permitan a las naciones grancaribeñas actuar de forma unificada para poder enfrentar los desafíos señalados, lo que en primera instancia implica librarse de forma definitiva de las cadenas del imperialismo y el neocolonialismo, es decir, de la hegemonía estadounidense y de la europea. Sin duda, Cuba y Venezuela han jugado un papel de avanzada en esta ruta, y su ejemplo debe ser replicado. En el discurso ofrecido en el acto en que Fidel Castro entregó a Hugo Chávez el Premio Internacional José Martí, el 3 de febrero de 2006, el líder cubano señalaba:
Entre Venezuela y Cuba, ahora mismo estamos formando los médicos de este hemisferio, sin intención de ignorar a nadie ni desplazar a nadie, los médicos capaces de ir a Barrio Adentro; los médicos capaces de ir a los lugares de desastres sin pestañear; los médicos destinados a ejercer una de las más nobles profesiones, la de médico, como la de maestro y otras, en favor del género humano… Venezuela y Cuba también se preparan para iniciar la campaña de alfabetización en Bolivia tan pronto Evo lo indique… Ambos países, Venezuela y Cuba, estamos unidos en la cooperación con Bolivia como en otras cosas, pero no para lanzar bombas contra ningún país, ni utilizar métodos terroristas, ni utilizar fuerzas o violencia; todo lo contrario, para llevar a cabo una acción absolutamente fraternal y humanitaria (Castro, 2016: 182-183).
Además, debemos valorar el integracionismo-unionismo grancaribeño no solo en su faz defensiva y como puntal de los procesos de transformación social internos, sino también como impulso a una visión que pueda ir más allá de las dinámicas del capital, y que sea capaz de poner freno a la devastación ambiental provocada por el capitalismo al inducir un colapso ecológico, ecosocial, de carácter multidimensional, que coloca en franco riesgo la existencia de la vida en el planeta, o al menos de la vida humana como la conocemos. Este proceso ha provocado también la extinción de miles de especies; devastado, en ciertos casos de forma irreversible, bosques, selvas y otros ecosistemas; y generado el calentamiento global que se refleja en una mayor capacidad destructiva de huracanes, ciclones o tornados, o en los procesos de desertificación, entre otras graves consecuencias.
Por otro lado, la ruta histórica seguida por nuestro internacionalismo periférico ofrece pistas sobre cómo incidir de forma activa, inteligente, práctica y mancomunada en un escenario abierto de transición geopolítica global, aprovechando los resquicios abiertos por la competencia inter-hegemónica entre las viejas y nuevas potencias rivales (Estados Unidos, la Unión Europea, China, Rusia, entre otras), pero sin adoptar posturas ingenuas sobre la estructuración de un mundo multipolar en donde la existencia de un polo específicamente latinoamericano y caribeño está lejos de estar garantizada dada la evidente fragmentación política de la región, intensificada sin duda tras los avances obtenidos por la contraofensiva hegemónica impulsada desde el margen de operación del intervencionismo estadounidense.
De forma específica, planteamos como acciones urgentes, entre otras tantas, abandonar los espacios hegemónicos del imperio presentes en la región, especialmente la OEA y los diversos mecanismos de libre comercio, fortalecer el ALBA, las iniciativas de cooperación y solidaridad en clave Sur-Sur, así como otros espacios propios y autónomos que se inserten en una dimensión independiente a los polos del poder global y las dinámicas del capital ecocida, pero también crear estructuras financieras regionales destinadas al desarrollo de las naciones (como lo fue en su momento el extinto Banco del Sur), e impulsar una moneda común regional que sustituya al dólar. Se trata de dar pasos firmes en la ruta de una emancipación estructural, condicionada sin duda a una amplia participación popular como principal garante del alcance de estas acciones frente al poder sistémico del capital.
Por ello, consideramos que, en el campo de las ideas y la praxis, las fuerzas que se ubican en los parámetros actuales del internacionalismo periférico y que comparten la urgente necesidad de una emancipación definitiva, tienen como principal desafío radicalizar los procesos nacionales de transformación social, los cuales deben potenciar a la vez la integración y la unidad de las naciones del Sur Global, específicamente en el Gran Caribe. Ello constituye una herramienta fundamental para modificar el orden hegemónico gestado por potencias imperiales y neocoloniales que siguen controlando los territorios y la vida política, económica, social y cultural de muchas de nuestras naciones.
En este sentido, el internacionalismo periférico resulta un instrumento sólido para las resistencias y luchas contra la hegemonía del capital, a la vez que contribuye a la construcción de un futuro digno, pacífico y justo para los pueblos en la ruta de salvar a la humanidad del colapso ecosocial que está en marcha.
notas
1 Una notable excepción a esta tendencia es el libro de Adi (2018); el “breviario” (2002) de Anderson; la obra de Seoane, Taddei y Algranati (2018), más vinculada al internacionalismo de los movimientos sociales; los ensayos contenidos en Armúa y Rivara (2022); y, desde un enfoque más continentalista, los libros de Aponte García (2014) y González Santamaría (2015).
2 En la Primera Internacional no hubo delegaciones extra occidentales. En la fundación de la Segunda, realizada en París en 1919, apenas si participó un pequeño contingente de migrantes alemanes en Buenos Aires (Fornet-Betancourt, 1995).
3 La distinción entre un marxismo “occidental” y otro “oriental” fue desarrollada, entre otros, por Domenico Losurdo en El marxismo occidental. Cómo nació, cómo murió y cómo puede resucitar (2019). Su libro da una mirada muy útil para comprender el lugar de lo nacional, lo internacional y lo colonial en la historia de ambos marxismos.
4 De un total de 35 organizaciones, además de una abrumadora mayoría europea, también estuvieron presentes delegados de partidos y sindicatos estadounidenses, a lo que hay que sumar en Asia a secciones del Buró Central Soviético de Azerbaiyán, Turquestán, Georgia, Persia y Turquía. Sin embargo, los únicos partidos extra occidentales en sentido estricto fueron el Partido Obrero Socialista chino y la Unión Obrera de Corea (grupos socialistas japoneses fueron invitados, pero no participaron). Ni África ni América Latina y el Caribe tuvieron representación alguna. Véanse al respecto los documentos reunidos en Los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista (Pasado y Presente, 1973).
5 El llamado “Congreso de los Pueblos de Oriente” fue la mayor reunión organizada por la Internacional Comunista hasta esa fecha, con la participación de 1891 delegados y delegadas que hablaban 53 lenguas diferentes, con gran representación de persas, turcos, chinos, coreanos, indios, kurdos, árabes y pueblos del Cáucaso. Ibid.
6 Se trató de una concepción codificada que en la URSS se conoció como el DIAMAT (acrónimo de “materialismo dialéctico”) o el HISMAT (“materialismo histórico”). Véase al respecto la obra de Néstor Kohan (1998).
7 Véase, entre otros, los libros de Aricó (2017), Dussel (2023), los cuadernos de Pasado y Presente, Musto (2020) y Kohan, García Linera y Dussel (2018).
8 Se trata de De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial (Bosch, 2012) y de From Columbus to Castro: The History of the Caribbeann (Williams, 1984).
9 Otros textos de interés son El Caribe contemporáneo, de Pierre-Charles (1981), La isla que se repite de Benítez Rojo (1998) y Geopolítica del intervencionismo estadounidense en el Gran Caribe de López y Maríñez (2023).
10 Véanse al respecto textos de una amplia bibliografía alusiva, como los de Angiolillo Fernández (2019), Aponte García (2014), Arreaza (2024), Boron y Klachko (2023), Bosia (2015), González Santamaría (2015), Laguardia Martínez (2014), León (2013), López (2019 y 2023), Morgenfeld (2023) y Solana y Szalkowicz (2017).
11 Véase al respecto la crítica de Losurdo (2019) al llamado “marxismo occidental”.
12 Recomendamos, entre otros, los libros de Bohórquez (2021), De la Reza (2009), González Santamaría (2015) y Ortega Díaz (2006).
13 En otras aristas, como el independentismo radical o el anti-plantacionismo, no hubo tal acuerdo entre los revolucionarios. Para ver las grietas del proceso y su dirección, véase Casimir (2018a y 2018b) y Trouillot (2017).
14 Esta política emancipatoria, codificada bajo lo que Toussaint denominó el “principio de indivisibilidad de la isla”, llevó al intelectual trujillista y luego presidente de facto de la República Dominicana Joaquín Balaguer, a sostener la risible tesis del “imperialismo haitiano” en su libro La isla al revés. Haití y el destino dominicano (1984).
15 La Revolución Haitiana ha sido definida como una revolución anti-esclavista, independentista, anticolonial, cultural e incluso como anti-plantacionista. Pero escasamente se la ha contemplado, en su justa medida, como una revolución auténticamente internacionalista. No ha de extrañarnos, desde una mirada dialéctica, que el primer nacionalismo de nuestra región haya propendido al primer internacionalismo.
16 Al respecto, nos recuerda Leandro Morgenfeld: “Estos cónclaves, a los que asistieron apenas algunos pocos Estados ‘hispanoamericanos’, respondían a la necesidad de las nacientes naciones de hacer frente a las amenazas externas –a los intentos expansionistas europeos, en particular–, pero no lograron articular una integración duradera. Se daban en una etapa en la que las naciones latinoamericanas estaban atravesadas por múltiples conflictos económicos, políticos, sociales y militares, que signaron sus primeras décadas de vida, mientras se iban constituyendo las bases de los Estados nacionales” (Morgenfeld, 2023: 42).
17 Cabe recordar que los “restauradores” dominicanos, independentistas, contaron con el decidido apoyo del presidente haitiano Fabré Geffrard para luchar contra la anexión española (Cordero Michel, 1992: 91). Más tarde, en la Guerra de los Seis Años (1868-1874), combatiendo esta vez contra la anexión a los Estados Unidos negociada por el presidente dominicano Buenaventura Báez, volvieron a contar con el apoyo haitiano, esta vez en la figura del presidente Nissage Saget.
18 Véase, por ejemplo, el texto referido a la “Operación Carlota” en Armúa y Rivara (2022).
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CONFLICTO DE INTERESES
Los autores declaran que no existen conflictos de intereses relacionado con el artículo.
AGRADECIMIENTOS
Este trabajo es resultado de una estancia postdoctoral realizada en el Centro de Estudios Latinoamericanos (CELA) de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), gracias al Programa de Becas Postdoctorales de la Dirección General de Asuntos del Personal Académico (DGAPA) de esta universidad.
CONTRIBUCIÓN DE AUTORÍA:
Nayar López Castellanos: Conceptualización, Curación de datos, Análisis formal, Investigación, Metodología, Redacción – borrador original, Redacción – revisión y edición
Lautaro Rivara: Conceptualización, Curación de datos, Análisis formal, Investigación, Metodología, Redacción – borrador original, Redacción – revisión y edición
FINANCIACIÓN
No existe financiamiento externo a los autores ni otros compromisos.
PREPRINT
No publicado.
DERECHOS DE AUTOR
Los derechos de autor son mantenidos por los autores, quienes otorgan a la Revista Política Internacional los derechos exclusivos de primera publicación. Los autores podrán establecer acuerdos adicionales para la distribución no exclusiva de la versión del trabajo publicado en esta revista (por ejemplo, publicación en un repositorio institucional, en un sitio web personal, publicación de una traducción o como capítulo de un libro), con el reconocimiento de haber sido publicada primero en esta revista. En cuanto a los derechos de autor, la revista no cobra ningún tipo de cargo por el envío, el procesamiento o la publicación de los artículos.