Resistencia y reconocimiento: la política exterior de Carlos Manuel de Céspedes 1868-1873

Resistance and Recognition: The Foreign Policy of Carlos Manuel de Céspedes 1868-1873

M. Sc. Ariel Alba Hernández

Máster en estudios interdisciplinarios sobre América Latina, el Caribe y Cuba. Especialista del Centro de Gestión Documental del Ministerio de Relaciones Exteriores, La Habana, Cuba. albahernandezariel95@gmail.com

0009-0000-6281-6206

Cómo citar (APA, séptima edición): Alba Hernández, A. (2025). Resistencia y reconocimiento: la política exterior de Carlos Manuel de Céspedes 1868-1873. Política internacional, VII (Nro. 1), 171-190. https://doi.org/10.5281/zenodo.14473184

DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.14473184

 

Recibido: 1 de noviembre de 2024

Aprobado: 10 de diciembre de 2024

publicado: 7 de enero de 2025

 

RESUMEN En un contexto marcado por la revolución liberal española, el resurgimiento del espíritu integracionista y del antiespañolismo en la región, y la victoria del norte industrial sobre el sur esclavista en la guerra civil estadounidense, así como el ascenso de regímenes liberales al sur del río Bravo, Cuba decidió liberarse del colonialismo español y ser reconocida como una más de la comunidad de naciones. Primero como beligerante y luego como un estado independiente. El presidente Carlos Manuel de Céspedes se propuso crear las condiciones para que Cuba alcanzase la emancipación lo más rápido posible, estableciendo para ello un cuerpo diplomático pequeño y austero, pero culto y esforzado, así como una estructura organizativa dentro de la emigración dedicada al apoyo militar y diplomático. Este artículo aborda la política exterior que el prócer bayamés diseñó, analizando el contexto histórico de su gestión, los objetivos proyectados durante su gobierno y los desafíos que tuvo que enfrentar en el período 1868-1873.

Palabras claves: beligerancia, independencia, emigración, unidad, política exterior, Cuba

 

 

ABSTRACT In a context marked by the Spanish liberal revolution, the resurgence of the integrationist and anti-Spanish spirit in the region, and the victory of the industrial north over the slave-owning south in the American Civil War, as well as the rise of liberal regimes south of the Rio Grande, Cuba decided to free itself from Spanish colonialism and be recognized as one of the community of nations. First as a belligerent and then as an independent state. President Carlos Manuel de Céspedes set out to create the conditions for Cuba to achieve emancipation as quickly as possible, establishing a small and austere, but educated and hardworking diplomatic corps, as well as an organizational structure within the emigration dedicated to military and diplomatic support. This article deals with the foreign policy that the Bayamese hero designed, analyzing the historical context of his administration, the objectives projected during his government and the challenges he had to face in the period 1868-1873.

Keywords: belligerence, independence, emigration, unity, foreign policy, Cuba

 

 

INTRODUCCIÓN

La política exterior cubana nació en los campos de la insurrección y en condiciones muy difíciles para el éxito de su principal actividad: la búsqueda del reconocimiento internacional, primero el derecho a la beligerancia y luego la independencia.

Alcanzarlo conllevaría a su legitimación como sujeto de derecho internacional; aumentaría la presión hacia la metrópoli que se combatía, y se abriría la posibilidad del apoyo material y moral, recortando notablemente el costo y tiempo de la guerra, que a partir del reconocimiento estaría sujeta a las normas del derecho internacional humanitario. De ahí su enorme importancia si se quería garantizar el éxito de la lucha.

Esta es la razón por la que Carlos Manuel de Céspedes, arquitecto de la primigenia política exterior cubana, dedicara arduos esfuerzos para lograr el apoyo internacional. Con el estallido de la Guerra de los Diez Años se dieron los primeros pasos para crear un cuerpo de protodiplomáticos, que dedicaría sus fuerzas a aunar voluntades en la emigración, financiar expediciones y conseguir de los gobiernos de la comunidad de naciones el reconocimiento del pueblo cubano como beligerante.

Atendiendo a estos elementos, el presente trabajo se enfoca en la labor desplegada por el Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes, en el período comprendido entre el 10 de octubre de 1868 y el 27 de octubre de 1873, cuando fue destituido como presidente de la República en Armas. La investigación comprende toda su labor encaminada a crear las condiciones tanto internas como externas para lograr el reconocimiento internacional como nación soberana. También pone en evidencia las disímiles dificultades que tuvo que hacer frente y que muestran la complejidad del contexto: la ingenuidad inicial ante el posible apoyo norteamericano, la inexperiencia en la actividad diplomática y organizativa de sus agentes, así como la contradicción tanto ideológica como de intereses en el seno de la Revolución.

DESARROLLO

I-Primeros pasos en el Gobierno Provisional

Acorde con la práctica del Derecho Internacional Público, para que un bando fuera reconocido como beligerante necesitaba como requisitos imprescindibles que el movimiento revolucionario estuviera dotado de objetivos políticos bien definidos, una sólida dirección política, un ejército disciplinado y organizado, un territorio determinado que esté bajo su control, obediencia al derecho internacional de la guerra. La beligerancia es, asegura Carlos Wiesse (1893):

“…un estado temporal y transitorio, cuya incertidumbre de ser mantenido lo distingue de todos los demás, aunque implique mayor poder que la semi-soberanía y tanto, para ciertos efectos, como la soberanía. No envuelve el reconocimiento de una nación, ni la legitimidad de un gobierno, sino el estado de guerra existente, que permite tratar con los que dirigen esa guerra, sin que resulte ninguna presunción sobre la legitimidad del derecho de una u otra de las partes contendientes” (11).

Cumplir estas condiciones aseguraría en buena medida la supervivencia de la revolución. Adicionalmente, Ramiro Guerra (1972, I) agrega que:

“El reconocimiento de la beligerancia a los cubanos era un acto de justicia y de respeto a la libre voluntad de los pueblos. Las naciones civilizadas debían considerarse obligadas a adoptar esa decisión que permitiría regularizar la guerra en Cuba con arreglo a los principios establecidos del derecho de gentes, y despojarla del carácter de una rebelión criminal castigable con la pena de muerte. Aseguraría, además, a los cubanos, los derechos que los Estados neutrales estaban en el deber de conceder, en igualdad de condiciones, a las partes contendientes en una guerra entre pueblos civilizados” (338-339).

En el “Manifiesto de la Junta Revolucionaria”, dado a conocer el 10 de octubre, su mensaje estaba dirigido a las fuerzas insurrectas, la opinión pública internacional y sus gobiernos respectivos, para asegurar de parte de ellos su pleno respaldo. En él se enunciaban las causas del estallido revolucionario, apelaba al ejemplo de las antiguas colonias americanas, tanto españolas como británicas, que se lanzaron a la guerra por su independencia y expuso los principios políticos, económicos y sociales de la Revolución. Colocó en el centro los venerables principios de la libertad y la igualdad, enunciando además la tolerancia, el orden y la justicia. Consagró el respeto a la propiedad, tanto de cubanos como españoles, el sufragio universal, la emancipación de la esclavitud, aunque gradual y con indemnización, el libre comercio y el acatamiento irrestricto a los derechos del hombre. Y en lo referente a la estructura de la dirección de la Revolución, estaría regida por el mando único cuya autoridad sería ejercida mientras durara la guerra, auxiliada por una comisión de asesores.

Con este Manifiesto, Céspedes transmitía la idea de que el movimiento insurreccional respondía a un sólido sistema de valores y que contaba con una jerarquía político-militar que garantizaba el buen rumbo de la revolución. Incluso, ante la necesidad de atraer todos los sectores sociales posibles, incluyendo a la burguesía esclavista occidental, adoptó una postura moderada con el tema de la abolición de la esclavitud, amén de sus convicciones abolicionistas.

Para octubre de 1868, el territorio liberado, ubicado alrededor de la recién proclamada capital del gobierno independentista, abarcaba alrededor de 50 leguas y 107 853 habitantes (Portuondo & Pichardo, II, 1974, 11), casi la mitad del Departamento Oriental y una décima parte de la población total de la Isla. De manera acelerada Céspedes se propuso dar forma a la institucionalidad y consolidar su poder.

Esto venía acompañado de la observancia a las reglas de la guerra, cuyas circulares y órdenes del día hacían reafirmar el compromiso de conducir la lucha civilizadamente, respetando las vidas de los prisioneros y civiles. Esa humanización de la guerra nunca fue recíproca por parte de las autoridades españolas, y si bien Céspedes hacía pública las represalias cometidas por las tropas españolas, seguía manteniendo la línea de no rebajarse a la barbarie, aunque en respuesta a la indiferencia, endureció su postura. Como resultado, el 18 de febrero de 1869 emitió el Manifiesto sobre el Decreto de Guerra a Muerte, con su correspondiente ley.

En paralelo, inició un frenético accionar para buscar el reconocimiento internacional de su gobierno. El ambiente antiespañol hacía pensar que las posibilidades de contar con el apoyo de los países del continente eran muy altas. Para los países hispanoamericanos, las aventuras bélicas hispanas de reconquista en el Pacífico (1864-1866), México (1859-1861) y el Caribe (1861-1865), así como la tardanza por parte de la antigua metrópoli en reconocer las nuevas repúblicas latinoamericanas, provocaron un sentimiento de hostilidad que favorecían los deseos de ajustar cuentas apoyando la causa cubana. Esta señal sería reafirmada con la reactivación del ideario de unidad regional a través de la celebración del II Congreso Americano en Lima (1864-1865).

Ante este favorable escenario, el 9 de diciembre de 1868 Céspedes envió la primera de las cartas a los mandatarios americanos y europeos, siendo el destinatario en esta ocasión José Joaquín Pérez, presidente de Chile (1861-1871). Esto no es casualidad, porque este país, que sirvió de inspiración para diseñar la bandera enarbolada en La Demajagua, muy recientemente había realizado gestiones mediante su Agente Confidencial Benjamín Vicuña, para lograr la emancipación de Cuba y Puerto Rico, y así poder neutralizar sus acciones en el Pacífico.

No obstante, en esos momentos, Estados Unidos constituía una prioridad. No se trataba solo por su cercanía geográfica, afinidad en las ideas de progreso, libertad y democracia, y la existencia de un depósito de armamento sobrante de la guerra civil que podría emplearse en la gesta. Washington tenía motivos para apoyar la insurrección. El apoyo dado por España, Francia y Gran Bretaña a los Estados Confederados, llegando a reconocer su beligerancia, constituyó una seria intromisión en los asuntos internos de Estados Unidos. El famoso caso de la corbeta CSS Alabama, fabricada en Inglaterra en 1862 y destruida en 1864, fue suficiente para que el gobierno estadounidense reclamara por los daños ocasionados por las actividades de dicha embarcación.

Tanto la opinión pública como la postura de algunos legisladores estadounidenses estaba inclinada a favor de Cuba, manifestándose desde el Congreso en una serie de iniciativas que buscaban el reconocimiento de la beligerancia y la independencia de la Isla. Aprovechando este panorama, el 24 de octubre Céspedes envió al secretario de Estado William Seward (1861-1869) una exposición en la que informaba sobre las causas y objetivos de la insurrección, así como el estado actual de sus fuerzas y de la gestión de su gobierno. Y a continuación solicitaba el apoyo de su gobierno para evitar los efectos devastadores y barbáricos de la guerra y presionar a Madrid el reconocimiento de la independencia. Mismo propósito tendría la misiva del 20 de noviembre, ambas sin haber sido contestadas.

Los hechos evidenciarían que la política exterior estadounidense tenía otros objetivos, y más cuando estaba llegando a su final la presidencia de Andrew Johnson (1865-1869). Estados Unidos acababa de salir de una costosa y sangrienta guerra civil, por lo que no le convenía entrar en conflicto con ningún país, como España, que podría aliarse con Gran Bretaña. Además, la Revolución Septembrina de 1868, que había derrocado a la reina Isabel II, abrió nuevas posibilidades para Washington en sus proyecciones en Europa. Constituido un gobierno de carácter republicano, el único existente en esos momentos en el continente, “podía conjeturarse que se distanciaría de los poderes monárquicos de Europa, en cuyo caso se vería inducida a establecer más estrechas y amistosas relaciones con los Estados Unidos” (Guerra, I, 1972, 172). El gobierno norteamericano se limitaría a una posible mediación, de la que Cuba entraría en su zona de influencia, para no comprometer las relaciones con Madrid.

Esto también estaba relacionado con la política expansionista que el secretario de Estado William Seward (1861-1869) había trazado, porque “con una España republicana sería más fácil tratar de resolver favorablemente la expansión de los Estados Unidos en Las Antillas” (Ibídem). Esta región solo era una parte de su ambicioso plan que abarcaba América Central, Alaska (comprada en 1867), y Canadá. Asesinado Abraham Lincoln y con la guerra civil llegando a su fin, las tendencias expansionistas se reavivaron. Y si se le suma la creciente impopularidad de la administración Johnson, sumamente criticado por el trato conciliador con Londres, en esos momentos Cuba no podía esperar de ellos nada concreto.

Otro paso importante de la política exterior cespedista fue la designación de agentes diplomáticos “hábiles y de prestigio, encargados de mover la opinión, ganarle simpatías y apoyo a la causa de la independencia y de obtener recursos materiales en la mayor cantidad posible” (180). El primero de esos diplomáticos fue José Valiente Cuevas, nombrado el 3 de diciembre de 1868 como Agente del Gobierno Provisional Revolucionario de Cuba para que en calidad de representante en Estados Unidos realice “todos los esfuerzos posibles (…) a fin de conseguir la protección del Gobierno Americano y el reconocimiento de nuestro Gobierno provisional”, además de “establecer comunicaciones con las demás naciones extranjeras, que tiendan, si no a ayudarnos a que sean neutrales en nuestra contienda” (Portuondo & Pichardo, I, 1974, 136).

Esta acción estaba en concordancia con la comunicación del 15 de noviembre de ese mismo año que el Comité de Nueva York había enviado a la jefatura de la Revolución, sin haber constancia de que fuera respondida, sugiriendo el nombramiento de un agente que se encargase de los asuntos diplomáticos, mientras que el Comité se dedicaría a las labores organizativas. Trabajaría de manera independiente pero coordinado, evitando que las acciones de uno comprometan las del otro, especialmente si el ambiente en el que se desenvolvían era Estados Unidos.

Pocas semanas después, el 20 de diciembre, se le extendieron sus poderes e instrucciones para que “instituya en Inglaterra un Agente del mismo con las mismas facultades y encargos de usted” y se asocie con el agente de la Junta Revolucionaria del Camagüey Porfirio Valiente “para obrar en común en todo lo relativo a Cuba, cuyos intereses y móvil revolucionario son uno solo en toda la Isla” (139). La importancia que le daba a la unidad iba más allá de una mera concepción pragmática. Era imprescindible transmitir una imagen positiva en el exterior, que reflejara la seriedad de la insurrección y de la voluntad de sus líderes de constituir un estado unificado y estable.

El rumbo que estaba tomando la guerra, con la Creciente de Valmaseda, obligó en un momento a Céspedes a elegir la anexión como una solución desesperada para impedir la devastación, el aplastamiento de la insurrección y la desarticulación de su gobierno. En una comunicación dirigida a Valiente, de fecha 3 de enero de 1869, le encarga explorar la opinión oficial norteamericana sobre la anexión en el caso de ser pedida como último recurso. El 15 de enero, a pocos días de haber sido incendiada Bayamo, Céspedes le comunica a su agente el estado crítico de la revolución y la necesidad de solicitar la anexión para que de esa manera

“se nos presten los auxilios indispensables, a fin de evitar la guerra exterminadora que los españoles nos están haciendo y que nos obliga a tomar determinaciones violentas que han de llevar al país indispensablemente a un estado fatal de ruinas y de destrucción” (151).

A su llegada a Nueva York, José Valiente empezó a trabajar en coordinación con el Comité Revolucionario de Nueva York, órgano creado el 8 de noviembre de 1868 por Agustín Arango, Plutarco González y José Francisco Bassora que actuaba en nombre de los emigrados cubanos y que tuvo un buen desempeño en la recaudación de fondos para apoyar las fuerzas independentistas. Prueba de su eficacia fue la expedición de la goleta Galvanic, desembarcada el 27 de diciembre de 1868 en la costa norte de Camagüey.

Al Comité se le incorporaría brevemente el miembro de la Junta Revolucionaria de La Habana Francisco Javier Cisneros, quien por órdenes de José Morales Lemus llegó a Nueva York el 25 de noviembre de 1868 con el encargo de colaborar con el Comité en la compra de armas y pertrechos, para luego enviarlos a Céspedes.

La dirección de José Valiente fue efímera, aunque en cierto modo productiva, logrando la unidad de la entusiasmada comunidad cubana alrededor del Comité y el establecimiento de contactos con algunos miembros del Congreso, que luego presentarían varias resoluciones al legislativo, y del gobierno, entre ellos el presidente saliente Johnson, para obtener el apoyo a la causa. Sin embargo, en cuestión de semanas, el comisionado del líder de la Revolución fue paulatinamente desplazado por los representantes de la Junta Revolucionaria de La Habana. Sus acciones futuras indicaban una intención expresa de erigirse como grupo dominante en la emigración y únicos representantes del poder revolucionario en el exterior, deshaciéndose del comisionado de Céspedes de una forma elegante, para así despejarse el camino al control de la dirección de la emigración. De esta forma, señala Rolando Rodríguez (2024):

"...se aseguraban una llave nada despreciable para torcer el rumbo de la insurrección y ponerla al servicio de sus intereses, estos eran, ante todo, buscar una fórmula por la cual mediatizar la emancipación de los esclavos (…) Tales objetivos podían lograrse mediante una independencia a la cual le pudieran imponer sus condiciones o una Cuba española reformada (361).

Las gestiones realizadas con la Metrópoli, luego del estallido de la Revolución de Septiembre, y de la que tuvieron que recurrir a Céspedes para lograr que sus gestiones estuviesen investidas de un carácter oficial, ponen de manifiesto que la prioridad del grupo habanero se halló en buscar una salida negociada que posibilitara terminar la guerra lo más pronto posible con el menor número de pérdidas. Concebían la guerra más como un medio de presión que como un fin mismo para alcanzar la independencia total.

Así pues, al momento de enterarse del nombramiento del agente del gobierno provisional, el 19 de diciembre la Junta habanera pidió a Céspedes su autorización para que ellos tuviesen la facultad de nombrar los agentes externos en los países que consideren convenientes, exceptuando los recién nombrados en los Estados Unidos y México, que fue Pedro Santacilia. El 9 de enero de 1869 la Junta escribió a Valiente proponiendo que, como Morales Lemus había sido designado en el día de ayer como su representante en Estados Unidos, debía transferirle todos sus poderes. Y el día 12, a los muy pocos días, la Junta enviaba al presidente Céspedes una extensa comunicación en la que proponían investir a su representante de los poderes necesarios para que sus gestiones tuviesen carácter oficial, quien, junto con Valiente, buscarían entenderse con Estados Unidos para acabar con la guerra y alcanzar la independencia. El 4 de febrero la Junta encomendó a su representante la potestad, precisamente la misma que ejercía en esos momentos José Valiente, de seleccionar a aquellos que asumirían el cargo de agentes en Francia, España y Sudamérica.

Céspedes, si bien desconocía las verdaderas intenciones de la Junta mientras complacía cuanta solicitud llegaba de ella, entendía sin embargo que los integrantes del grupo de La Habana estaban “mejor dotados, debido a su posición social y experiencia, para promover la causa de la revolución internacionalmente” (Pérez, 2019, 260). Estaba integrada, argumentaba Ramiro Guerra (1972, I), por cubanos “de elevada posición, cultura, experiencia en los negocios y la política, conocedores de la situación y de los problemas internacionales” (340). Eran, por lo tanto, idóneos para la negociación del reconocimiento de la independencia y la obtención de apoyo moral. Como resultado, el 21 de enero José Valiente, en carta dirigida a la Junta habanera, aceptó traspasar todas sus facultades al enviado de la Junta de La Habana, concretándose la transición el 15 de febrero de 1869 cuando un reestructurado Comité contó con Morales Lemus como su nuevo presidente.

Que la transmisión de poderes se hiciera de manera tan pacífica y rápida solo puede explicarse porque al ser el Comité “un simple grupo de personas encargadas de obrar en nombre de sus compatriotas, sin mecanismos de sostén ni medios movilizativos” (Poey, 1981, 55), y que recibían apoyo material del grupo habanero a través de Francisco Javier Cisneros, no es de extrañar que José Valiente y el Comité, en una muestra de total desinterés personal, no dudasen en subordinarse a Morales Lemus.

La metamorfosis no concluyó hasta que el 16 de marzo de 1869, bajo el liderazgo de Morales Lemus, se constituyó la Junta Central Republicana de Cuba y Puerto Rico, primando dentro de ella el grupo habanero, al cual, huyendo de la persecución española, se fueron incorporando varios de sus miembros a la dirección de la emigración a medida que llegaban a Nueva York.

Esta nueva estructura presentaba puntos débiles que la hacía vulnerable debido a su numerosa membresía y, por ende, proclive a la carencia de hermetismo. Y si bien se intentó buscar formas que garantizaran el secretismo, nunca pudo resolverse el problema, afianzando la imagen de ineptitud por parte de una emigración descontenta ya de antemano y que simpatizaba con el antiguo Comité, residentes en Nueva York desde los tiempos del movimiento anexionista. Pero, afirma Poey Baró (1981), el problema no radicaba tanto en la estructura como en la composición, pues la mayoría de sus miembros no estaban capacitados para el trabajo que pretendían realizar (62).

Esto se complementa con lo afirmado por Lisandro Pérez (2019): “No eran hombres con antecedentes de reclutar soldados, comprar armas y organizar empresas militares. Eran terratenientes, abogados, comerciantes e inversionistas en ferrocarriles...” (262). Además, el pasado reformista de este grupo de hacendados y profesionales reforzaba las suspicacias que entre la emigración existía, quienes nunca dejaron de sentir simpatías y confianza con los miembros del primer Comité de Nueva York. Esto, a corto plazo, sería fuente de futuras disputas dentro de la comunidad cubana que acabarían por ser irreconciliables.

En cualquier caso, la designación de Morales Lemus para dirigir la emigración por parte de Céspedes, le daba un manto de incuestionable legitimidad. Para el líder de la Revolución, en esos momentos la prioridad era obtener el apoyo de Washington, y Morales Lemus, influyente y hábil negociador, era la clave para alcanzar dicho fin. En este sentido, era natural que en su figura recayera el cargo de Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario, nombrado el 19 de marzo, y que no hizo otra cosa que fortalecer su autoridad.

Por otro lado, la unidad de todas las fuerzas insurrectas era un factor imprescindible si se deseaba el éxito en las negociaciones, y para inicios de 1869, el panorama se presentaba muy desfavorable para los cubanos. La caída de Bayamo, la existencia de dos gobiernos insurrectos (Comité del Centro y el Gobierno Provisional de Oriente), la divergencia entre ellos, así como el cuestionamiento a la autoridad de Céspedes luego de la proclamación de Donato Mármol como dictador, constituyeron elementos que ponían entredicho la posible existencia de un futuro Estado. Las campañas de desprestigio que el ministro español Mauricio López Roberts realizaba en Estados Unidos alimentaba esa percepción.

En esas condiciones no era posible una exitosa negociación con las autoridades estadounidenses, mientras que el reconocimiento de la beligerancia por parte de algunos gobiernos podría desvanecerse ante la incertidumbre del futuro de la insurrección. Las recomendaciones emanadas de sus representantes en el exterior, tanto del antiguo Comité como de Morales Lemus, así como la voluntad de dejar a un lado las diferencias entre el gobierno camagüeyano y oriental hicieron posible que el 10 de abril de 1869 se inaugurara la Asamblea Constituyente de Guáimaro, antesala del nacimiento de la República de Cuba en Armas, dotada de todos los mecanismos de un sistema de gobierno republicano y representativo.

El 15 de abril, Céspedes envió a su Ministro Plenipotenciario una comunicación en la que le informaba sobre la forma en que quedó constituida la República, sus funcionarios y correspondientes prerrogativas. De esta forma hacía saber la existencia de una entidad representante de los intereses cubanos, así como los desafíos que enfrentan. Y que, ante el peligro de una guerra extensa y ruinosa, era necesario el apoyo externo como salvaguarda del joven Estado.

II-Presidente de la República de Cuba en Armas 1869-1873

A) Estados Unidos y la prematura desilusión

El 4 de marzo de 1869 el candidato republicano ganador de las elecciones estadounidenses, general Ulysses Grant, tomaba posesión de la presidencia, constituyendo una oportunidad apremiante para un posible apoyo a la independencia cubana. Grant tenía razones para dar ese paso. Por un lado, deseaba hacerle pagar a España con la misma moneda, por su apoyo al bando confederado durante la pasada guerra civil. Si a eso se le suman las simpatías que emanaban de la opinión pública, la prensa y del Congreso estadounidense, la suerte estaba echada a favor de la causa independentista. Había también criterios estratégicos que, como militar, Grant tomó en cuenta. El Caribe, donde está insertada Cuba, comenzaba a ser en esos momentos una región importante para la futura expansión al sur, con proyecciones hacia el Istmo de Panamá.

Con todo, dentro del gabinete presidencial no existía consenso sobre la cuestión cubana. Por un lado, estaba el general John Rawlins, secretario de Guerra (1869), quien era un ferviente simpatizante a la causa cubana. Amigo íntimo y consejero del presidente, podía ejercer sobre él cierta influencia en las decisiones relativas a Cuba. Por otro lado, se hallaba Hamilton Fish, secretario de Estado (1869-1877), quien se mostró más precavido a la hora de tomar alguna decisión sobre la cuestión cubana. Su carácter moderado y cauteloso le permitía ver lo que el presidente pasaba por alto en el cálculo diplomático, que era la reclamación del Alabama: “…para Fish, la cuestión de Cuba estaba inmersa en un conjunto mucho más amplio y mucho más importante de asuntos referentes a la relación de los Estados Unidos con Europa en el período posterior a la Guerra Civil” (265).

Mientras tanto, Céspedes, por su parte, se dedicó a escribir a Grant en un esfuerzo por ganar su apoyo a favor de la causa, deseoso de terminar la contienda con la menor cantidad de pérdidas humanas y materiales. Es así que, en la carta del 18 de febrero de 1869, el líder bayamés lo felicitó por su victoria electoral, contando con su participación en conjunto con su representante Morales Lemus para “obtener las simpatías de usted hacia la naciente República Cubana, de cuyo gobierno Provisional soy representante, y que lucha heroicamente por asegurar su independencia” (Portuondo & Pichardo, II, 1974, 28). El mensaje del 1 de marzo se encargaría de profundizar en la anterior misiva, exponiendo en esta ocasión las razones por las que se debe reconocer la beligerancia y la independencia de Cuba.

El 12 de marzo, recién iniciada la nueva administración norteamericana, Céspedes envía un extenso comunicado a Morales Lemus actualizando la situación del campo insurrecto e indicando que inicie las negociaciones. Ya como Presidente de la República, el 14 de junio Céspedes volvió a escribir a Grant para participar el nombramiento de Morales Lemus como Comisionado Especial y Ministro en Washington (hecho ocurrido el 31 de mayo de 1869), al tiempo que exhorta que colabore con él para ayudar en la causa cubana.

Los primeros contactos con la Casa Blanca no fueron para nada halagüeños, a juzgar por las entrevistas que Morales Lemus tuvo con Grant y Fish. A pesar de estar investido como Ministro Plenipotenciario, no fue reconocido como representante diplomático, no fue recibido como tal y no se le concedieron las inmunidades propias de su cargo.

El panorama internacional dejaba la cuestión cubana fuera de las prioridades dentro de la política exterior estadounidense. Primeramente, Estados Unidos deseaba desarrollar buenas relaciones con la España republicana, no era conveniente desatar una guerra con el país ibérico, que podía aliarse con Inglaterra, y que implicaba el aumento de la deuda pública de un país que se encontraba en reconstrucción. Y en segundo lugar se hallaba el litigio con Gran Bretaña relativo a la corbeta confederada Alabama, un asunto de ineludible importancia por las implicaciones que de ella saldrían. Estados Unidos estaba decidido a castigar a Londres por haberse prestado a apoyar a los rebeldes sureños.

El rechazo al tratado Johnson-Clarendon en abril de 1869 evidenciaba que, dentro del Congreso, al igual que en la opinión pública, se rechazaba ese convenio rubricado durante la administración Johnson por ser demasiado suave. Estados Unidos exigía una voluminosa compensación de miles de millones de dólares que, en caso de no poder pagarse, se podía liquidar entregando tierras en Canadá, sobresaliendo otra de sus líneas de acción: la anexión de Canadá a los estados del Norte.

Este reclamo implicaba asimismo una barrera infranqueable que Washington no podía sortear y era que no podía hacer lo mismo que Reino Unido hiciera durante la guerra civil: conceder la beligerancia a los rebeldes. Hacerlo anulaba por completo las aspiraciones que tenían tras el litigio del Alabama:

“Basada esa demanda precisamente en el hecho de que el gobierno de Washington condenaba el reconocimiento de la beligerancia al Sur por el gobierno inglés como un acto en abierta contradicción con las disposiciones del derecho de gentes, érales imposible a Grant y a Fish invalidar sus propios argumentos reconociéndole a los insurrectos la beligerancia en condiciones inferiores a las que habían servido de fundamento a Inglaterra para reconocérsela a los Estados Confederados del Sur” (Guerra, I, 1972, 351).

Aunque cabe agregar, y aclarar, que la secesión de un grupo de estados provenientes de una república mayor y la independencia de una colonia de su metrópoli, son dos realidades distintas que no pueden someterse a comparación bajo un mismo criterio.

Así las cosas, a pocos días de inicio de su gestión, Grant recibió en audiencia no oficial a Morales Lemus, notificándole que por el momento no podía tomarse ninguna acción al respecto y que debían resistir hasta que estuvieran dadas las condiciones, resumiéndolo en la ambigua promesa: “Sosteneos un poco de tiempo y obtendréis aún más de lo que esperáis” (Piñeyro, 1871, 84). En lo referente a los encuentros con Fish no se podía esperar más; en la reunión del 24 de marzo el canciller “mantuvo al cubano a distancia, insistiendo en que la reunión no era oficial (una conversación entre caballeros)” (Pérez, 2019, 266), y en la de finales de junio se le informó que no se reconocería la República en Armas ni el derecho de los cubanos a la beligerancia, ofreciendo en su lugar la mediación como plan alternativo.

Esta iniciativa empezó a forjarse en cuanto Fish se percató de que podía ser realizable, atendiendo al resultado de las conversaciones entre el comerciante Paul. S. Forbes con Juan Prim, presidente del Consejo de Ministros de España (1869-1870), de donde se dedujo que el gobierno español estaba abierto a una posible concesión de la independencia a Cuba con previa indemnización. Antes de reunirse con Morales Lemus, ya se habían enviado instrucciones a Daniel Sickles, Ministro en España, para dar inicio a las negociaciones y el proyecto había sido meticulosamente elaborado y aprobado por el gobierno estadounidense. Presentaba como bases el reconocimiento de la independencia y la abolición de la esclavitud en Cuba por España; armisticio durante las negociaciones y el pago a España de una suma fijada en no más de 100 millones de pesos, con una tasa de interés del 5% por veinte años.

Morales Lemus desconfiaba de la efectividad del plan cuando la contraparte era una Metrópoli que, renuente tanto a ceder como a provocar un conflicto con Washington, haría todo cuanto estaría a su alcance para dilatar las negociaciones para ganar tiempo, para aguardar la oportunidad para terminarlo. Y así fue, las condiciones que Madrid exigía eran por mucho irrealizables, lo que daría motivos para que la parte estadounidense se empantanase en un intercambio de notas diplomáticas sin fin que no llevaba a nada. Él entendía que el reconocimiento de la beligerancia era un paso previo a la oferta de la mediación, porque era la única manera de presionar a España y sentarse a negociar.

Pero también el representante cubano, afirma Ramiro Guerra (1975), observa en esa propuesta intenciones ocultas que le hacen desconfiar del jefe de la diplomacia estadounidense. Primeramente, el pago, contemplado en el proyecto de mediación, sería liquidado con capital estadounidense, los cuales cobrarían de las rentas de la aduana de Cuba. Es decir, que Cuba, si lograba su independencia, nacería endeudada y dependiente a Estados Unidos. Fish, por su parte, no creía en la capacidad de los cubanos de gobernarse y de conservar su independencia, de ahí que su destino residía en estar sometido bajo el control de su vecino del Norte (300).

Con todo, el Ministro cubano, ante la seguridad del secretario de Estado del éxito en las gestiones, cedió y suscribió con cierto disgusto el plan en nombre del gobierno cubano en armas. Aun así, conservó cierto optimismo porque “si triunfaba la mediación, Cuba tendría conseguida pocos meses después su independencia, y de que, en el caso contrario, seguiría adelante la guerra con el gran apoyo moral del reconocimiento de los Estados Unidos” (Piñeyro, 1871, 100).

Y que el presidente Céspedes aprobara, aunque muy tardíamente, las bases de la mediación y autorizara a Morales Lemus para llevar a cabo las negociaciones, el 26 de octubre de 1869 (Ponte, 1958, 154), daba fe de la posible cercanía del fin de la guerra por esta vía. Cabe agregar que para esos momentos las fuerzas cubanas controlaban poco más de la mitad de la Isla, y tenían un gobierno que ya estaba siendo reconocido por varios países latinoamericanos. Pero a la par, evidenciaba la credulidad en las buenas intenciones de su vecino del Norte por parte del ilustre patricio bayamés devenido mandatario.

Después de semanas de evasivas y retardos, y con tibios avances, como fue la desarticulación del Cuerpo de Voluntarios como condicionante a las bases sugeridas por el gabinete de Prim, Madrid vio la ocasión oportuna para cerrar el asunto de la mediación. La muerte de Rawlins, ocurrida el 6 de septiembre, privó a la causa de su único defensor dentro del gabinete. Y conocedora Madrid de que la advertencia de otorgar la beligerancia en caso de fracasar la mediación era impulsada fundamentalmente por él, vio el camino despejado para darle un giro a los acontecimientos a su favor.

En efecto, Juan Bautista Topete, ministro de la Marina, y Manuel Becerra, ministro de Ultramar e interino de Estado, "resolvieron boicotear las negociaciones y este último le informó a Sickles que las Cortes se oponían a un arreglo del conflicto cubano con la mediación de otra potencia" (Limia, 2018, 207). La noticia de las conversaciones fue filtrada a la prensa, generando rechazo tanto de la opinión pública española como de varios gobiernos europeos opuestos a la mediación, dando de esta forma el tiro de gracia a la oferta norteamericana el 28 de septiembre.

Para Mercedes García (2012), Prim fue partidario de llegar a un acuerdo para poner fin a la guerra en Cuba, porque de esa forma podía “concentrar sus esfuerzos y recursos en la consolidación de su proyecto modernizador burgués hacia el interior de España” (215). Pero la fuerte resistencia que encontró en su gabinete, en los intereses coloniales de los grupos integristas y buena parte de la opinión pública española, lo obligó a adecuar su postura recurriendo al doble discurso para así poder maniobrar en ese complejo escenario político y consolidar su gobierno.

En palabras de Lisandro Pérez (2019), "había fracasado la única propuesta que él [Fish] estaba dispuesto a efectuar para que los Estados Unidos desempeñaran un papel en el cambio del estado de la isla" (268), mostrándose más reservado, apartado e indiferente hacia el agente cubano. Y para Morales Lemus, resultó un punto de quiebre que terminaría en noviembre con su renuncia, en medio de un ambiente de cuestionamiento a su autoridad, ya latente desde el inicio de su misión diplomática.

Para Francisco Ponte (1958), por su parte, la victoria diplomática española se tradujo en la condescendencia del gobierno estadounidense: el levantamiento del embargo preventivo aconsejado por el embajador del Perú, sobre las treinta cañoneras construidas con destino a Cuba; y el hostigamiento de los miembros de la Junta de Nueva York y de todo envío de material bélico al Ejército Libertador (153).

La política anticubana de Washington llegó a que una comisión de la Junta cubana visitara la Casa Blanca el 6 de diciembre de 1869, planteando el doble rasero del proceder de su administración, dando por cerrada la conversación explicando que "tal discriminación obedecía a una importante diferencia: España es un gobierno reconocido y Cuba no" (205).

A raíz de ese encuentro, y de los constantes pedidos dirigidos al Legislativo, entre solicitudes populares y resoluciones de varios estados, Grant se vio obligado a abordar el tema cubano en su Mensaje Anual al Congreso, dejando sentado la negativa de reconocer la República Cubana por considerarla inoportuna. Agregándose las proclamas presidenciales del 13 de junio y el 12 de octubre de 1870, toda vía para abastecer al ejército insurrecto quedó bloqueada y toda discusión referida al tema Cuba en el Congreso quedó apartada. La labor de la emigración sería en esos instantes más dificultosa y calamitosa, sumando a su adversa situación el aumento de las fricciones en sus filas, adormecidas por breve tiempo y vueltas a resurgir.

Aldamistas y Quesadistas: El cisma de la emigración

El fracaso de las negociaciones diplomáticas con el gobierno estadounidense dejó en una posición difícil a la dirigencia de la emigración, especialmente a Lemus, la cual quedó vulnerable a las críticas de sus detractores. La base de su legitimidad partía de sus habilidades negociadoras, no precisamente las organizativas, que es la que empezaría a potencializarse ante el cierre de un posible apoyo de Washington a la causa, y tras el revés del plan de Fish, ya no tenía sentido su permanencia en el cargo. Luego de hacerse público dicho plan, la percepción existente en la emigración de que los dirigentes de la Junta nunca dejaron su postura reformista ante el plan para la independencia de Cuba, solo hizo corroborar las sospechas y avivar las críticas.

Al mismo tiempo, el fiasco de la expedición del vapor Lilliam en octubre de 1869, la más grande que se organizó durante la guerra, obligó a Morales Lemus reestructurar la Junta para evitar el descalabro de la organización y "a fin de no entorpecer la función diplomática de su presidente; pues el Ministro debía estar a cubierto de las contingencias judiciales en las denuncias que, por violación de las leyes de neutralidad norteamericana, hacía la Legación española" con el fin de impedir la salida de las expediciones (235).

Por lo tanto, la presidencia recayó en Miguel Aldama, quien a su vez asumió el cargo de Agente General, y Lemus presidiría la Junta cada vez que fuese necesario asistir a sus reuniones. José Manuel Mestre, luego de la muerte de Lemus el 28 de junio de 1870, asumió sus funciones diplomáticas de ministro, cambiando el título al de Comisionado, mientras que José Antonio Echeverría se desempeñaría como suplente de Mestre. La Junta sería disuelta en noviembre de 1870 tras salir la proclama de Grant del 12 de octubre.

La continuidad de los aldamistas en la jefatura de la emigración solo hizo agudizar las contradicciones dentro de la emigración neoyorquina. Una feroz e intensa campaña realizada por Cirilo Villaverde y su esposa Emilia Casanova, cabezas de los antialdamistas y matrimonio residente en Nueva York desde la década del 50, buscó visualizar por medio de distintos espacios el comportamiento aristocrático de sus miembros, la manera que usurparon el liderazgo de la emigración, el poco compromiso de sacrificar sus riquezas en favor de la causa, el espíritu reformista que se manifestaba en la búsqueda de lograr la independencia acorde con sus intereses económicos y la incompetencia de su gestión.

En medio de este torbellino político, llegaba el 1 de marzo de 1870 a Nueva York el mayor general Manuel de Quesada, nombrado el 4 de enero por su cuñado Céspedes como Agente Especial, luego de haber sido destituido, meses atrás, de la jefatura del Ejército Libertador. El mandatario cubano consideraba que si enviaba a este hombre de acción (a quien se le debió el mérito de traer la exitosa expedición del Galvanic) a gestionar las expediciones, demostraría lo errada de la decisión por parte de la Cámara de removerlo del cargo y además se reencaminaría el flujo de recursos y hombres al campo insurrecto. Sin embargo, dar este paso sin consultar al legislativo incentivó el distanciamiento entre ambos poderes, que iría escalonando hasta octubre de 1873, lo que se traduciría en el exterior en la profundización de la división en la emigración.

A los ojos de los aldamistas, la llegada de Quesada indicaba la pérdida de confianza de Céspedes ante los pocos resultados que reportaban su gestión, quizás enterado en parte por las críticas de los antialdamistas. De ahí que se mostraran suspicaces ante el ambicioso plan que tenía Quesada entre manos para organizar una gran expedición, en parte por los informes recibidos por la Cámara que retrataba al general camagüeyano como autoritario. Esta reticencia obligó a Quesada a actuar por su cuenta, formándose gradualmente los dos bandos que dividiría la emigración durante buena parte de la guerra: aldamistas y quesadistas

Los acontecimientos desarrollados hasta mediados de 1871 solo evidenciaron que más que disminuir, aumentó la polarización entre los emigrados cubanos, lo que constituyó un duro golpe al prestigio de la Revolución en el exterior y en la búsqueda de fondos para preparar expediciones. Exceptuando la del Virginius, muy pocas fueron las expediciones que llegaron al campo cubano. Mientras que unas fracasaban, el resto constituían pequeñas embarcaciones con poco cargamento y hombres.

El destape público de la misión secreta de Nicolás de Azcárate, que involucraba a los dirigentes de la emigración y al joven poeta Juan Clemente Zenea, fue el remate para su autoridad política y moral. Que el Agente General y los comisionados entraran en conversaciones secretas con el emisario de Madrid sobre propuestas de paz basadas en la autonomía, dañó mucho su imagen y fue motivo para una nueva ola de críticas y acusaciones por parte de los antialdamistas.

La crisis alcanzó tales niveles que a inicios de marzo de 1871 Aldama, Mestre y Echeverría renunciaron a sus cargos, quedando vacante dichas plazas. La Sociedad Auxiliadora de Cuba sería la solución provisional ante el vacío.

Céspedes, ante la gravedad de la situación, y entendiendo lo vital que es el mantenimiento de la unidad en el exterior, decidió enviar a dos comisionados de reconocido prestigio y probada honradez: el vicepresidente Francisco Vicente Aguilera y el secretario de Exteriores Ramón de Céspedes. Nombrados el 17 de julio, entre sus objetivos se hallaban el de procurar "por todos los medios conciliatorios armonizar los ánimos y voluntades de los cubanos residentes en la Confederación Americana, a fin de que de concierto todos, se consagran al feliz y pronto éxito de la revolución del país", además de que "exciten el patriotismo de aquellos hermanos a contribuir a allegar fondos para la terminación de la guerra" (Cruz, 1974, 34-35).

Llegando a Nueva York, los comisionados dieron inicio a la dura e intensa faena que tenían entre manos. La urgencia del momento obligaba que fueran ellos los que asumiesen la dirección de la Agencia General y de la Comisión Diplomática, en vez de buscar sustitutos. Inicialmente ambos bandos se le acercan para intentar ganárselo a su favor, pero Aguilera siempre se mantuvo por encima de las diferencias partidistas. En su lugar, buscó maneras de trabajar con ambos grupos desde una posición intermediaria, ofreciendo su fuerza moral, recibiendo a cambio el distanciamiento, rayando con la indiferencia y la hostilidad.

Luego de evaluar el deplorable estado de la emigración y la Agencia, es que Aguilera pudo constatar lo titánica que sería su tarea: ausencia de fondos, anarquía reinante y como resultado de ambos el descrédito de la representación de la Revolución a los ojos de los extranjeros. Sus primeras acciones se orientaron a reorganizar la emigración en diferentes clubes, en diferentes ciudades, que sus integrantes se comprometieron a aportar mensualmente una cuota voluntaria para la causa y que se eliminasen numerosas pensiones que pagaba la Agencia y que se asemejaba al republicano vicio de la "botella". Con lo recaudado se fueron pagando los créditos atrasados, dando preferencia a los préstamos extranjeros.

Al mismo tiempo, no se descuidó en el trabajo por el reconocimiento de la beligerancia de Cuba, aprovechando que su labor estaba volviendo a poner a la guerra en la mira en los debates del Congreso. La reputación ganada no solo alcanzaba al pueblo y la prensa americanas, sino a los legisladores. Con ese fin viajó a Washington en mayo de 1872 y entre sus acciones se halló la visita al candidato presidencial Horace Greeley, abierto simpatizante de la causa. Aguilera abrigaba la seguridad de que, con las elecciones de 1872, sea quien fuera el ganador, tendría que cambiar su postura con respecto a Cuba, un hecho que no pasó de ser una mera ilusión, aplastada por la realidad de los acontecimientos.

Los resultados de su gestión se percibieron de inmediato. Con lo poco que se recaudó, Aguilera logró organizar dos expediciones que salieron exitosamente, aunque con destinos distintos: la goleta J. Adams, que desembarcó el 12 de marzo de 1872 en Pinar del Río con el comandante Carlos García a la cabeza; y el vapor Fanny, dirigida por el general Julio Grave de Peralta, la cual llegó a la costa norte de Oriente el 22 de junio, sufriendo a los pocos días una feroz persecución que aniquiló a la mayoría del contingente expedicionario.

Sin embargo, ante la necesidad de organizar una expedición de mayores proporciones, cosa que no le era posible hacer en Nueva York, decide partir a Europa donde existía una pudiente comunidad cubana y podía conseguir los recursos que necesitaba. También orientó una serie de acciones de propaganda como realizar actividades antiesclavistas en Londres que fuera objeto de atención por parte de la Sociedad Abolicionista, divulgar la situación económica que tenía España para que los banqueros dejasen de concederles préstamos y organizar la emigración en París, Barcelona, Madrid y Andalucía.

Su gestión en Europa fue tan exitosa que a su regreso a Nueva York el 26 de marzo de 1873 había concertado con los banqueros franceses y británicos un empréstito de 20 millones de pesos, bajo garantía de los gobiernos de Perú, Chile y Colombia, con el que se podría preparar la gran expedición que tanto Aguilera añoraba. Pero a su llegada recibió la desagradable sorpresa de que la Comisión Diplomática y la Agencia General habían sido suprimidas, y sustituidas por la Agencia Confidencial, en la cual Manuel de Quesada, Félix Govín y Carlos del Castillo serían los ocupantes de dichos cargos. El megaproyecto que Aguilera tenía entre manos terminó desapareciendo.

Carlos Manuel de Céspedes, dejándose llevar por las intrigas de su cuñado, que deseaba apropiarse de la dirección de la emigración, creyó que obraba correctamente pero, tal y como acertara Eladio Aguilera, fue un error garrafal y un paso más a su caída:

Lo que hizo fue una obra funesta para la revolución, funesta para él mismo y funesta para Aguilera. Para la revolución, porque nunca su causa se había visto tan pujante en el extranjero, tanto en Europa como en EE.UU., y desde ese fatal momento, la causa de Cuba decayó sin que hubiera vuelto a levantarse más. Para Céspedes, porque ese acto desacertado fue lo que trajo su destitución, y su martirio de San Lorenzo (1917, 66-67).

Verdad que Manuel de Quesada logró enviar a Cuba una gran expedición desde Venezuela, que sin lugar a dudas dio un gran impulso a las operaciones militares. Pero no es menos cierto que Aguilera era ignorado y saboteado tanto por los aldamistas como los quesadistas.

Dejando de lado los móviles meramente personales, este decreto arrojaba también motivos prácticos. Ante la invariable postura de hostilidad y de no reconocimiento de la República Cubana, Céspedes comprendió que no era factible seguir manteniendo una representación diplomática que, "como escabel de este o de otro partido de los que en este país existen, que sirva para subir al poder esta o la otra entidad política (Cruz, 1974, 96). La Agencia Confidencial se limitaría a la defensa de los intereses materiales y morales de la emigración. Y en cuanto a Aguilera, se quería facilitar su retorno a Cuba ante una posible vacancia de la presidencia, pero se mantuvo firme de volver a la Isla solo si encabezaba una gran expedición.

En lo referente a la Agencia Confidencial, tras el fin de la presidencia de Céspedes, esta sería suprimida y restituida la Agencia General, la cual estaría encabezada nuevamente por Aldama, cambiando a su vez el nombre de Apoderado Confidencial en enero de 1877 (Gálvez, 2000, 46).

América Latina, base de apoyo

Céspedes entendía el proceso revolucionario desde una dimensión que trascendía lo meramente insular. Lo concebía a partir de la continuación de una línea histórica que empezó en 1810 y que no terminaría hasta la independencia de Cuba y Puerto Rico, últimos reductos del colonialismo español. También era consciente de la oportunidad única que el momento histórico le estaba ofreciendo: el estallido de la Revolución liberal española, el ambiente antiespañol en el continente hispanoamericano y el florecimiento de gobiernos de tendencia liberal en Hispanoamérica, crearon las condiciones favorables para el independentismo cubano. El cambiante escenario internacional, en especial el continental, si no se aprovechaba al máximo, podía jugarle en su contra, como expresara Ramiro Guerra (1952):

En las naciones situadas al sur del río Grande las oscilaciones dependieron principalmente de las variantes de sus respectivas relaciones con España, puesto que la inclinación hacia la causa de la independencia de Cuba aumentaba o disminuía en la medida que se aflojaban o estrechaban los nexos entre la extinta metrópoli y las repúblicas salidas de posesiones ultramarinas suyas (312).

El accionar desplegado por varios Estados contrastaba con la postura del gobierno estadounidense, más si se toman en cuenta las condiciones económicas, sociales y políticas que presentaban en esos momentos. Desgarrados por la inestabilidad política y sacudidos constantemente por las crisis económicas, estos países pobres e inmersos en un complejo proceso de conformación del Estado moderno, ayudaron más que lo que pudo haber hecho el naciente poder imperial del Norte, enfrascado en sus propios intereses y totalmente ajeno al ideal bolivariano de unidad e independencia. Como resultado de las gestiones del líder revolucionario cubano, que además de enviar misivas a varios jefes de Estado designó agentes con el fin de divulgar las ideas independentistas cubanas y ganar el apoyo gubernamental y popular, las primeras acciones de respaldo pronto se hicieron ver.

México fue de los primeros en pronunciarse a favor de Cuba, donde la influencia del agente Pedro de Santacilia, yerno, amigo y secretario del presidente Benito Juárez, fue determinante. Fue así como el 3 de abril de 1869 el gobierno impartió instrucciones secretas para recibir en los puertos mexicanos a embarcaciones con bandera cubana y el día 5 el Congreso aprobó por abrumadora mayoría una resolución mediante la cual se autorizaba al presidente reconocer la beligerancia de los cubanos en el momento que considerase conveniente. Esta facultad pudo haber sido usada, de no ser por las gestiones mediadoras de Estados Unidos encaminadas a neutralizar las actividades independentistas cubanas, que lograron que México y España restablecieran sus relaciones diplomáticas el 22 de junio de 1871, relegando a Cuba a la esfera de la neutralidad (Morales, 2002, 111-120).

Chile, en respuesta a la carta de Céspedes del 9 de diciembre de 1868, el 30 de abril otorgó los derechos de beligerancia a los cubanos, solicitó a Estados Unidos que presionara a España a que acatara las normas internacionales que regulan la guerra y pidió a sus aliados de la guerra del Pacífico que le secundaran. En ese año, Ambrosio Valiente fue designado como representante diplomático en este país y en Perú. Al igual que México, el impulso inicial de apoyo a la independencia se fue entibiando con motivo de la firma de un convenio de armisticio con España, ocurrido el 11 de abril de 1871. Esto no impidió que desde otros sectores de la sociedad chilena continuaran con las acciones a favor de Cuba, donde Benjamín Vicuña Mackenna, Guillermo Matta y el puertorriqueño Eugenio María de Hostos devinieron en sus más fervorosos activistas (González, 2007, 47-51).

Haciendo eco del llamado de Chile, el 10 de junio el gobierno boliviano de Mariano Melgarejo (1864-1871) reconoce a los cubanos como beligerantes y la legitimidad de sus autoridades. Mientras que, en el Perú, el presidente José Balta (1868-1872), por decreto, reconoció la beligerancia de los cubanos el 12 de junio, apenas dos semanas después de que en el teatro de Lima se efectuara un mitin público presidido por el magistrado de la Corte Suprema y otras personalidades peruanas. Dos meses después, se promulgó el 13 de agosto un nuevo decreto que reconoció la independencia de Cuba y su gobierno. Con este gesto, el país andino se convirtió en el primero en dar este trascendental paso, que implicó que “desde entonces, los consulados peruanos de todo el mundo quedaron autorizados para prestar protección y ayuda a los patriotas cubanos” (Guerra, 2024, 247).

Otras acciones fueron la entrega al agente Ambrosio Valiente la suma de 80 mil pesos de la colecta universal de auxilio a Cuba, el impulso para la adquisición de dos pequeños buques de guerra blindados, conocidos como monitor, y la solicitud al gobierno a Washington de retener las 30 cañoneras que estaban siendo construidas para su empleo en la vigilancia de las costas cubanas. A finales de su presidencia, Balta ya estaba mostrando síntomas de entibiamiento en su política hacia Cuba, pero con el ascenso de Manuel Pardo (1872-1876) la causa independentista recibió un nuevo impulso. Simultáneamente, llegaba a Lima Manuel Márquez-Sterling (padre), con el carácter de Ministro Plenipotenciario, en sustitución de Ambrosio Valiente, siendo recibido oficialmente por el jefe de Estado.

En los casos de Colombia y Venezuela las muestras de ayuda, al igual que con el Perú, fueron más allá del reconocimiento, ofreciendo recursos e iniciativas de participación continental para mediar en el conflicto, lo que evidencia que existió una fuerte identificación ideológica con la causa independentista. Según afirmara Sergio Guerra (2024), “vinculados por gobiernos liberales que habían alcanzado el poder, inspirados por el ideario bolivariano de unidad hispanoamericana” (260).

En el caso de Caracas, los gobiernos de José Ruperto Monagas (1869-1870) y Antonio Guzmán Blanco (1870-1877), adoptaron hacia el tema Cuba una postura de apoyo a cuanta iniciativa hubiera, pero sin llegar a reconocer su beligerancia, debido a las presiones que estaban siendo sometidos tanto de España como de Estados Unidos, pero también por la compleja situación política imperante. Así lo reflejan la reunión del agente Miguel Bravo Sentíes con el presidente Monagas, el 24 de diciembre de 1869, y la carta que recibió de su amigo, el ministro del Interior y Justicia Vicente Amengual: “¿Puede Venezuela en las presentes circunstancias dar un paso de la magnitud que envuelve el reconocimiento de Cuba? A la luz de la conveniencia y ante los hechos lastimosos que tienen lugar en la República juzgo que sería aventurado” (González, 2005, 122).

Miguel Bravo, a su llegada a Caracas en octubre de 1869, encontró un ambiente de abierta simpatía hacia la causa cubana, lo que facilitaría grandemente su labor propagandística, pero se percató que la obtención del reconocimiento de la beligerancia, el objetivo principal de su misión, no parecía que fuera a cumplirse por el momento. La frustración que le rodeó fue motivo de su renuncia al cargo, dejando a partir de esos momentos un vacío en la representación cubana que privaría de una plataforma de apoyo más organizada. El espíritu de solidaridad venezolana, sin embargo, no menguó.

Después de Bravo fue el diplomático venezolano Florencio Ribas quien asumió provisionalmente la representación en febrero de 1870. Y si bien la Junta en septiembre de 1870 había designado a Francisco Javier Cisneros como nuevo agente, su influencia estuvo limitada en parte porque residía en Bogotá. Fue la llegada del agente especial Manuel de Quesada lo que reimpulsaría la agenda independentista, a pesar sus cuestionables métodos para alcanzarlos.

Su apoyo a Guzmán Blanco, a cambio de que le devolviese el favor tras ascender al poder, no fue bien visto por la sociedad venezolana, que lo percibió como una abierta intromisión en los asuntos internos. Pero el pragmático general camagüeyano vio en Guzmán la garantía del éxito de su misión, la cual no tardó en concretarse porque en junio de 1871 partía hacia Cuba la llamada Expedición Venezolana de Vanguardia. Este plan, que ya estaba avanzado cuando Quesada lo retomó, se componía en su mayoría por veteranos venezolanos que los generales Pedro y José Loreto Arismendi organizaron anteriormente en coordinación con Miguel Bravo. El armamento adquirido no fue menos importante. Excluyendo el costo del buque, el vapor Virginius, la expedición tuvo un costo cercano a los 110 mil pesos.

Dos años después la proeza se repetiría, aunque no exento de dificultades. De hecho, Guzmán, centrado más en la situación interna de su país, accedió a ayudar a Quesada con cierta resistencia. También el gobierno colombiano contribuyó, financiando la expedición que rondó los 60 mil pesos. La Expedición Bolivariana, la última en la que Caracas participó en su apoyo, llegó a Cuba en julio de 1873 con más de un centenar de expedicionarios, de los cuales una veintena eran veteranos venezolanos, incluyendo el general José Miguel Barreto, jefe de tierra, y un importante cargamento que pudo llegar casi en su totalidad a feliz destino.

Colombia, cuya independencia aún no había sido reconocida por España, desplegó con entera libertad varias iniciativas tanto diplomáticas como organizativas en apoyo a la causa cubana, a la cual identificaban con su propia gesta emancipadora de 1810-1824. Fue durante las presidencias de José de los Santos Gutiérrez (1868-1870), que se aprobó en el Congreso, el 14 de marzo de 1870, el decreto que reconoció a los insurrectos cubanos los derechos de beligerantes. Previamente, las legislaturas de los Estados de Cauca, Bolívar, Panamá, Tolima y Magdalena realizaron pronunciamientos favorables a la independencia de Cuba.

En el seno del Congreso, el diputado Carlos Holguín presentó el 12 de enero de 1870 la propuesta de formación de un frente común de repúblicas para gestionar ante Madrid la independencia de sus colonias caribeñas. La ley ofrecía dos alternativas a España: o bien escuchaba los reclamos y recibía a cambio el estrechamiento de las relaciones amistosas, o por el contrario los estados pactantes optarían la vía militar para la consecución del mismo fin. De haberse aprobado esta ley, cosa que ocurrió en la Cámara Baja, pero no en el Senado, la liga hubiese dado dimensiones continentales a la guerra independentista en Cuba (Ponte, 1958, 223-225).

También se constituyeron asociaciones de ayuda por la independencia de Cuba, como la Junta auxiliar de Cartagena, el 16 de febrero de 1870, y la Junta istmeña auxiliar, el 16 de marzo del mismo año. Auxiliadas de estas, el agente Francisco Javier Cisneros pudo desplegar con éxito su trabajo en miras a preparar una expedición, eligiendo el Cauca como su centro de actividad. De los centenares de colombianos que se ofrecieron voluntarios, casi todos con experiencia militar, para integrar la expedición del vapor Hornet, alrededor de 60 formaron parte de la Legión Colombiana, desembarcando en enero de 1871 y entregando el cargamento a las huestes libertadoras no sin muchos percances, en los que varios de sus camaradas cayeron en combate.

En la presidencia de Eustorgio Salgar (1870-1872) el puerto de Colón devino en sitio seguro para las embarcaciones cubanas. En ella no solo se recogió al contingente expedicionario del Hornet, sino que recibió al vapor George. B. Upton, quien permaneció anclado por tres días, con la enseña nacional enarbolada, hasta que partió por segunda vez a Cuba después de haberse despachado sus papeles.

Con el ascenso de Manuel Murillo (1872-1874), líder del ala radical del liberalismo colombiano, se revitalizaron los esfuerzos a favor de Cuba. Una de sus primeras acciones fue confiarle a su canciller Gil Colunje la tarea de emprender una gestión diplomática que promueva a nivel continental la emancipación de Cuba. Como resultado, en septiembre de 1872 se invitó a los países americanos a formar parte de una acción colectiva de mediación en el conflicto, recibiendo el respaldo de varios Estados, incluso de aquellos que aún no habían reconocido la beligerancia cubana. El peso dado a Washington a esta gestión, y su negativa a servir de mediador, hicieron fracasar este proyecto conjunto en abril de 1873 (Guerra, 2024, 266-267).

No obstante, en ese mismo mes se impulsaron en el Congreso dos iniciativas: se autorizó el auxilio a las familias cubanas pobres emigradas por medio de una suma de 50 mil pesos, lo que en realidad era una manera discreta de sufragar las expediciones que Quesada estaba planeando. Y se discutió un proyecto gubernamental de armar 20 mil hombres, en conjunto con Venezuela, los cuales serían auxiliados de las flotas de Chile y Perú para su traslado a Cuba. Lamentablemente, este descomunal plan terminó siendo rechazado por un voto en la Cámara, impidiendo de esta manera la reunión que Murillo iba a realizar con Guzmán en Barranquilla para ultimar los detalles (Ponte, 1958, 232).

El imperio del Brasil hizo su parte reconociendo la beligerancia de los cubanos el 11 de julio de 1869, en respuesta a la solicitud enviada por Céspedes el 18 de junio a su majestad el emperador Pedro II (1831-1889) (Rosa, 2019, 26-27). Y no menos importante fue la actuación de Centroamérica, que, aunque no se pronunció unánimemente tampoco se mostró indiferente. Así se tiene a El Salvador y Guatemala, regímenes donde triunfó el liberalismo, pero donde uno se tardó más que el otro en reconocer la beligerancia cubana. Mientras que el 9 de septiembre de 1871 el Congreso Nacional Constituyente de El Salvador reconoció la beligerancia de los cubanos, la Guatemala de Justo Rufino Barrios no secundaría la acción hasta cuatro años después.

CONCLUSIONES

La labor desplegada por el presidente Carlos Manuel de Céspedes durante cerca de cinco años, no exentos de dificultades y errores, hicieron patente una serie de cualidades que le validan como el arquitecto de la política exterior cubana en aquella etapa. Dotado de una visión para comprender los acontecimientos internacionales y así diseñar las futuras directrices de su gobierno, aprovechó la coyuntura que se le presentaba para lograr lo más pronto posible la independencia de Cuba.

Por un lado, creó las bases de un gobierno estable, dotado de todas las características de un Estado moderno, ponderando además la unidad como garantía para la supervivencia de la Revolución y salvaguarda del prestigio internacional. Por otro parte, envió representantes diplomáticos a varios países con el fin de hacer labores de propaganda, unir voluntades en la emigración, atraer a la población local, preparar expediciones para auxiliar las fuerzas libertadoras, y establecer contacto con las autoridades políticas para obtener de ellos el reconocimiento de la beligerancia y, con ello, la independencia de Cuba.

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I Entre los decretos que promulgó están el nombramiento de funcionarios civiles y la creación de insignias y divisas (19 de octubre), establecimiento del Servicio Militar Obligatorio (24 de octubre), organización del Departamentos y nombramiento de sus jefes (24 de diciembre).

II El arresto de Morales Lemus y demás miembros de la Junta, meses después, no hizo otra cosa que ratificar la importancia de mantener separadas las funciones organizativas y diplomáticas, para que la imagen pública del Ministro Plenipotenciario no se dañase, por su involucramiento en actividades que violaban las leyes de neutralidad norteamericanas (Poey, 1981, 45).

III Ese plan, no obstante, fue desechado para febrero de 1869 tras el desencadenamiento acelerado de los acontecimientos, optando en esta ocasión con la búsqueda del reconocimiento de la beligerancia por parte de Estados Unidos.

IV Los antiguos miembros del primigenio Comité asumieron otras funciones: Agustín Arango sería el vicepresidente, mientras que Plutarco González, José Valiente y José Francisco Bassora se desempeñarían como Tesorero, Vicetesorero y Secretario, respectivamente.

Vicepresidente: Hilario Cisneros, Miembros: Plutarco González, José Francisco Bassora, Francisco Fresser, Agustín Arango, José Valiente, José María Mora e Ignacio Franchi Alfaro.

V “Por una parte, los integrantes eran viejos luchadores con experiencia en ese tipo de trabajo y la estructura del Comité garantizaba el dinamismo y la funcionalidad necesaria para realizar los trabajos de tipo revolucionario; por otra parte, el Comité contaba con el apoyo y el respaldo activo de toda la emigración” (Poey, 1981, 38).

VI Entre el 4 de marzo de 1869 hasta el 14 de junio de 1870 se presentaron en ambas ramas del Congreso alrededor de 20 proposiciones de ley a favor de la beligerancia y la independencia de Cuba.

El 22 de abril la Cámara de Representantes ratificó todos los nombramientos hechos por Céspedes durante su presidencia provisional, por lo que Morales Lemus es confirmado en el cargo.

VII Como resultado, organizó en 1875 tres expediciones que fracasaron (bergantin Charles Miller, pailebote E. B. Warton, y la goleta Eufemia) y encabezó otra a mediados de 1876 que tampoco pudo salir. Falleció de cáncer de la garganta y en la pobreza el 22 de febrero de 1877 en Nueva York.

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