Estados Unidos: unilateralismo y política exterior. Notas para un debate

United States: unilateralism and foreign policy. Notes for a debate

M. Sc. Dino Amador Allende González

Máster en Historia Contemporánea. Mención Relaciones Internacionales. Centro de Estudios Hemisféricos y sobre EE.UU. (CEHSEU-UH), La Habana, Cuba. dinoallende@gmail.com 0000-0002-7471-5549

Cómo citar: Allende González, D. A. (2024). Estados Unidos: unilateralismo y política exterior. Notas para un debate. Política internacional, VI(Nro. 4), 247-259. https://doi.org/10.5281/zenodo.13857177

DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.13857177

 

Recibido: 15 de mayo de 2024

Aprobado: 11 de julio de 2024

publicado: 9 de octubre de 2024

RESUMEN A través de este trabajo se realizará un análisis de las posturas adoptadas por los gobiernos de George H. W. Bush (1989-1993), William Clinton (1993-2001), George W. Bush (2001-2009), Barack Obama (2009-2017), Donald Trump (2017-2021) y el actual mandato presidencial de Joseph Biden (2021-2025) en el ámbito de las relaciones internacionales. Se partirá de la prevalencia de una tendencia hacia el unilateralismo, así como de la existencia de objetivos comunes en política exterior por parte de los partidos Republicano y Demócrata, relacionados con el interés de mantener el liderazgo estadounidense en el escenario mundial. Esta tendencia se puede identificar principalmente a través de dos variantes o formas de expresión: hegemónica e imperial.

Palabras clave: Estados Unidos, relaciones internacionales, política exterior, unilateralismo, hegemonía, imperialismo.

 

ABSTRACT Through this work, an analysis of the positions adopted by the governments of George H. W. Bush (1989-1993), William Clinton (1993-2001), George W. Bush (2001-2009), Barack Obama (2009-2017) will be carried out. ), Donald Trump (2017-2021) and the current presidential term of Joseph Biden (2021-2025) in the field of international relations. It will be based on the prevalence of a tendency towards unilateralism, as well as the existence of common foreign policy objectives on the part of the Republican and Democratic parties, related to the interest of maintaining American leadership on the world stage. This tendency can be identified mainly through two variants or forms of expression: hegemonic and imperial.

Keywords: United States, international relations, foreign policy, unilateralism, hegemony, imperialism.

 

 

Introducción

El unilateralismo, como tendencia en la política exterior de EE.UU. se desarrolla con fuerza desde los inicios de la última década del siglo XX, si bien es necesario puntualizar que las condiciones para su irrupción se fueron conformando en el transcurso del siglo XX, principalmente tras el final de la Primera Guerra Mundial. A lo largo de esa centuria, los principales antecedentes de lo que se identifica en este texto como unilateralismo en política exterior de EE.UU., serían los presidentes Thomas W. Wilson (1913-1921), Franklin D. Roosevelt (1933-1945) y John F. Kennedy (1961-1963), que durante sus períodos gubernamentales desarrollaron una política exterior dirigida a potenciar el rol de EE.UU. como un factor determinante dentro del escenario internacional (Moniz Bandeira, 2010; González Gómez, 2003, Arboleya; 2005; Arboleya, 2008).

La base sobre la cual puede ser funcional el unilateralismo como tendencia de la política exterior de EE.UU., desde hace más de 30 años, parte de un modo de actuación que pretende controlar y someter al resto del mundo desde un actor internacional. Este país posee la capacidad de asumir en el actual escenario roles propios de una hiperpotencia, expresados en las siguientes variables:

En este contexto, deben significarse que las dos tendencias en que se expresa este unilateralismo son hegemónico e imperial. En el primer caso, su génesis más reciente tuvo como contexto el mandato de George H. W. Bush y los dos períodos presidenciales de Bill Clinton, tuvo luego continuidad en el siglo XXI durante los mandatos de Barack Obama (2009-2017) y se caracterizó por la implementación de un conjunto de acciones en función de promover, proteger y desarrollar sus intereses en el escenario mundial mediante el fortalecimiento y consolidación de mecanismos de corte político con énfasis en la diplomacia, el uso de la fuerza militar en situaciones específicas o la combinación de ambas fórmulas, la utilización de organismos internacionales que avalaran sus decisiones de política exterior como la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y particularmente su Consejo de Seguridad (CS), amén de otras que fueron creadas por este actor durante la Guerra Fría, entre las que sobresalen la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y las estructuras que conforman el sistema interamericano, tanto las existentes desde los años posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial como las que surgieron durante los años 90 del siglo XX; también pueden interpretarse como una manera de “dar concesiones a sus aliados sin perder el control de las situaciones” (Alzugaray, 2004).

Por su parte, el unilateralismo imperial comenzó su trayectoria en los dos mandatos de George W. Bush y tuvo como principales rasgos el uso de fórmulas unilaterales con un evidente corte imperial; la presentación de pronunciamientos definitivos y hechos consumados tanto en sus planteamientos oficiales a nivel ejecutivo como en el seno de los organismos internacionales, que en ocasiones adquirieron la forma de ultimátum al resto del mundo; amén de una marcada preferencia por el uso de la fuerza como recurso supremo para consolidar una posición dentro del conjunto de las relaciones internacionales, expresada desde una manera de “seguritizar la seguridad de EE.UU. según sus intereses” (Alzugaray, 2004). Posteriormente, Donald Trump asumió en sus cuatro años de gobierno una postura de política exterior que lo identifica con el unilateralismo imperial, si bien esa actuación estuvo matizada por determinadas particularidades.

De hecho, el unilateralismo en la política exterior estadounidense actual, en el marco de las complejidades del escenario de las relaciones internacionales, es un tema complejo y hasta cierto punto una suerte de instrumento político que todavía se halla en definición, no solo desde el punto de vista académico (Alzugaray, 2004; de Luna Barrios, 2010; Fernández de Córdova, 2004; García San José, 2008; Fung, 2013; Leyva, 2022); sino también a la luz de la dinámica que se expresa en el panorama político interno de ese país, que en más de una ocasión ha incidido en la ejecución de su política exterior.

Resulta significativo el hecho de que, desde los inicios de la década del noventa en el pasado siglo XX, a la par que EE.UU. desplegaba en su accionar de política exterior prácticas unilaterales, la retórica de los actores encargados de poner en marcha las prioridades en esta esfera de dicho país, insistieran en denominar esa forma de actuación con términos tales como "multilateralismo" e "Internacionalismo práctico" (Gardner, 1994: 76). Por otra parte, en los debates sobre estos temas hay autores que han considerado como válida la existencia del multilateralismo, vista como una “práctica de coordinación política por tres o más Estados, con uno de ellos como Hegemón” (Alzugaray, 2004).

De lo planteado se puede inferir que el posible acercamiento a esta temática es relativamente reciente en el tiempo y su abordaje nos pudiera plantear un conjunto de interrogantes: ¿existe realmente el unilateralismo en una forma más o menos acabada? ¿Coexisten junto al unilateralismo otras formas de interacción en las relaciones internacionales? De ser así, ¿cuáles pudieran ser a mediano y largo plazo las posibilidades del unilateralismo como una opción que mantenga su predomino en el actual escenario internacional?

A través de este trabajo se realizará un análisis de las posturas adoptadas por los gobiernos de George H. W. Bush (1989-1993), William Clinton (1993-2001), George W. Bush (2001-2009), Barack Obama (2009-2017), Donald Trump (2017-2021) y el actual mandato presidencial de Joseph Biden (2021-2025) en el ámbito de las relaciones internacionales a partir de la prevalencia de una tendencia hacia el unilateralismo, así como la existencia de objetivos comunes en política exterior por parte de los partidos Republicano y Demócrata, relacionados con el interés de mantener el liderazgo estadounidense en el escenario mundial, identificados principalmente a través de dos variantes o formas de expresión: hegemónica e imperial

El unilateralismo en su variante hegemónica

Como se expresó al inicio del texto, esta vertiente del unilateralismo se desarrolló en un primer período durante los últimos años del siglo XX bajo los mandatos de George H. W. Bush y Bill Clinton, y tuvo un segundo momento, en los dos períodos presidenciales de Barack Obama.

Entre los acontecimientos de política exterior donde EE.UU. instrumentó esta concepción de las relaciones internacionales se hallan el proceso de crisis y guerra del Golfo Pérsico (1990-1991), con su secuela de agresiones hacia Iraq durante el resto de los años 90; la desintegración de la República Federativa Socialista de Yugoslavia (1991-2003); así como también su proyección exterior de esos años hacia América Latina y el Caribe. En el primer caso implicó un reforzamiento de la influencia estadounidense sobre sus competidores económicos, y mostró hasta qué punto el gobierno norteamericano había extendido su poder de influencia en la ONU, principalmente dentro del CS. Esta situación, además de constituir la primera manifestación evidente de la existencia de un mundo unipolar, representó un ejemplo del tipo de operaciones que, sin ser propiamente de la ONU, contaron con su respaldo (Mariátegui, 1992; CESEU, 1993; Despaigne González, 2001).

Por su parte, el liderazgo estadounidense en el proceso de desintegración de Yugoslavia (1991-2003), en uno de los espacios más complejos de Europa, los Balcanes, terminó involucrando en su órbita a los países miembros de la recién fundada Unión Europea (UE), ya fuera mediante la participación de estos en las misiones de pacificación organizadas por la ONU, sobre todo en el contexto de la guerra de Bosnia-Herzegovina (1992-1995), como mediante las acciones militares del Pentágono junto a la OTAN en los momentos finales de este enfrentamiento, que desembocaron en los Acuerdos de Dayton; y durante la llamada “Guerra de Kosovo” (marzo-junio de 1999), momento en el cual dicha organización, a instancias de EE.UU., expresó públicamente su decisión de proyectarse más allá del espacio noratlántico (Palau, 1999; Dimas, 2001; González Torres, 2001; Nato Review, 1994-1999).

Por otro lado, fue América Latina espacio donde EE.UU. desplegó uno de los más abarcadores muestrarios en materia de unilateralismo hegemónico, principalmente bajo la batuta de Bill Clinton. En este sentido son referentes la concreción del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en 1994 y el inicio de las Cumbres de las Américas, la primera de ellas celebrada en Miami (1994) con la asistencia de todos los presidentes latinoamericanos y caribeños, y la exclusión de Cuba. Este país a su vez vio nacer nuevos instrumentos que reforzaban la extraterritorialidad de las sanciones económico-financieras estadounidenses, mediante leyes como la Torricelli y Helms-Burton (1992 y 1996 respectivamente), a la par que durante los años noventa y los primeros años del siglo XXI, sería condenada sistemáticamente por la hoy desaparecida Comisión de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra, a instancias y con la conducción de Estado Unidos, bajo la acusación de violar supuestamente los derechos humanos de sus ciudadanos.

En la práctica, esta virtual oxigenación en el sistema interamericano abarcó no solo el marco propiamente político, sino también el económico y comercial (fue en el contexto de estas cumbres que se comenzaron a dar los pasos para intentar poner para en práctica el Acuerdo de Libre Comercio para las Américas, ALCA), así como también el cultural (Leiken, 1994). Por otra parte, a mediados de esa década, el gobierno de Clinton contribuyó al restablecimiento en la presidencia de Haití de Jean Bertrand Aristide (derrocado por los militares de ese país en 1991), si bien de hecho este paso se dio justo cuando este mandatario estaba a punto de concluir su mandato como presidente.

Un segundo momento del unilateralismo en su versión hegemónica tuvo como escenario las dos administraciones de Barack Obama (2009-2017). Este heredaba un país inmerso en una crisis económico-financiera de carácter global, donde EE.U.U. tenía, desde mediados del 2007, papeles protagónicos, así como un entorno social interno sumamente explosivo, pero además recogía la cosecha de una política exterior cuestionada globalmente por su carácter imperial. Este contexto marcó, desde los momentos previos a la campaña electoral, para que el tema fuese incluido en sus intervenciones con un enfoque que, en esencia, pretendió restablecer el unilateralismo hegemónico estadounidense en el plano de las relaciones internacionales (Obama, 2007: 59).

Esta administración enfrentó, y a la vez fue artífice de escenarios internacionales muy complejos, donde sobresalieron, entre otras cuestiones, los intentos de recuperar la influencia estadounidense en el Medio Oriente, seriamente afectada por el desarrollo de la guerra en Iraq desde 2003; recuperar legitimidad en sus relaciones con América Latina y el Caribe, fuertemente dañada por diferentes razones, como la política seguida por EE.UU. con relación a Cuba que era un evidente fracaso; el avance de procesos de integración latinoamericana contrahegemónicos; así como otros temas de carácter global, tales como, el ascenso de China en el terreno económico, comercial y tecnológico; a lo que se sumaba la gradual recuperación de Rusia como actor internacional de peso, sobre todo en la esfera político-militar.

Si bien constituye un reto analizar, por su amplitud y diversidad de hechos, los diferentes aspectos sobre los que Obama potenció una actuación unilateral hegemónica en política exterior durante sus dos períodos de gobierno, en este trabajo analizaremos su desenvolvimiento en Medio Oriente y América Latina, dos áreas que sirven de barómetro para medir la forma en que dicho presidente utilizó este enfoque en las relaciones internacionales.

En el Medio Oriente, al inicio de su mandato Obama heredó sendas guerras en Afganistán e Iraq, que, si bien poseían similitudes, también tenían evidentes diferencias entre sí, con lo cual el tratamiento dado a ambas también fue diferenciado. Si en el caso afgano la alternativa fue mantener, e incluso reforzar en determinado momento la presencia militar estadounidense; para Iraq la metodología que se siguió implicó a la larga la retirada del contingente militar del país a fines del 2011, aunque a partir de 2014, tras el auge del llamado “Estado Islámico” (EI-Daesh), Obama reintrodujo sus fuerzas en Iraq, las que mantienen aún su presencia en ese Estado árabe, pero con un perfil más bajo.

Por otra parte, durante su mandato, este presidente logró en gran medida restaurar la imagen de Estados Unidos como una autoridad en el escenario político de las élites de poder en el Medio Oriente. Un ejemplo de esto fue la campaña militar contra Libia, que comenzó el 20 de marzo de 2011 con ataques aéreos de la OTAN, basados en una resolución del Consejo de Seguridad manipulada para derrocar al gobierno libio y que resultó en el asesinato de Muammar el Gaddafi, lo que desencadenó una situación de inestabilidad que persiste hasta el día de hoy. Además, desde ese mismo año se intentó llevar a Siria a una situación similar, encontrando entonces el rápido respaldo del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) y la Liga Árabe para este tipo de acciones.

Respecto a la política hacia América Latina, durante sus dos administraciones, Obama desarrolló una política que buscó restablecer un estatus más favorable a los intereses norteamericanos en la región. Esto implicaba recuperar las funciones del sistema interamericano (la Organización de Estados Americanos (OEA), las Cumbres de las Américas, la llamada Carta Democrática), así como promover cambios en países con gobiernos contestatarios e incluso progresistas moderados, realizados desde las estructuras de poder nativas, siempre, con un fuerte apoyo de su administración, los poderes mediáticos internacionales y en algunos casos, de sus aliados de la Unión Europea (UE).

De tal manera, un bosquejo muy somero del gobierno de Obama en su relación con América Latina muestra algunos resultados de esta postura unilateral hegemónica:

Referente a la política hacia Cuba, su decisión de restablecer las relaciones diplomáticas entre ambos países en 2014 implicó un reconocimiento al gobierno de Cuba y su presidente Raúl Castro Ruz, e implícitamente, a la resistencia del proceso revolucionario cubano frente a una política muy agresiva por parte de las élites de poder de EE.UU. durante más de cincuenta años. Esto puede verse no solo como una vía diferente para lograr los objetivos de promover un cambio de régimen en la Isla, sino también en el sentido de que cuando se practica una política de respeto entre ambas partes y se actúa civilizadamente pueden establecerse canales de comunicación para resolver determinadas diferencias. No obstante, desde el punto de vista estratégico, buscó que los cambios en las relaciones no implicaran un abandono de sus objetivos históricos centrales hacia Cuba. Por lo tanto, su gobierno mostró importantes ambivalencias en sus actuaciones. Por una parte, excluyó a Cuba de la arbitraria lista de países que, según Estados Unidos, patrocinan el terrorismo y otorgó licencias en diferentes asuntos relacionados con las relaciones entre ambos países, sobre todo en las telecomunicaciones y los viajes de ciudadanos estadounidenses a la Isla. Además, en los últimos días de su mandato, firmó con el gobierno cubano un nuevo acuerdo migratorio que constituyó “un importante paso en el avance de las relaciones bilaterales” al eliminar “la comúnmente conocida como política “pies secos-pies mojados” y el programa de admisión provisional (parole) para profesionales cubanos de la salud, que Washington aplicaba en terceros países”, (Granma, 2017: 1); a lo que se agregó el voto de abstención durante la sesión de la Asamblea General de la ONU en 2016 relacionada con la votación de la resolución cubana contra el bloqueo estadounidense. Sin embargo, lo cierto es que en su esencia mantuvo la política de cambio de régimen hacia Cuba en 2016, solo que con diferentes instrumentos, y no aplicó otras medidas de carácter ejecutivo que podrían haber hecho inoperante el bloqueo. No puede olvidarse tampoco que durante sus años de gobierno las multas y penalizaciones hacia los bancos extranjeros que mantenían relaciones con Cuba alcanzaron un volumen en cifras y envergadura realmente notable.

El unilateralismo en su variante imperial

Esta vertiente tuvo como punto fundamental de partida la llegada de George W. Bush a la Casa Blanca en 2001, quien protagonizó un fraude electoral que demoró más de un mes los resultados electorales, hasta que finalmente la Corte Suprema decidió darle la victoria a costa del candidato demócrata y vicepresidente Albert Gore. El catalizador y pivote fundamental de su política exterior lo constituyeron las acciones terroristas del 11 de septiembre de 2001. No fue casual el hecho de que, sin haber transcurrido 48 horas de dichos atentados, el presidente proclamase el inicio de una “guerra contra el terrorismo”, a la par que conminaba amenazadoramente al mundo para definirse a favor de EE.UU. o de los terroristas; posturas que luego serían potenciadas en sus discursos sobre el estado de la Unión y ante los egresados de la academia militar de West Point en enero y junio de 2002 respectivamente. A esto, se sumó la publicación en septiembre de ese año de la nueva Estrategia de Seguridad Nacional (The National Strategy of the United States of America), documento fundamental para entender la doctrina militar llevada a cabo por los sectores neoconservadores representados en esta administración republicana, refrendada en su segundo período de gobierno a través de su Estrategia de Defensa Nacional de 2005, así como en la nueva versión de la Estrategia de Seguridad Nacional, publicada en el primer trimestre del año siguiente.

En el terreno práctico, ejemplos notables fueron las invasiones a Afganistán e Iraq, en 2001 y 2003, respectivamente. En estos casos se logró derrocar a los regímenes existentes en esos países, si bien ambas intervenciones derivaron en guerras prolongadas que empantanaron a las fuerzas del Pentágono dislocadas en el terreno y, de hecho, terminaron en sendos fracasos político-militares. La impronta de estos conflictos fue heredada por las administraciones que le sucedieron. También, en el plano interno los resultados de esta política incidieron negativamente, y esta situación de incertidumbre militar, sobre todo en el escenario iraquí, se reflejó en un incremento sostenido del número de bajas mortales entre las fuerzas estadounidenses, que hacia finales de 2007 superaba los 3 800 soldados, así como decenas de miles de heridos, según cifras oficiales.

Por otro lado, el índice de aprobación del desempeño de la administración de W. Bush en esos años fue crecientemente hacia la baja, con niveles que como promedio superaban 60% de rechazo; a lo que se sumó el renacimiento de un movimiento pacifista, que adquirió fuerza precisamente por el rechazo a la participación de EE.UU. en dicha guerra; las divisiones entre los sectores de poder norteños acerca del devenir de la contienda, y la incapacidad para hacer frente a los efectos de desastres naturales en el territorio estadounidense, como el huracán Katrina en 2005, que afectó el sur del país, especialmente la ciudad de Nueva Orleans, y que la opinión pública norteamericana relacionó con la guerra en Iraq (Sheehan, 2006, 44-47).

En el escenario internacional, estas guerras contribuyeron a una imagen negativa de EE.UU., al punto de que, para gran parte del mundo, la denominada “guerra contra el terrorismo” representó ante todo un factor de inseguridad. De ahí que no resultó casual el que países como España y Gran Bretaña, en su momento partícipes de la política de W. Bush con relación a la acción unilateral contra Iraq, sufrieran acciones terroristas dentro de su territorio. También la India y otros países asiáticos sufrieron ataques que de una forma u otra se relacionaban con la reacción de grupos fundamentalistas islámicos, a lo que se sumó la permanente violencia imperante en Afganistán

Sin embargo, la primera década del siglo XXI fue testigo, con creciente fuerza, del ya mencionado ascenso de China como principal actor en el terreno económico y comercial a nivel mundial, mientras Rusia iniciaba una gradual pero sostenida recuperación de su rol económico y sobre todo político-militar. Serían estos dos Estados, parte del eje sobre el que se fue vertebrando el grupo de los BRICS (formado además por Brasil, India y Sudáfrica). Irán también continuó manteniendo una línea de ascenso como potencia regional, al tiempo que desarrollaba un amplio programa nuclear con fines pacíficos. Por su parte, América Latina y el Caribe comenzó un importante proceso de cambios socio-políticos, con influencia en el tema de las relaciones económicas regionales. De tal manera, hacia mediados de la primera década del presente siglo en dicha región existían gobiernos como el de Hugo Chávez en Venezuela, Bolivia con Evo Morales, Rafael Correa en Ecuador y Daniel Ortega en Nicaragua con posiciones de izquierda; mientras Brasil, Argentina y Uruguay tenían gobiernos progresistas, si bien estos últimos no tenían el mismo nivel contestatario que los mencionados.

Toda esta situación complejizó un escenario donde surgían o se reactivaban mecanismos económicos, sociales, político-militares y de integración regional que no necesariamente respondían a los intereses norteamericanos. Por otra parte, si bien las Cumbres de las Américas de Chile (1998) y Quebec (2001) mostraban todavía un panorama político donde prevalecían gobiernos de corte neoliberal, cuatro años más tarde, en la Cumbre de Mar del Plata, la posición de los gobiernos de Brasil y sobre todo de Argentina y Venezuela colocaron al mecanismo de estos cónclaves en un impasse que pareció cancelar esta alternativa para una realización futura. Por si fuera poco, Mar del Plata representó el naufragio definitivo del ALCA como vía expedita para el control hegemónico de las economías latinoamericanas, y obligó a EE.UU. a tener que utilizar en su lugar como medio más efectivo el sistema de tratados de Libre Comercio (TLC), a lo que agregó el fracaso del recrudecimiento de la política agresiva hacia la Revolución Cubana.

 

Finalmente, los últimos momentos de W. Bush en la presidencia fueron marcados de manera muy evidente por las primeras manifestaciones de la crisis que azota al sistema capitalista desde finales de la primera década del siglo, y que tuvo sus primeras reacciones en EE.UU. desde finales del 2007 y a lo largo de 2008, lo que indudablemente hundió aún más la gestión de su gobierno.

No fue sino hasta las elecciones de noviembre de 2016, luego de la victoria de Donald John Trump, que el unilateralismo en su variante imperial volvió a tomar nuevo protagonismo en la agenda en la política exterior estadounidense. La llegada de Trump a la Casa Blanca tuvo como lógica la misma dinámica de lo acontecido en el proceso electoral de 2008: la necesidad de un cambio en la sociedad estadounidense, si bien en el orden interno su actuación terminó polarizándola aún más, por su apoyo abierto a las posiciones más extremas de la derecha en el país, a lo que se sumó a partir del 2020 una actuación desastrosa en el enfrentamiento a la pandemia de Covid-19 y el intento de imponer un discurso relacionado con el supuesto robo de su victoria en las elecciones presidenciales de ese mismo año por parte de los demócratas, que concluyó con su fallido apoyo a la toma del Capitolio en enero de 2021.

Un breve repaso de su actuación en política internacional durante el primer año de mandato mostró, entre los puntos más polémicos: el abierto retroceso en las relaciones con Cuba, que se incrementó a partir de 2019; la amenaza del uso de la fuerza contra Venezuela; la salida de Estados Unidos del Acuerdo de París contra el cambio climático, su retirada de la UNESCO, la OMS y su amenaza de hacerlo también en la OMC; el aumento de la escalada de tensiones con la República Popular Democrática de Corea y el anuncio del traslado unilateral de la embajada estadounidense en Israel hacia Jerusalén. Por otro lado, pretendía reducir en un 30 % el presupuesto del Departamento de Estado y aumentar en $ 80 000 millones los gastos del sector militar; calificó de “injustos” y llamó a renegociar los acuerdos firmados por sus predecesores, incluido el TLCAN. Asimismo, decidió abandonar por completo la Alianza Transpacífica, concepto estadounidense y que pretendía convertirse en la mayor área de libre comercio del mundo; amén de que, en su relación con América Latina, se planteó como objetivo central revitalizar la vigencia de la Doctrina Monroe.

Posteriormente, a los temas anteriormente mencionados se sumaron otros, que fueron catalizadores de nuevas fuentes de tensión en un escenario internacional cada vez más complejo y que incluyeron, entre otros, la salida de EE.UU. del acuerdo alcanzado con Irán en 2015 sobre el tema de su programa nuclear; el incremento de las agresiones al gobierno sirio de Bashar Al Assad, que abrió un potencial escenario de guerra luego de efectuar ataques aéreos y lanzamiento de misiles contra posiciones militares sirias en 2017 y 2018, a lo que sumó la entrada en territorio de aquel país de fuerzas terrestres desde la frontera con Iraq; y sobre todo los avatares derivados de su sistemática confrontación con la República Popular China, que abarcó prácticamente todos los planos que inciden en una relación bilateral: económico, científico-técnico, político, diplomático y que por momentos pareciera incluir una posible complicación en el terreno militar.

Estas y otras problemáticas complejizaron aún más el contexto internacional, al tiempo que, la impronta de este mandatario constituyó un elemento que, lejos de contribuir a una solución para estos, sencillamente imposibilitó cualquier posibilidad de arreglo por vías consensuadas. Para algunos analistas, esta postura supuso una vuelta a las viejas posiciones del aislacionismo estadounidense. No obstante, más allá de Trump y la manera de presentar a su país como centro global imaginar el mundo actual sin la actuación de EE.UU., tal y como lo conocemos, sería como concebir que la sociedad capitalista del siglo XXI pueda renovarse poniendo en práctica de manera literal los postulados de la Declaración de los Derechos del Hombre enarbolados durante la Revolución francesa de 1789.

Es por ello que, si tratáramos de identificar a este mandatario dentro de una de las tendencias del unilateralismo, habría que calificarlo de imperial, pero con una interpretación muy particular de ella, debido sobre todo a lo imprevisible de su discurso político y actuación práctica.

El unilateralismo “híbrido” de Joseph R. Biden

Joseph Robinette Biden Jr., más conocido como Joe Biden, asumió la presidencia de Estados Unidos el 20 de enero de 2021 gracias a la obtención de un número mayor de votos electorales –con una cifra incluso superior a los necesarios para validar el triunfo– así como un numeroso voto popular superior a los 80 millones y el respaldo de la mayoría de los medios de comunicación. Sin embargo, su trayectoria como mandatario muestra un panorama ambivalente y contradictorio. En ese sentido, y según el criterio expresado por fuentes que desde el campo de la academia han seguido de forma sistemática la realidad estadounidense durante las últimas décadas: “Biden obtuvo el triunfo y Trump no consiguió la reelección. La nación está dividida ante un abanico de asuntos: empleo, estabilidad económica, impuestos, inmigrantes, armas de fuego, seguridad ciudadana, violencia, medioambiente, discriminación racial y política exterior” (Hernández Martínez, 2020).

En el campo de las relaciones internacionales, su actuación ha estado marcada entre una retórica que intenta recuperar el discurso propio de los mandatarios que postulan posiciones propias del unilateralismo en su variante hegemónica, con una actuación que en algunos casos pretende proyectarse como imperial; pero que sin embargo resulta contradictoria en alcances y resultados.

Un ejemplo de lo anterior se hizo evidente a través de la manera en que Estados Unidos cerró sus dos décadas de intervención militar en Afganistán, a mediados del 2021, que puede considerarse como la primera crisis que enfrentó su administración en política exterior. Esta acción de fuerza, considerada la de mayor extensión en la historia de dicho país, tuvo un desenlace vergonzoso con la salida intempestuosa y desorganizada de las fuerzas armadas estadounidenses el 31 de agosto de ese año, cuando completaron su retirada y de esa manera ponían fin a las tareas de evacuación. De acuerdo con Biden, tras veinte años de presencia militar en esa nación asiática, su país solo tenía como opción real cumplir un acuerdo que el presidente Trump había negociado con los talibanes, donde se establecía que las fuerzas estadounidenses debían abandonar Afganistán para el 1ro. de mayo de 2021, lo que había propiciado una reducción de tropas estadounidenses desde cerca de 15 500 soldados a 2 500, en un momento donde además “los talibanes tenían su mayor posición militar desde 2001”. De ahí que, tras intentar fallidamente una ampliación del plazo de permanencia hasta el 11 de septiembre –justo cuando se cumplirían dos décadas de los sucesos del 11-9-2001–, según Biden: “La elección que tuve que hacer, como su Presidente, fue terminar de dar cumplimiento a ese acuerdo o estar dispuesto a regresar y pelear contra los talibanes en plena temporada de combates de primavera” (Biden, 2021).

Por otra parte, desde el inicio de su gestión, el gobierno de Biden le dio continuidad a una línea de política exterior que tiene como uno de sus ejes básicos frenar la influencia de China en el mundo, no solo en el plano económico y comercial, sino también en materia político-militar e incluye dentro de este último aspecto el tratamiento al tema de Taiwán, el reforzamiento de vínculos con aliados tradicionales en la región –Japón, Filipinas y Corea del Sur, que en este caso también implica un aumento de las tensiones con Corea del Norte– y la creación de nuevas alianzas, como la que se vislumbra a través del llamado AUKUS (2021) entre Estados Unidos, Australia y Reino Unido.

A su vez, desde finales de ese mismo año y sobre todo a partir del inicio de la operación militar especial de Rusia en Ucrania, fundamentalmente en la zona del Donbass (febrero de 2022), la administración demócrata ha sido el actor principal en el apoyo recibido por el gobierno ucraniano durante el enfrentamiento bélico, al tiempo que resulta elemento aglutinador del sostén que recibe Kiev principalmente a través de la OTAN y la UE, situación que a fin de cuentas determina un debilitamiento notable de esta última organización y presenta un contexto donde, desde una mirada más inmediata, se nos muestra que EE.UU. parecería ser el único y principal beneficiado en todo este escenario. Sin embargo, a mediano y largo plazo los posibles efectos de esta guerra podrían ser perjudiciales para Washington no solo en el plano internacional, sino también dentro de su propia opinión pública.

Respecto a su política hacia América Latina y el Caribe en lo que va de mandato, si bien desde sus proyecciones de política exterior no pueden ignorarse las referencias hechas a dicha región en sus pronunciamientos públicos, lo que más resalta en este sentido ha sido sobre todo la actuación práctica de su gobierno con relación a países concretos, que en el caso de Cuba resultan significativos por el contraste entre su discurso durante la campaña electoral y la postura una vez llegado a la Casa Blanca, que en lo esencial ha mantenido las líneas establecidas por Trump. Según lo expresado por Juan Sebastián González, uno de sus asesores de campaña en las elecciones de 2020 y futuro vocero principal de la nueva administración para América Latina y el Caribe, la visión de Biden hacia la región se basaba en la creencia fundamental de que la promoción de un “hemisferio seguro, de clase media y democrático”, es de enorme interés para la economía y la seguridad nacional de Estados Unidos. Además, que deben colaborar con sus vecinos si quieren ganar la lucha contra la pandemia de la Covid-19 y reconstruir la economía estadounidense de una mejor manera que en el pasado (González Santamaría, 2021, 70 y 71).

Sobre su actuación hacia Venezuela, a principios de 2022 el escenario parecía sufrir leves cambios con el inicio de la guerra entre Rusia y Ucrania, tras el establecimiento de contactos entre delegaciones de ambos países donde se argumentó que la principal causa de estos encuentros estaría motivada por el interés de EE.UU. para entrar al mercado petrolero venezolano en un escenario internacional como el que parece estarse conformando de este conflicto. Sin embargo, desde diferentes instancias del poder en Washington se pretendió seguir reconociendo la legitimidad de Juan Guaidó como “presidente” y los sucesos relacionados con la retención en Argentina de un avión venezolano y su tripulación por pedido de un tribunal estadounidense radicado en La Florida, así como el reciente informe sobre el tema de las drogas en la región que incrimina a dicho país, unido a la pretensión de legitimar el despojo hecho a la empresa CITGO, filial de PDVSA, muestran que las bases sobre las que se ha mantenido la agresividad hacia la República Bolivariana mantienen su vigencia.

Uno de los recientes ejemplos que pueden servir para medir la situación actual de las relaciones entre EE.UU. y sus vecinos regionales, fue la IX Cumbre de las Américas, efectuada en la ciudad de Los Ángeles entre el 6 y 10 de junio de 2022. A partir de la exclusión por parte del gobierno anfitrión de Cuba, Venezuela y Nicaragua, con el argumento de que esos regímenes son antidemocráticos, se inició un proceso donde los presidentes de México y Bolivia, más los países del CARICOM expresaron su protesta por la actitud estadounidense y desencadenaron una situación que terminó siendo el eje sobre el que se desarrolló gran parte de las discusiones acontecidas en el encuentro. Cinco presidentes decidieron no asistir a Los Ángeles –Andrés Manuel López Obrador de México, Luis Arce de Bolivia, Xiomara Castro de Honduras, Alejandro Giammattei de Guatemala y Luis Lacalle Pou de Uruguay–, siendo estos representados por sus ministros de relaciones exteriores. En el caso de los tres primeros la ausencia fue motivada por el tema de las exclusiones y una veintena de gobiernos manifestaron su inconformidad con la iniciativa estadounidense. De hecho, los resultados de esta Cumbre pueden ser considerados como los más intrascendentes en la historia de este tipo de cónclave para los objetivos que habitualmente persiguen los gobiernos estadounidenses, y su futuro ha quedado cuestionado y comprometido en su continuidad.

CONCLUSIONES

Lo expuesto en el presente trabajo intenta mostrar la trayectoria de la tendencia unilateralista en la política exterior de EE.UU. que, si bien posee antecedentes históricos y proyecciones teórico-prácticos consecuente con la forma en que dicho país ha ido concibiendo su rol como principal actor internacional, tuvo un momento de aplicación práctica en dos vertientes, la hegemónica e imperial, a partir de los años 90 del pasado siglo y las primeras décadas del XXI, luego de los cambios producidos en el mundo tras la caída del campo socialista y la desintegración de la Unión Soviética; así como también la funcionalidad de su empleo para diferentes grupos de las élites de poder estadounidenses. En este sentido, esta política sirve como instrumento para su aplicación desde una óptica bipartidista, con independencia de las diferencias en su modo de aplicación hacia los diferentes escenarios de las relaciones internacionales contemporáneas.

Resulta conveniente precisar que, desde finales de la primera década del presente siglo, EE.UU. atraviesa una crisis multidimensional que influye en las diferentes facetas de su actuación como hiperpotencia. Se puede apreciar la interrelación existente entre la dinámica interna de la sociedad estadounidense con acontecimientos de las relaciones internacionales donde ha desempeñado un rol fundamental, así como la manera en que las diferentes administraciones han asumido el rol de este país en el escenario mundial.

No obstante, lo importante en el análisis de este trabajo no radica en el seguimiento de las figuras políticas que han ocupado la presidencia desde finales del pasado siglo, sino del desarrollo de una tendencia que posee un legado histórico sobre el que ha podido emerger y tomar protagonismo.

Más allá de los presidentes analizados y matices de cada uno durante sus mandatos, estamos ante una visión del mundo que se contrapone no solo a una alternativa sistémica diferente, sino incluso a interpretaciones, planteamientos y formas de actuación desde el sistema capitalista imperante que de una u otra forma no pueden obviar que el mundo de hoy debe ser esencialmente multilateral en el escenario de las relaciones internacionales. De ahí que el fracaso y posible extinción del unilateralismo podrá resultar más o menos rápido en dependencia de la voluntad de la comunidad internacional para lograr estos cambios, así como también y sobre todo de la lucha por construir un mundo alternativo al existente, propósito en el que no puede faltar la contribución de los mejores hijos del pueblo estadounidense.

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