RELACIONES INTERNACIONALES

 

¿Ficción o realidad en el discurso monroista?: lo que el viento no se llevó a lo largo de doscientos años de agresiones

Fiction or reality in the Monroist discourse?: what the wind did not blow over two hundred years of aggressions

 

Dr. C. Hassan Pérez Casabona

Doctor en Ciencias Históricas. Profesor Titular del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU) de la Universidad de La Habana. Académico Concurrente de la Academia de la Historia de Cuba, La Habana, Cuba. hasperezc@cehseu.uh.cu 0000-0002-9388-6634

 

DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.8422888

Cómo citar (APA, séptima edición): Dr. C. Hassan Pérez Casabona. (2023). ¿Ficción o realidad en el discurso monroista?: lo que el viento no se llevó a lo largo de doscientos años de agresiones. Política internacional, V (No. 4/2023), 173–184. https://doi.org/10.5281/zenodo.8422888

 

Recibido: 29 de agosto de 2023

Aprobado: 25 de septiembre de 2023

 

RESUMEN En el artículo se realiza un examen sobre la significación de la tristemente célebre Doctrina Monroe, para América Latina y el Caribe a lo largo de doscientos años. Desde la dimensión histórica, y entrelazando diversas cuestiones relacionadas con el análisis político, se hace énfasis en que esta política ha actuado, de una u otra manera, como verdadero eje articulador de la proyección de Estados Unidos hacia las naciones al sur del Río Bravo. De igual manera se destaca, en el caso cubano, la sintonía entre dicha Doctrina y la denominada teoría de la “Fruta Madura”, formulada también en 1823, exactamente en abril de aquel año. En el trabajo se refuerza la idea de cómo, más allá de los enormes desafíos surgidos, en múltiples ámbitos, los pueblos latinoamericanos y caribeños no se han plegado al accionar monroista. La unidad entre nuestras naciones, en ese sentido, representa la gran empresa hacia el futuro.

Palabras claves: Doctrina Monroe, Fruta Madura, imperialismo, integración, unidad

 

 

ABSTRACT The article examines the significance of the infamous Monroe Doctrine for Latin America and the Caribbean over two hundred years. From the historical dimension, and intertwining various issues related to political analysis, it is emphasized that this policy has acted, in one way or another, as the true articulating axis of the projection of the United States towards the nations south of the Rio Bravo. Similarly, in the Cuban case, the harmony between said Doctrine and the so-called “Ripe Fruit” theory, also formulated in 1823, exactly in April of that year, stands out. The work reinforces the idea of how beyond the enormous challenges that have arisen, in multiple spheres, the Latin American and Caribbean peoples have not yielded to the monroista actions. The unity between our nations, in this sense, represents the great company towards the future.

Keywords: Monroe Doctrine, Ripe Fruit, imperialism, integration, unity.

 

 

INTRODUCCIÓN

El 2 de diciembre de 1823 constituye una fecha infausta para los pueblos nuestroamericanos. En aquella jornada James Monroe, el quinto presidente de unos Estados Unidos que apenas comenzaban a desandar, como estado moderno, en el concierto internacional, se encargó de delinear lo que, a la postre, devendría, de una u otra manera, en esencia del comportamiento de aquel país hacia las naciones al sur del Río Bravo.

Retórica a un lado, atributo invariable desde entonces en los pronunciamientos de la élite en torno a la cual se vertebra el funcionamiento de dicho sistema político, lo cierto es que el mensaje enviado al Congreso por ese mandatario, revelaba cuestiones sustantivas, en relación con la manera en que nos perciben, desde aquellos lares. Ese pronunciamiento, al mismo tiempo, lanzaba una clara advertencia hacia las potencias europeas, en cuanto a que, a partir de entonces, cualquier asunto en esta porción del planeta, de la más variada naturaleza, transitaría primero, y en última instancia, por el tamiz de los intereses estadounidenses.

Si bien elaborado bajo los cánones del lenguaje diplomático, con la clara finalidad de no fracturar el equilibrio indispensable entre los actores protagónicos para la fecha, en la mayor parte del texto prevaleció un tono nada ambiguo, mediante el cual se pretendía contener el poderío del Viejo Continente, en lo que respecta a su capacidad de proseguir adentrándose en el entramado de nuestra región.

Por ello debemos por la sinceridad y las amistosas relaciones existentes entre los Estados Unidos y aquellos poderes, declarar que consideramos cualquier intento de su parte para extender su sistema a cualquier porción de este hemisferio como peligroso para nuestra paz y seguridad (Monroe, 2018: 6).

Por tanto, el presente artículo realiza un examen sobre la significación de la tristemente célebre Doctrina Monroe, para América Latina y el Caribe a lo largo de 200 años.

DESARROLLO

Para aquilatar el alcance de aquella declaración es necesario someterla a debate desde múltiples enfoques y saberes. En la perspectiva geopolítica, por ejemplo, su significado trascendió con creces el momento histórico concreto en que tuvo lugar, en tanto se erigió, partiendo de la dimensión doctrinal, en la partitura que, en un sentido amplio, han interpretado, con las inevitables reactualizaciones que impone cada nuevo tiempo histórico, las sucesivas administraciones estadounidenses.

En esta línea analítica coinciden múltiples investigadores. Apenas como botón de muestra las valoraciones de un destacado politólogo sudamericano:

Traducido, en su uso habitual, significaba que América era para los norteamericanos. O sea que no permitirían avances de potencias extra-continentales en lo que ellos denominan el hemisferio occidental. En su famoso mensaje, Monroe declaró que considerarían cualquier intento europeo de extender su sistema político al continente americano como peligroso para la paz y la seguridad de Washington. La doctrina Monroe era una de las manifestaciones del nuevo expansionismo que Estados Unidos desplegaría en América en las décadas siguientes, construyendo un área de influencia propia, bajo su estricto control. Durante casi doscientos años, fue reactualizada y reinterpretada en diversas ocasiones” (Morgenfeld, 2018: 217).

Este sostenimiento en el escenario imperial, permanecer como basamento durante dos siglos, en oportunidades en el proscenio y en otras intentando estar fuera del foco mediático, es otra evidencia nítida de la repercusión ideológica de aquel manifiesto.

No puede soslayarse tampoco que, a casi 50 años de la Declaración de Independencia del 4 de julio de 1776, la amplia reflexión remitida por Monroe al poder legislativo, se irguió como la primera gran formulación, y más adelante articulación orgánica de las diversas instancias del poder, en el ámbito de la política exterior de Estados Unidos. En modo alguno es un hecho fortuito que Latinoamérica y el Caribe constituyeran el espacio geopolítico, en torno al cual cobrara cuerpo tal elaboración programática.

Es evidente que, para entender hasta dónde aquellas palabras calaron tanto en el comportamiento, como en el imaginario de la clase dominante de aquel país, en cuanto a su visión sobre la realidad de nuestra región, no puede llevarse a cabo una lectura estrecha de los acontecimientos acaecidos desde entonces.

Desde una retrospectiva fáctica la Doctrina Monroe representó, durante décadas, poco menos que letra muerta, en relación con cumplir lo que, con vehemencia, y arrogancia, en ella se señalaba. No es necesario realizar un recuento pormenorizado de las oportunidades, en los decenios subsiguientes, en las cuales Estados Unidos no tuvo la fortaleza para llevar a vías de hecho los postulados fundamentales en ella contenidos.

Bastaría mencionar, a guisa de breves ejemplos, su inacción durante la intervención de España en México en 1829; la anexión británica de las Islas Malvinas, en 1833; las incursiones francesas y británicas en el Río de la Plata entre 1838 y1850; la ocupación francesa de Veracruz, igualmente en 1838 o la apropiación gradual de territorios centroamericanos por Gran Bretaña, durante la primera mitad del siglo XIX. Todas ellas, y otras muchas, reflejaron, en buena medida, las falencias de una nación que, si bien se pensaba desde sus albores como egregia, en el desfile global estaba lejos aún de reclamar un escaño, de primerísimo orden, dentro del ordenamiento universal.

Solo la conjunción de numerosos factores, desde el crecimiento económico sostenido que comenzó a producirse principalmente tras el fin de la Guerra de Secesión, sin ignorar que ello tenía lugar en predios donde exclusivamente se conoció el modo de producción capitalista, prácticamente en estado puro, unido al robo flagrante de territorios y la extensión “continental” de sus tentáculos, con el despojo a México de más de dos millones de kilómetros cuadrados como símbolo cimero de tal fechoría, hicieron posible que el espíritu de dicha doctrina, en cuanto a poner límites al resto de las potencias en lo concerniente a esta área geográfica, dejase de ser una fantasía.

Esa transformación estratégica, es decir no solo pensarse sino actuar como referente en condiciones de asimilar cualquier desafío, y retar de paso al resto de las naciones más desarrolladas, sobrevendría con la participación en la contienda que libraba Cuba frente a España, tomando como pretexto la voladura del acorazado Maine, surto en la rada habanera, el 15 de febrero de 1878.

La primera guerra imperialista de la historia

Los Estados Unidos que, valiéndose de la Declaración Conjunta de ambas cámaras congresionales, rubricada después por el presidente McKinley, intervinieron en la confrontación épica que libraba el mambisado cubano contra las huestes metropolitanas, prolongada a lo largo de treinta años, a partir del 10 de octubre de 1868, no eran la nación portadora de innumerables fisuras, en todos los campos, que lanzó al éter los preceptos monroistas, en 1823.

Se habían convertido ya, en el epílogo decimonónico, a todas luces, en un territorio vigoroso en el sentido más abarcador del término y lo que es de mayor importancia: a lo interno de sus estructuras se operaba ya, con la consiguiente necesidad de que tal mutación se hiciera valer en el plano foráneo, en una potencia imperialista, desde la óptica de la interpretación leninista.

El genial filósofo, estadista y revolucionario ruso afirmaría, con independencia de que su obra El imperialismo fase superior del capitalismo viera la luz en 1916, que la confrontación hispano-cubana-estadounidense era la primera guerra imperialista de la historia. Tal aseveración, sin un ápice de voluntarismo, se erigía a partir de la realidad tangible de los cambios experimentados en la economía estadounidense en el ocaso de aquella centuria.

No puede ignorarse, en esta dirección, que:

Entre 1865 y 1890 fue sorprendente el crecimiento industrial, especialmente en los sectores metalúrgicos y energético. […] El desarrollo industrial, por otra parte, estimuló la creatividad tecnológica; en un periodo de 30 años se registraron 638 000 patentes, que abarcaron desde el alto horno para la fundición de hierro hasta la máquina de escribir, y se inició el sistema de producción de partes intercambiables. […] El resultado de estas condiciones fue la concentración de capital y el ingreso en muy pocas manos y la consolidación de grandes monopolios. […] Al finalizar el siglo XIX unas 5000 empresas se habían fusionado en 300 trusts (Velazco, 1991: 56-57).

La creación de un amplio conglomerado de monopolios, la fusión del capital bancario con el industrial, dando paso a un oligarquía financiera, la capacidad de comenzar a exportar capitales, más que productos, como garante para la penetración de las economías latinoamericanas, y la inevitable predisposición de tal sistema a llevar adelante guerras de rapiña, con la finalidad de agenciarse nuevos territorios y repartirse los que antaño pertenecieron a otras metrópolis, o se encontraban en una especie de limbo jurídico, configuraban el panorama estadounidense.

Esta es una realidad, que, si bien suele ser marginada dentro de no pocos circuitos académicos, es reconocida por una parte de la historiografía más acuciosa de aquel país.

La mayor parte de los estadounidenses tiene reparos en reconocer el papel central que le correspondió al imperio en su historia, y mucho más en admitir que el imperio norteamericano fue uno entre muchos. Pero la aventura imperial de 1898 no fue, como suele argumentarse con frecuencia, un acto accidental e impensado, y es por eso que en el cuarto capítulo indago en qué medida el imperio había estado en la agenda nacional durante décadas. Existe una notable continuidad de propósito y estilo desde la conquista del oeste hasta la colonización de ultramar de 1898. Igualmente, continua fue la política de extender el comercio exterior de bienes agrícolas e industriales y, en el siglo XX, expandir el acceso a las materias primas y asegurar las inversiones estadounidenses en el exterior (Bender, 2011: 21).

Desde ese catalejo lo que sucedió en suelo de la mayor de las Antillas alcanzó una enorme significación geopolítica, debido a que representó el acta formal de alumbramiento, de Estados Unidos como hegemón global. A ello habían aspirado, sin exageración alguna, desde la llegada de los peregrinos del Mayflower, en 1620, o cuando una década más tarde John Winthrop, a bordo del buque Arabella, en la bahía de Massachusetts, sentenció que crearían una “ciudad en la colina” que todos deberían admirar.

Esa declaración, en realidad, resultaba un eufemismo. Este propio personaje se encargaría muy pronto de expresar la creencia verdadera que inspiraba a dicho grupo.

En 1630, en los albores de la colonia de la bahía de Massachusetts, el gobernador, John Winthrop, había definido así la filosofía de los gobernantes ´…en todas las épocas, algunos deben ser ricos, otros pobres, algunos elevados y eminentes en poder y dignidad, otros de condición baja y sumisa´ (Zinn, 2005: 51).

Ese fermento ideológico, enhebrado en el ocaso del siglo XIX bajo los postulados de la Doctrina Mahan, se ensanchó de manera previa con la idea, entre otros ingredientes, del Destino Manifiesto, el cual irrumpe en escena a partir de 1845 y que tendría un efecto letal, entre numerosos hechos, en el despojo pocos años después de cuantiosos territorios mexicanos (Marín, 1982).

En realidad, los Estados Unidos que otean al horizonte, en la apertura del siglo XX, son el resultado de un largo e intenso proceso de configuración, portador de múltiples contradicciones por demás, en el cual prevaleció, sin embargo, la mirada socioclasista de los blancos, anglosajones y protestantes (WASP, por sus siglas en inglés), como núcleo dominante, en torno al cual se orquestaba el proyecto de nación de sus fundadores.

Es importante remarcar, en esta línea de interpretación histórica, que:

En el crisol norteamericano, desde la formación de la nación, tanto por acción como por reacción, se van instalando los componentes centrales del mosaico ideológico y cultural de lo que sería posteriormente la sociedad estadounidense: liberalismo, individualismo, idealismo, exaltación de la propiedad privada, sentido mesiánico, sentimiento antiestatal, apego a la tradición. De esa síntesis emergería lo que algunos autores han denominado como ´el credo norteamericano´ […]. Con independencia de las manipulaciones recurrentes, casi constantes, de que han sido objeto, esos componentes retroalimentan, desde el punto de vista ideológico y cultural, al único modo de producción que ha conocido durante toda su historia, la sociedad norteamericana: el capitalismo, estimulando autopercepciones de superioridad, posiciones individualistas, nacionalismo chauvinista, visiones intolerantes (Hernández, 2010: 51-52).

En el caso cubano hay que tener en cuenta la sintonía estructural de la Doctrina Monroe con el contenido de la política de la “Fruta Madura”, dada a conocer también en 1823, en el mes de abril exactamente, por el Secretario de Estado, John Quincy Adams.

Este personaje, hijo de John Adams, segundo mandatario estadounidense y quien sucedería a Monroe en el Despacho Oval, convirtiéndose además en la primera combinación de padre e hijo al frente de esa nación (hazaña reeditada por George H Bush, entre 1989 y 1993 y por su descendiente George W. Bush, entre el 2001 y el 2009) planteó sin ambages que el archipiélago antillano debería ser atraído, inexorablemente, a la órbita norteña.

Pero hay leyes de gravitación física, y así como una fruta separada de su árbol por la fuerza del viento no puede, aunque quisiera, dejar de caer en el suelo, así Cuba, una vez separada de España y rota la conexión artificial que la liga con ella, es incapaz de sostenerse por sí sola, tiene que gravitar necesariamente hacia la Unión Norteamericana, mientras que la unión misma, en virtud de la propia ley, le será imposible dejar de admitirla en su seno (Adams, 1973: 156-157)1.

A tamaña sentencia cínica el camaleónico personaje añadió, en lo que puede considerarse una clara anticipación de los ejercicios prospectivos contemporáneos de formulación de escenarios, que dicha gravitación, o mejor aún subordinación integral, cristalizaría en alrededor de 50 años. Aunque el pronóstico no fue exacto, lo importante a destacar es que la intromisión yanqui en la gesta de 1898 no tuvo un milímetro de improvisación, sino que fue el resultado de materializar, en el momento en que convergieron los factores determinantes, la pretensión visceral de apoderarse y controlar los destinos de Cuba, la cual se remontaba incluso a la etapa previa al surgimiento de aquella nación2.

“Gran garrote”, “Diplomacia del dólar y “Buena vecindad”: diversas caras de una misma moneda

La llegada del siglo XX trajo aparejada, como hemos apuntado, el afianzamiento integral del predominio de los intereses estadounidenses en la región. El vecino norteño se valió para ver coronada esa sempiterna aspiración de las más diversas estratagemas.

La multiplicidad de enfoques, y modos de actuación, puso de manifiesto que, más allá de las discrepancias operativas, en cuanto a la manera de proceder hacia América Latina y el Caribe, existe convergencia estratégica en el establishment de aquel país, en cuanto a su cosmovisión hacia estos lares (Boron, 2014).

En ese sentido transitaron de las intervenciones militares en el Caribe, en época de Teddy Roosevelt, al incremento de las acciones económicas y financieras, durante la presidencia de William Taft, con la finalidad de diseñar una red infranqueable que les garantizara tomar el control de los procesos principales que tenían lugar en la región.

Décadas más tarde, con la llegada a la Casa Blanca de Franklin Delano Roosevelt, se instauró una visión más refinada, que daba preeminencia a los instrumentos del denominado “poder blando”, en aras de presentar un rostro imperial que se desdibujara, en tanto resultaba más empático con las problemáticas de las grandes mayorías.

Ello no implicó, de ninguna manera, que se abandonaran las presiones tras bambalinas, en el afán de hacer prevalecer sus demandas, aunque, de forma pública, Estados Unidos se desmarcara del papel interventor y se esforzara, por todos los medios, en ejecutar programas que les permitieran ganar en ascendencia popular, y que propiciaran que importantes sectores percibieran su comportamiento en calidad de benefactores3.

En paralelo trabajaron con intensidad, entrelazando diferentes esferas, en la consolidación de un sistema interamericano, en el cual Estados Unidos fuera idolatrado y secundado, en cuanto a su proyección más allá del continente. La creación de las bases de ese sistema neopanamericano, de profunda raigambre monroista, tiene sus génesis en las Conferencias Internacionales que se celebraron en Washington, entre 1889 y 1891, y en el incesante despliegue que de ellas se derivó, con el propósito de cimentar un tipo de relación en la cual los gobiernos latinoamericanos y caribeños se plegaran, de manera abyecta, a las pautas trazadas desde los centros de poder de aquella nación.

Por fortuna, no pocas figuras de extraordinaria lucidez impidieron que la alharaca norteña se cebara, con impunidad, en el imaginario de nuestros pueblos. José Martí, sin dudas, fue el más preclaro, a la hora de desenmascarar la manera de proceder imperial.

Jamás hubo en América, de la independencia acá, asunto que requiera más sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minucioso, que el convite que los Estados Unidos potentes, repletos de productos invendibles, y determinados a extender sus dominios sobre América, hacen a las naciones de menor poder […]. De la tiranía de España supo librarse la América española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, causas y factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia (Martí, 2001: 178)4.

Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, y la ruptura de la alianza táctica que tuvo lugar en la etapa final de la misma con la Unión Soviética, comenzaría una nueva etapa en cuanto a las relaciones internacionales, la Guerra Fría, cuyo impacto se haría sentir en todo el orbe.

Mediante una serie de documentos doctrinales se fue conformando un amplio sistema, encaminado a derrotar el creciente peligro que representaba, para los posicionamientos estadounidenses, la aparición del campo socialista en Europa del Este, bajo el influjo de la URSS, y el efecto multiplicador de esas ideas en América Latina, Asia, África y el Tercer Mundo en general.

La adopción de la National Security Act, el 26 de julio de 1947, y la creación del Consejo de Seguridad Nacional (NSC, por sus siglas en inglés) y la Agencia Central de Inteligencia (CIA), representarían las expresiones más elevadas, en este sentido, de la naciente madeja institucional que se ocuparía en lo adelante de dichas cuestiones (Winckler, 2000).

El basamento sobre el que se erigió la Guerra Fría, por otro lado, fue resultado igualmente de un intenso proceso deliberativo, a diferentes instancias, encaminado a configurar un marco amplio y totalizador, desde el cual impulsar la supremacía estadounidense a partir de una perspectiva integral5.

La Doctrina Truman, en particular, se levantó como el estandarte de mayor rango a través del cual Estados Unidos hacía renacer su vocación monroista, atemperada a las circunstancias de un mundo donde el ascenso de proyectos contrahegemónicos había dejado de ser una utopía.

El destacado intelectual y ex presidente dominicano Juan Bosch, escribiría años más tarde que:

La Doctrina Truman fue la versión moderna, 124 años después, de la Doctrina Monroe, mediante la cual el capitalismo en ascenso de Estados Unidos enfrentaba al de Inglaterra, el más desarrollado en 1823, cuando se proclamó la Doctrina Monroe (Bosch, 2006: 343-344).

La OEA como prolongación imperial

El despliegue estadounidense, en su obsesión de arrastrar a las repúblicas latinoamericanas, tuvo un peldaño prominente con la rúbrica del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), en 1947, y la aparición de la Organización de Estados Americanos (OEA), en la IX Conferencia de Bogotá, en abril de 1948.

A partir de entonces se revitalizó el acervo monroista, como sustrato de su proyección internacional tanto en el plano regional como a nivel global. En lo adelante, con independencia de innumerables avatares, de toda índole, dicha organización fungiría como el pilar fundamental en lo que respecta al control que ejerce Estados Unidos hacia buena parte de los gobiernos del área.

El triunfo de la Revolución Cubana, en enero de 1959, produjo un quiebre en dicho sistema, a partir de fraguar, desde el inicio, un camino propio, que se desmarcaba, aún antes de la proclamación del carácter socialista en abril de 1961, de los designios de Wall Street. Dicho de otra manera, la victoria rebelde erosionó, en importante medida, los cimientos del proyecto estadounidense, con no pocos bríos para la fecha, de lograr un modelo de dominación hegemónico hemisférico, donde no se retara su comportamiento.

No es casual que, en aquellas décadas iniciales de la gesta emancipadora antillana, la OEA se erigiese en el instrumento predilecto para condenar a Cuba, aprovechando para ello el servilismo de la mayoría de los gobiernos latinoamericanos. Los representantes del Departamento de Estado emitían órdenes, en otras palabras, que las cancillerías de la región cumplían miméticamente.

El pretexto más en boga que se azuzaba, para la intimidación y el chantaje, era el fantasma del comunismo que emergía con la llegada de los jóvenes rebeldes a La Habana, quienes derrotaron, inobjetablemente a la satrapía batistiana, la cual, por cierto, contó con el beneplácito yanqui hasta sus últimos estertores (Alzugaray, 2008).

Fue también la OEA una instancia de legitimación de la embestida dictatorial, que sacudió a la región entre las décadas del 60 y el 80 del siglo pasado pues, más allá de algunas declaraciones insulsas, nunca hubo una condena categórica a dichos regímenes que, en el Cono Sur y otras regiones, asesinaron a decenas de miles de latinoamericanos, y reprimieron a millones, borrando de la cotidianeidad el más mínimo vestigio de funcionamiento democrático de esos sistemas políticos.

Los Stroessner, Pinochet, Videla, Ríos Moon y compañía, resultaban piezas funcionales a las aspiraciones del “poder permanente” en Estados Unidos, que desborda la representación transitoria presidencial, de impedir, a todo costo, que pudieran extenderse en esta geografía experiencias de hondo calado, como las de la Revolución Cubana, o incluso algunas más moderadas, como la experiencia socialista de Allende, al frente de la Unidad Popular chilena.

Palo, zanahoria y “lawfare”: un amplio arsenal a mano para impedir el avance revolucionario

Es imposible, en estas breves líneas, abordar cada periodo histórico. Menos aún realizar un examen, siguiendo pautas cronológicas, para desentrañar la vigencia de la actitud monroista, por parte de las élites de poder estadounidense, en su relación sistémica con América Latina y el Caribe.

De igual manera no es el objetivo de este trabajo escrutar cada uno de los empeños concebidos para fomentar la unidad regional. Ha sido ese un anhelo imperturbable, fundirnos en un solo haz a partir de la diversidad proteica de nuestras identidades, desde nuestros padres libertarios hasta las numerables figuras de enorme relieve que, a lo largo de siglos, han prestigiado, con su actitud inclaudicable, el horizonte latinoamericano y caribeño. Habría solo que expresar, a manera de idea sintética que capta el espíritu de las luchas libradas, que se trata, en cuanto a la motivación perenne de estrechar lazos de toda clase entre nuestros pueblos, de un ideal bicentenario que jamás ha desparecido del pensamiento y la acción de la vanguardia continental.

Tal como reconoce un relevante historiador de la mayor de las Antillas:

Por ello la integración y unidad de América Latina y el Caribe, en su enorme pluralidad, riqueza y matices, sigue siendo hoy, como ayer, todavía un hermoso sueño, al mismo tiempo que una apremiante necesidad histórica ante los desafíos del nuevo milenio. Ahora, más allá de cualquier diferencia secundaria, es la lucha común por la supervivencia, frente a un mundo cada día más injusto, lo que debe hermanar e integrar a todos los países de América Latina y el Caribe en busca de la total soberanía y su completa independencia (Guerra, 2015: 140-141).

Considero útil, sin embargo, algunos apuntes sobre la etapa más cercana en la cual se ha producido una revitalización del monroísmo, asumido como articulación de todos los instrumentos a manos del imperialismo, en su permanente pretensión de controlar nuestros destinos. Esa arremetida, al mismo tiempo, es una expresión palpable de las preocupaciones en dichos grupos de poder que ha suscitado el avance, desde una policromía innegable, en las antípodas de cualquier encasillamiento, de diversas experiencias de transformación social y dignificación nacional llevadas a cabo en el hemisferio, desmarcadas de la sumisión a Washington.

Hay que destacar, por ejemplo, que durante la doble administración de Barack Obama (2009-2017) se reelaboró la manera de llevar adelante los intereses de larga data de Estados Unidos, otorgándole una jerarquía superior a la labor subversiva, como parte del denominado “smart power” o “poder inteligente”, mediante el cual se pretendía alcanzar, desde una dimensión integral lo que no se había obtenido a través del uso de la fuerza y la aplicación de sanciones y medidas coercitivas. Ello propició el incremento del despliegue de la USAID, la NED y otras agencias, encaminado a minar, desde dentro, los procesos progresistas que tenían lugar.

Desde el corazón imperial, en esa misma dirección por atomizar la concertación entre las naciones del área, se apostó por resquebrajar la unidad entre dos naciones con sólidos lazos como Cuba y Venezuela, a partir de la puesta en práctica de un comportamiento aparentemente dual de la zanahoria y el garrote, el cual, más allá de la superficie, revelaba la capacidad del mandatario, y sus asesores, para entrelazar, sin maniqueísmos, el instrumental a mano, dentro del arsenal estadounidense.

De igual manera se aspiró a desconcertar a otros actores de gran peso en la región. En esa etapa, nadie puede ignorarlo, se habían alcanzado logros de extraordinario significado como la constitución en Caracas, en diciembre del 2011, para citar solo dos ejemplos, de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) o la adopción en la Cumbre de La Habana de esa organización, en enero del 2014, de la Proclama que establecía a América latina y el Caribe como Zona de Paz.

Lo sucedido en la región en todos esos años confirmó que tanto la lucha de clases como el accionar imperialista por impedir el verdadero ascenso popular son permanentes, es decir no están sujetas a “ciclos” o “péndulos”. Estas, en realidad, son construcciones mediáticas para captar la atención sensacionalista, en tanto se apartan de la cuestión fundamental a debate: la pugna entre revolución (procesos democráticos, emancipatorios, transgresores de la subordinación al capital) y contrarrevolución (el sustento de formas para subyugar a las grandes masas, en favor de intereses económicos y políticos de las clases históricamente dominantes).

El envalentonamiento imperial se materializó, fundamentalmente en el segundo mandato de Obama, mediante la irrupción de nuevos procederes encaminados a echar por la borda la voluntad de las masas, que, en distintos escenarios, habían llevado al gobierno a figuras de corte progresista. Irrumpió así en el horizonte regional el lawfare, o la denominada “judicialización de la política”, con el propósito de sacar de la conducción de esos procesos a sus principales figuras. Se utilizó para ello, básicamente, las estructuras legislativas, considerando que estas, en no pocos casos, quedaron al margen de las transformaciones y permanecían como estamentos retardatarios ante el espíritu de autodeterminación que se desplegaba desde el gobierno.

Los casos de Fernando Lugo, en el 2012, y de Dilma Roussef, en el 2016 fueron paradigmáticos desde esta perspectiva perversa, como también resultó el encarcelamiento del ex vicepresidente ecuatoriano Jorge Glass.

En verdad, desde la lógica del lawfare, lo central no radica, por contradictorio que pueda parecer, en el motivo en sí mismo, sino en la construcción divulgativa del ataque y, elemento vital, en la manera en que se logre permear y confundir al gran público. Lo que se le vende a este (el juicio político) no es diferente de los productos de entretenimiento con el que la población suele quedar enajenada de las problemáticas cotidianas que debe enfrentar. Ayudó, en ese sentido, el cortoplacismo popular para aquilatar la envergadura de las transformaciones emprendidas por los gobiernos progresistas.

En el caso de Donald Trump hay que señalar que, aún en medio de las adecuaciones que introdujo hacia la región en diversas esferas, constituyó una necesidad del sistema manifestar ciertas líneas de continuidad estratégica. Ello se explica en los factores estructurales de la política, tanto en su formulación como en las fases de ejecución, con tendencia a comportarse estables porque responden a las relaciones en la esfera económica y financiera, así como a los problemas identificados en los ámbitos de la llamada seguridad nacional.

Con él hubo un retorno a la Doctrina Monroe, como intento de “legalizar” las aventuras intervencionistas estadounidenses. Trump, a no dudarlo, encaró una etapa singular, en cuanto a las maneras de proceder, pero absolutamente coherente con las bases del imperialismo. Su forma excéntrica de conducirse, unido a su megalomanía y misoginia, hicieron que no pocas veces se apartaran las cuestiones sustantivas, a la hora de analizar su comportamiento. Más allá de la representación que se labró, encaminada a aparentar cercanía y ruptura con el sistema político, no hubo en su ejecutoria improvisación alguna. Asimismo, hay que entenderlo, en primera instancia, como parte de una sociedad profundamente en crisis y fragmentada, que viene experimentado de forma acelerada, sin que haya abandonado aún el lugar de vanguardia, un continuo proceso de declive.

CONCLUSIONES

El panorama contemporáneo confirma que no ha desparecido la pretensión estadounidense de maniatar los destinos de Nuestra América. Esa concepción monroista, acendrada hasta los tuétanos, en los círculos gobernantes en esa latitud, choca, al mismo tiempo, con la irrenunciable voluntad de lucha, y de no plegarse a las ordenanzas imperiales de los sectores exponentes de una conciencia crítica en la región. Es algo que desborda el signo político, o la filiación ideológica. Se trata de una convicción que no solo pervive, desde la inspiración independentista, sino que adquiere nuevos bríos atemperada a las épocas actuales.

Existe una voluntad de lucha de los pueblos latinoamericanos y caribeños, a contrapelo de los pronósticos reaccionarios, y, más allá de desaciertos y necesarios aprendizajes que emanan del bregar cotidiano, se ha demostrado la capacidad de resistencia de los proyectos revolucionarios emblemáticos. En el mismo cauce, en lo que constituye un aspecto de importancia capital, es palpable el ahínco en aras de seguir avanzando en los procesos de integración regional, imperfectos e insuficientes todavía, que fomenten la unidad entre los pueblos.

La lucha de clases no ha desaparecido, por encima de las denominaciones epidérmicas que pretenden circunscribirla a ciclos y péndulos. Es también una certeza que Estados Unidos no está en condiciones para operar hacia la región con impunidad, tal como aconteció en la etapa de la Guerra Fría.

En lo adelante se divisan enormes retos, en las más variadas direcciones. Dependerá de la inteligencia colectiva para sortearlos, haciendo realidad la idea expresada por Hugo Chávez y otros dirigentes, en ocasión de que la CELAC se levantara como una oportunidad extraordinaria para fortalecernos. Decía entonces el inolvidable líder que había triunfado el ideal bolivariano sobre las pretensiones monroistas. Ese es, igualmente hacia el futuro, el dilema que marcará el devenir latinoamericano y caribeño: no dejarnos doblegar por el poderoso vecino, en la misma medida en que seamos capaces de establecer alianzas estratégicas que redunden en el crecimiento integral de nuestros pueblos.

Poseen enorme significado, en lo adelante, el acervo integracionista de los libertadores y de quienes le han dado continuidad durante siglos. El ideal supremo que debe movilizarnos, dejando a un lado las discusiones estériles que nos pulverizan, es que las maquinaciones monroistas, que no desaparecerán, prosigan estrellándose contra la coraza de Bolívar, Martí, Fidel, Chávez y tantos otros. Será una batalla de pensamiento, y de acción en múltiples planos, en la que estamos abocados a obtener la victoria, a riesgo de ser engullidos por quienes nunca han dejado de despreciarnos.

notas

1 Mensaje al Ministro estadounidense en España, Hugh Nelson, el 28 de abril de 1823.

2 Son conocidos los pronunciamientos, por ejemplo, de Benjamín Franklin, en 1767 con respecto a Cuba. De igual manera lo señalado por Thomas Jefferson, tercer presidente de EE.UU., en cuanto a lo que representaba el pequeño país para el gigante naciente. A través de la que consideraba la inevitable “Espera paciente” Jefferson pensaba que Cuba era: “… la adicción más interesante que jamás podrá hacerse para nuestro sistema de estados”, y expresó al Secretario de la Guerra, John C. Callhoun, que: “… debemos, a la primera oportunidad, apoderarnos de Cuba”. James K. Polk, por su parte, en un editorial escrito en 1847, en The New York Sun confesaba que: “Por su posición geográfica, por necesidad y derecho, Cuba pertenece a Estados Unidos, puede y debe ser nuestra. Ha llegado el momento de colocarla en nuestras manos y bajo nuestra bandera” (Foner, 1973: 123-124).

3 Vale la pena recordar que, entre los años 1898 y 1933, los Estados Unidos enviaron a sus tropas hacia 9 países de América Latina y el Caribe en 27 ocasiones. Cuba (1898-1902; 1906-1909; 1912 y 1933); Puerto Rico (1898); Panamá (1901-19104; 1908; 1912; 1918-1920; 1925); Nicaragua (1898; 1899; 1907; 1910; 1912-1933); Honduras (1903; 1907; 1911; 1912; 1919; 1924-1925); República Dominicana (1903-1904; 1914; 1916-1924); México (1914-1918) y Guatemala (1920).

4 Este artículo fue escrito en Nueva York, el 2 de noviembre de 1889 y publicado en La Nación, de Buenos Aires, el 19 de diciembre de 1889. En enero de 1891 Martí daría a conocer su emblemático ensayo Nuestra América. El mismo aparecería, de manera original, en la Revista Ilustrada de Nueva York, en el primer día de dicho mes, y sería amplificado el 30, del propio enero, por El Partido Liberal de México. Este texto es un documento supremo a la hora de plantear la unidad latinoamericana como principal fortaleza para vencer nuestros pueblos los peligros que asomaban el rostro, con particular intensidad.

5 En ese sendero poseen la mayor jerarquía el famoso “Telegrama Largo”, de George Frost Kennan, enviado desde Moscú a las 9 de la noche del 22 de febrero de 1946; el discurso de Winston Churchill sobre la “Cortina de Hierro”, pronunciado en Westminster College, Missouri, 5 de marzo, 1946; el Reporte Clifford-Elsey, presentado al presidente Harry Truman el 24 de septiembre de 1946; la “Doctrina Truman”, expuesta ante el Congreso el 12 de marzo de 1947; el “Plan Marshall”, divulgado por George Marshall, el 5 de junio de 1947, en la Universidad de Harvard; el artículo “The Sources of Soviet Conduct” publicado por el propio Kennan bajo el seudónimo de Mr. X en Foreing Affairs, en julio de 1947 y la Directiva NSC-68, del Consejo de Seguridad Nacional, dada a conocer el 14 de abril de 1950.

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CONFLICTO DE INTERESES

El autor declara que no existen conflictos de intereses relacionado con el artículo.