China vista desde Estados Unidos: entre el conflicto, la cooperación y la competencia

China as seen from the United States: between conflict, cooperation and competition.

Lic. Carlos Miguel Pereira Hernández

Licenciado en Relaciones Políticas Internacionales. Embajador de la República de Cuba en la República Popular China. Cuba. pereiracarlos1102@gmail.com, 0000-0003-1471-930X

 

Recibido: 21 de septiembre de 2022

Aprobado: 24 de octubre de 2022

 

RESUMEN La agudización de las contradicciones entre China y Estados Unidos, particularmente a partir de la administración Trump, así como la reemergencia del país asiático y su creciente accionar a nivel global, han acrecentado la competencia estratégica entre ambas potencias. Bajo esta última, las relaciones sino-estadounidenses experimentaron un cambio perceptible, al punto de ser calificada China como “el principal enemigo de Estados Unidos”. Con el ascenso de Biden, la confrontación ha seguido marcando de manera transversal la política estadounidense, particularmente en la región Asia-Pacífico. El presente trabajo examina la visión que prevalece en EE.UU. sobre la relación bilateral, sus condiciones y factores determinantes, así como sus amplias implicaciones geoestratégicas regionales y globales.

Palabras claves: China, Estados Unidos, rivalidad, conflicto, disputa, hegemonismo

 

ABSTRACT The intensification of the contradictions between China and the United States, particularly since the Trump administration, as well as the re-emergence of the Asian country and its growing global action, have increased the strategic competition between the two powers. Under the latter, Sino-U.S. relations underwent a perceptible change, to the point of China being described as "the main enemy of the United States". With the rise of Biden, confrontation has continued to mark U.S. policy across the board, particularly in the Asia-Pacific region, deepening the dichotomy between discourse and reality. This paper examines the prevailing U.S. view of the bilateral relationship, its conditions and determinants, as well as its broad regional and global geostrategic implications.

Keywords: China, United States, rivalry, conflict, dispute, hegemonism

 

INTRODUCCIÓN

Más que un camino recto, las relaciones entre China y Estados Unidos han seguido una ruta zigzagueante, con notables periodos de tensión asociados a intereses de orden geopolítico o geoeconómico, particularmente tras la desaparición de la Unión Soviética. En ese contexto, la irrupción global del gigante asiático, con su pujante dinamismo económico, ha erosionado la hegemonía global estadounidense en sectores como el comercio, las inversiones, las finanzas, la gobernanza global y la tecnología, entre otros, suscitando posturas cada vez más reactivas dentro del establishment estadounidense. De forma creciente, en los pasillos de la Casa Blanca y el Pentágono se percibe a China como el adversario estratégico al que deben combatir en todos los planos, incluido el militar.

Las múltiples y variadas iniciativas internacionales impulsadas por el liderazgo chino y el reajuste gradual de su política exterior hacia un enfoque cada vez más asertivo, encaminado no solo a satisfacer las necesidades de su proceso de desarrollo interno, sino también a acompañar su ascenso como potencia mundial emergente, indican que los factores de conflictividad hoy presentes seguirán agudizándose, incluso más allá de sus respectivas capacidades para actualizar los consensos estratégicos.

Si bien Trump no fue el primero en calificar oficialmente a Beijing como competidor estratégico, bajo su mandato, la política de contención del gigante chino alcanzó nuevos extremos. Sin embargo, con independencia de las contradicciones y de la competencia prevaleciente, es un hecho que las dos naciones se enfrentan a desafíos internacionales comunes, que a la larga les impide desarrollar, sin negativas y contraproducentes consecuencias, una competencia de “suma cero”.

El presente trabajo analiza críticamente la perspectiva de EE.UU. sobre la evolución de las relaciones sino-estadounidenses en las últimas décadas, las condiciones, factores determinantes y la dinámica de sus principales componentes, (conflicto, cooperación y competencia), así como de los cambios ocurridos en cuanto al peso y contrapeso de cada parte en el marco de la relación bilateral, con sus enormes implicaciones geoestratégicas.

DESARROLLO

Enfoques y visiones encontradas

Una cuestión clave a delimitar en el ámbito de las relaciones sino-estadounidenses, es si realmente el incremento de los factores conflictuales encajaría en las definiciones universalmente aceptadas de rivalidad o conflicto, y si, a juzgar por ello, el desarrollo chino realmente perjudica intereses vitales de Estados Unidos, independientemente de la naturaleza competitiva de sus relaciones y las claras divergencias políticas y hasta ideológicas que sirven de sustento a estas. A primera vista, el dinámico crecimiento económico chino ha beneficiado con creces a las grandes empresas transnacionales y élites de poder estadounidenses, europeas y del Norte global en general. Sin embargo, al tratarse de vínculos gestionados en función de intereses y no de valores comunes, la hegemonía estadounidense, con su marcado trasfondo ideológico, ha prevalecido como argumento principal para sustentar la consabida tesis de la “amenaza china”.

Durante decenios, la premisa histórica que guio la actuación de la política exterior china hacia la superpotencia global estuvo dirigida a evitar la confrontación directa, priorizando y haciendo valer al máximo sus intereses nacionales. No obstante, esta ha sido actualizada ante la dinámica de confrontación de la parte estadounidense, obligando a Beijing a reconducirse de manera más asertiva, simétrica y proporcional, tanto a nivel bilateral como internacional.

Dentro de Estados Unidos, el debate ha girado en torno a temas diversos desde posturas irreconciliables (incluso, más allá del bipartidismo), sin mucho que ofrecer en términos de política económica, además de una sociedad cada vez más polarizada y dividida.

Cuando la política exterior de Washington permanece enclaustrada en la gestión de guerras y conflictos (muchos de los cuales son de factura propia), y su herramental diplomático se reduce cada vez más a sanciones y a la imposición de políticas de fuerza y cambios de régimen; la diplomacia china proyecta iniciativas amparadas en la legalidad internacional, a través de las cuales se abren nuevos espacios para la acción externa del Estado chino, altamente bienvenidas por la comunidad internacional, en especial el mundo en desarrollo.1

Mientras los estrategas y políticos estadounidenses permanecen centrados en la supuesta “amenaza” que China representa para la preservación de su hegemonía global, prevalece del lado chino una visión estratégica con matices completamente diferentes, incluyendo la búsqueda de un terreno común, que ponga a un lado las diferencias, y propicie "un nuevo tipo de relaciones de poder", tal como propuso Xi Jinping a Obama durante la visita que realizó a ese país en junio del 2013. En sus propias palabras: un tipo de relación “sin conflicto, sin confrontación, con respeto mutuo y cooperación de beneficio mutuo” (Fu, 2021: 6), reflejo a su vez de una mayor igualdad en el equilibrio de poder.2

Del lado estadounidense, se insiste en ver a China como un rival y competidor estratégico, es decir, desde el prisma de la confrontación y la competencia.

Una contrastación de lo que se publica de un lado y de otro, arroja que son mayoría los que dentro de EE.UU. se centran en la crisis estructural que atraviesa el país y su capacidad real de recomponer o no la economía, explicar la pérdida de su liderazgo a nivel global, estableciendo un vínculo directo entre los fracasos estadounidenses en política interna y su incapacidad para hacer propuestas de solución real a problemas regionales o globales. Sin embargo, según esta narrativa el ascenso chino no se ha producido por méritos propios sino como resultado del fracaso de las sucesivas estrategias implementadas para coartarlo primero y contener su ascenso luego como potencia de orden mundial. Por el contrario, son casi inexistentes los análisis que contrastan dichos procesos con la emergencia económica china y la agilidad con que su política exterior ha sido capaz de generar nuevas ideas y paradigmas, ya sea a nivel bilateral como multilateral. Para no pocos autores, su propio ascenso y creatividad se ha convertido en una suerte de medidor del declive estratégico estadounidense en relación con el mundo exterior y su propia capacidad para ejercer la hegemonía.

¿Rivalidad, conflicto o competencia?

La naturaleza del enfrentamiento entre Estados Unidos como superpotencia global, y China como potencia en ascenso, tiene sus raíces en el principio mismo de la convergencia construida a lo largo de más de 40 años. En su propia dinámica, esta no se ha caracterizado únicamente por el conflicto, sino que otros componentes como la cooperación y la competencia se han hecho presentes también de manera combinada y no lineal, haciendo que las posturas difieran a la hora de definir dicha interacción en términos de rivalidad, conflicto o competencia, o incluso desde la teoría de la transición de poder (Anguiano, 2021).

El concepto de rivalidad sugiere necesariamente una relación de tipo competitiva, en la que el grado de competencia excede por mucho el de cooperación, y en el que cada parte busca negar o derrotar a la otra, con el propósito de lograr una ventaja relativa sobre esta o al menos impedirle obtener una posición favorable. Desde ese ángulo, Steve Chan considera que “los factores conducentes a la formación y persistencia de rivalidad están ausentes” (Chan, 2022), en tanto sus competencias específicas aparecen interrelacionadas y afectan el equilibrio global de poder entre ellas, convirtiéndolas en fuentes respectivas de preocupación y haciendo que ambos subordinen muchas consideraciones internas y de política exterior a dicha inquietud o alarma.

Según Arturo Oropesa García, “la simple idea de una confrontación directa entre los dos países deviene un tema lo suficientemente complejo que requiere de múltiples interpretaciones para acercarlo a su contenido y sus posibles desarrollos y líneas de solución” (Oropesa, 2020).

Para Gladys Hernández (2019), “las relaciones entre China y Estados Unidos se han mantenido siempre matizadas por notables periodos de tensión en los cuales han aflorado tanto intereses de orden político como económicos, especialmente después de la década de 1990 con la desaparición de la Unión Soviética” (Hernández, 2019). A lo que se añade, la particular visión china de largo plazo, que le ha permitido prepararse para enfrentar ese proceso con visión estratégica, mientras su contraparte lo ha hecho siempre de manera coyuntural y con la mirada puesta en el corto plazo, como resultado de contiendas electorales de medio término o presidenciales.

Más que un “diferendo”, prevalece entre ambos un antagonismo aparentemente irreconciliable, que ha llegado a alcanzar dimensiones integrales, manifiesto no solo en términos económicos y de paradigmas culturales e ideológicos, sino también en lo que respecta al modelo político institucional y sus percepciones sobre la “gobernanza global”. A diferencia de otras rivalidades interestatales3, no existe entre ambos ninguna disputa territorial directa, por más que Washington insista en involucrarse en las existentes en el mar de China Meridional o pretenda jugar la carta de Taiwán como factor de presión sobre Beijing.4 Lo que está en juego es algo más vital y estratégico: la capacidad estadounidense de poder seguir siendo o no la principal nación hegemónica (o hegemón) a nivel regional y global, y la probabilidad cada vez más real de llegar a ser desplazada como principal potencia en los ámbitos económicos, comerciales, financieros, tecnológicos y militares.

En esa disputa geoestratégica, es de prever que el gigante chino seguirá fortaleciéndose y ganando terreno, por lo que su reemergencia debe continuar determinando una nueva reconfiguración global, cuyo desenlace final mucho dependerá de la capacidad de ambos para establecer consensos sobre sus respectivos intereses vitales.

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La asociación estratégica que Kissinger caracterizó como una “semi-alianza”, ha transitado por varias etapas en las que hasta ahora las dos partes siempre han encontrado la manera de lidiar con sus propias necesidades e intereses. A inicios de los años 70 del pasado siglo, el avance de los vínculos estuvo signado por el deseo común de dar una vuelta de página, cada quien desde sus motivaciones y expectativas propias, hasta crear bases más duraderas amparadas en los llamados “tres comunicados”: el de Shanghai de 1972, el de las relaciones diplomáticas en 19785 y el de agosto de 1982, referido a la venta de armas estadounidenses a Taiwán y el establecimiento del principio de una sola China, que han servido de sustento a los vínculos sino-estadounidenses. Cada uno de ellos, además de los puntos comunes, recogieron las divergencias y los límites mutuos que ambos respetarían en lo adelante en el desarrollo de sus intercambios.6

Yang Jiechi7 ha reconocido que en el proceso bilateral (que abarca tanto el deshielo, la normalización como el establecimiento de los lazos diplomáticos formales), concurrieron factores diversos, y en particular, la confluencia de intereses contra la Unión Soviética. También una peculiar dinámica diplomática basada en el uso recurrente de los canales informales y secretos, que ha sido definida como “Realpolitk”, y en la que varias generaciones de estadistas y políticos de ambas partes contribuyeron de manera directa con una visión estratégica, que los hizo trascender más allá de los presupuestos ideológicos y adoptar decisiones políticas históricas trascendentales.8

Con el fin de la Guerra Fría y el inicio del proceso de Reforma y Apertura al Exterior, el escenario bilateral cambió sustancialmente, conformándose un nuevo contexto geopolítico que obligó a ambos a reacomodar sus expectativas estratégicas, con el objetivo de preservar al máximo posible un estatus quo en el que los intereses económicos comenzaron a pesar más allá de las diferencias políticas, en una suerte de coexistencia entre adversarios prudentes. Dicha situación se mantuvo en lo fundamental hasta inicios de los años 1990, cuando tras los sucesos ocurridos en la Plaza de Tiananmen, China comenzó a percibir un grado mayor de hostilidad política y confrontación por parte de Washington y otras potencias occidentales, que redundaron en la aplicación de sanciones y el uso de mayores condicionamientos políticos a cambio de facilitarle al gigante chino objetivos de su interés como la preservación del status de «nación más favorecida», que le confirió entonces el gobierno estadounidense.

El ingreso chino en la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001 marcó un importante punto de inflexión dando inicio a una nueva etapa de fuerte puja para materializar la integración del país a la economía global, que ha terminado impactando a su vez de manera relevante las características mismas de la globalización. Pudiera afirmarse que China se enfrentó con éxito a cuatro importantes transiciones: de una economía cerrada a una abierta; de una centralmente planificada a una de mercado, de una sociedad rural a una urbana, y de una economía periférica a una central en la geopolítica y la economía internacional, consiguiendo convertirse en el primer exportador mundial de bienes, el primer productor manufacturero, el principal tenedor de reservas internacionales y el principal acreedor de Estados Unidos en un lapso de tiempo relativamente breve.

En dicho trayecto, el país experimentó además uno de los procesos de industrialización y urbanización más intensos y acelerados de toda la historia. Lo que a Estados Unidos e Inglaterra le tomó 200 años, China lo consiguió en apenas cuatro décadas, convirtiéndose en la principal potencia manufacturera global, y en la de mayor PIB mundial, medido en paridad de poder adquisitivo (PPP, por sus iniciales en inglés) (Rosales, 2020). Hasta el inicio de la pandemia, su aporte al incremento anual del PIB mundial se estimaba entre un 30 y un 35 por ciento (ver figura 1), deviniendo el principal mercado para las exportaciones de los países de la Unión Europea (UE), Japón, Corea del Sur, Brasil y el resto de las naciones del G-20. Se convirtió asimismo en la principal fuente de inversión extranjera directa a nivel global, y en uno de los principales proveedores de financiamiento a nivel internacional y tenedor de bonos de gobierno, incluyendo el estadounidense.

La incorporación activa de China al proceso de globalización, alcanzando altos niveles de integración productiva, sobre todo en la región asiática, ha hecho más difícil a Washington aislar y sancionar económicamente a Beijing de lo que le resultó hacerlo a Moscú durante la Guerra Fría. En contraste, una mayor imbricación china en las redes globales de producción y comercio le han otorgado también enormes ventajas productivas y comerciales, haciendo que cualquier castigo a sus exportaciones termine replicándose en sus vecinos que canalizan hacia el mercado chino partes y componentes para su montaje y reexportación a otros países9.

El volumen de inversiones bilaterales y el papel de China como principal tenedor de la deuda estadounidense hacen que ninguna de las partes puede manejarse con ligereza sin perjudicarse a sí misma y a sus aliados, y, por supuesto, sin arriesgarse a una represalia del otro lado.

Además de los factores conflictuales, presentes y agudizados en los últimos años, existen otros espacios marcados por el interés común, la perspectiva compartida y el reconocimiento recíproco en los que es posible desarrollar y llevar adelante la cooperación. En esencia, ambos países ganan si cooperan o pierden si dejan de hacerlo, lo que sugiere un patrón de relaciones más matizado y complejo del que se infiere de una simple rivalidad, en tanto los dos se enfrentan a desafíos internacionales comunes.

Para Xulio Ríos, las capacidades del gigante asiático son limitadas en determinados terrenos, de ahí su permanente apuesta por la multipolaridad y la continuidad de la globalización económica, así como la promoción del diálogo sectorial y estratégico con el país norteño y multilateral con otros actores, procurando el doble beneficio de restar virulencia a las críticas y reticencias estadounidenses y garantizar al mismo tiempo el clima exterior necesario que le permita seguir avanzando con su ambiciosa transformación nacional (Ríos, S/F).

Salvo en el periodo de Trump, ambos mantuvieron el reconocimiento tácito de estas reglas de juego, que les han permitido mantener la equidistancia y acomodar sus crecientes diferencias, con independencia de sus costos geoestratégicos, geopolíticos y, sobre todo, geoeconómicos. La práctica de preservar los canales de intercambios al más alto nivel refleja un marcado interés común por administrar sus diferencias, atenuar los elementos de confrontación y promover al mismo tiempo un entendimiento en áreas diversas, lo que no ha estado ni estará exento tampoco de nuevas tensiones en temas más sensibles como el de Taiwán o los derechos humanos, perfilados en los años más recientes como los principales terrenos de disenso bilateral.10

Fig. 1. Contribución de China al crecimiento económico mundial en relación al G7 (2013-2021).

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En el periodo más reciente existen casos notorios de cooperación mutua que indican que el camino puede ser otro, por sus implicaciones globales. El enfrentamiento al cambio climático y la lucha antiterrorista han sido algunos de esos terrenos comunes en los que ambos han privilegiado la cooperación11. La comunicación bilateral nunca ha llegado a romperse ni siquiera en los momentos de mayor tensión.

En cuanto a la lucha antiterrorista, más allá de que Washington haya ido transformando su postura, la nación asiática aporta seguridad y estabilidad a varios de sus vecinos, afectados por el flagelo del terrorismo12.

Asimismo, el propio redimensionamiento de la diplomacia china durante la última década ha convertido al gigante asiático en garante o supervisor de conflictos internacionales de alto nivel, como es el caso del Acuerdo Nuclear con Irán, el conflicto de la península de Corea, la guerra en Afganistán y, más recientemente, la operación militar especial de Rusia en Ucrania. A los ojos estadounidenses, además de un fuerte contendiente estratégico, el activismo de la diplomacia china podría ser una fuente de generación de consenso y estabilidad que no debería ser rechazada a priori.

Aun cuando los dos países suelen verse en las antípodas de determinados conflictos, también comparten el interés por la estabilidad y la reducción de amenazas en varios escenarios, lo que hace que a la larga estén necesitados de entenderse.

La visión desde los EE.UU. sobre las relaciones sino-estadounidenses

Las relaciones sino-estadounidenses han tenido una larga y compleja evolución a lo largo de las últimas décadas. Esta no ha respondido a una concepción monolítica por parte de los grupos de poder de los EE.UU., ni ha tenido en cada etapa los mismos condicionantes, objetivos e intereses.

Los primeros pasos de China como potencia emergente, fueron acogidos con gran euforia dentro de Estados Unidos, cuyo establishment se mostró interesado en aprovechar al máximo las oportunidades que brindaba el vasto mercado chino, y las conocidas expectativas de que la economía de mercado terminaría restableciendo el capitalismo y propiciaría el deseado cambio de régimen en el país. Se apostaba a que lazos profundos de interdependencia económica terminarían por comprometer al gigante chino en el sostenimiento del orden mundial vigente y su aceptación tácita de las instituciones y normativas regulatorias. El ingreso de Beijing en el Fondo Monetario Internacional (FMI) y en el Banco Mundial (BM), unido a la reorientación de sus intercambios económicos hacia Occidente y las economías emergentes de la región (los llamados tigres asiáticos), fueron vistos como símbolos de una exitosa política de cooptación del gigante chino.

Esa suerte de distensión sufriría un duro revés a mediados de 1989 cuando Washington y Occidente se apresuraron a acuñar los disturbios de Tiananmen como un movimiento pro-democracia y antisocialista (una suerte de génesis de las revoluciones de colores que años más se pondrían de moda al amparo de las llamadas guerras híbridas), dando pie a fuertes sanciones, centradas sobre todo en las exportaciones chinas. No obstante, estas, salvo excepciones, se mantendrían por poco tiempo, opacadas por los dramáticos acontecimientos que pusieron fin a la Guerra Fría y al esquema bipolar de poder mundial, y dieron paso a la era de la globalización económica. En ese contexto, la política estadounidense hacia China se caracterizó por un alto nivel de cooperación en lo económico y una política de “compromiso” en los ámbitos diplomático y político, a pesar de la existencia de diferencias ideológicas e incluso conflictos políticos de diversa índole.

De un lado, el flujo de capital y tecnología proveniente de EE.UU. y de Occidente en general, se convirtió en complemento natural de la estrategia económica implementada al calor de las reformas y la política de Apertura al Exterior, procurando a las empresas estadounidenses grandes beneficios económicos. Dicha cooperación económica impulsó la economía y el nivel de vida de Estados Unidos a cotas de prosperidad sin precedentes, impulsando a la vez el crecimiento económico de China a gran velocidad. De otro, la propia estrategia política internacional china de mantener un bajo perfil coadyuvó también a la ambición estadounidense de construir un nuevo imperio mundial. China cerró filas de manera constante y cautelosa junto a Estados Unidos en las grandes empresas internacionales. Para David Ownby, China merece el crédito por una buena parte de lo que Washington logró bajo la administración Clinton, en su estrategia de construir su propio imperio mundial a través de la globalización.13

En su análisis sobre el enfoque estadounidense, Jin Canrong, decano de la Escuela de Estudios Internacionales de la Universidad Renmin y vicepresidente de la Asociación de Estudios Internacionales, señala que los factores internos han pesado más a la hora de elegir entre la confrontación y la cooperación. Mientras las relaciones políticas continuaron avanzando con grandes altibajos, las económicas han gozado de relativa estabilidad, acortándose gradualmente la brecha entre uno y otro, y surgiendo en ambos lados corrientes de pensamiento a favor o en contra del avance o profundización de los vínculos bilaterales (Jin, 2007).

Un grupo de investigaciones afirman que las estrategias de contención del gigante chino no solo resultaron fallidas, sino que han obligado constantemente a un cambio de categorización de este, consolidándose a nivel del establishment estadounidense y angloamericano en general, una visión fracturada que ha restado coherencia a su propio enfoque estratégico (Merino, 2020).

A lo largo de cuatro décadas, desde Clinton hasta Obama, la política hacia China mantuvo su patrón de coexistencia entre la competencia y la cooperación. Jiang Shigong afirma que los 16 años transcurridos entre 1993 y 2009, cuando Clinton y George H. W. Bush gobernaron la Casa Blanca, fueron “los años dorados de una relativa distensión política y una estrecha cooperación económica entre China y Estados Unidos”. Bajo el primero, si bien las relaciones políticas se hicieron harto complejas y contradictorias, sobre todo en los momentos iniciales centrada en temas muy sensibles como los derechos humanos, la cuestión económico-comercial, el medio ambiente, la no proliferación y la cuestión de Taiwán; la política de compromiso estratégico (engagement) adoptada posteriormente estableció las bases para un diálogo directo sobre Taiwán y Corea del Norte, y allanó el camino para las visitas respectivas de Jiang Zemin y de Clinton en 1997 y 1998, en las que las dos partes alcanzarían importantes acuerdos comerciales y fuera ratificado el principio de “Una Sola China”.

Al decir de Sandy Berger, entonces titular del Consejo de Seguridad Nacional, se trataba de reforzar la cooperación entre “el país más poderoso de la tierra y el más poblado”, como actores principales que debían asumir sus responsabilidades y evitar hostilidades. Durante la conocida crisis surgida en el estrecho de Taiwán entre 1995-1996, se puso de manifiesto por vez primera la llamada “ambigüedad estratégica”.14

En su conocido libro El gran tablero mundial, publicado en 1997, Zbigniew Brzezinsk, que al igual que Kissinger es reconocido como ideólogo de la diplomacia estadounidense en periodos clave, señaló que la primacía global de Estados Unidos dependía directamente de cuán efectivamente y por cuánto tiempo, este sería capaz de mantener su preponderancia en el continente euroasiático. En su visión, el éxito dependía de asegurarse que ningún otro Estado o polos de poder, llegasen a tener la capacidad de expulsarlo de Eurasia o de limitar su papel de árbitro. 15

Con George W. Bush (2001-2008), la dinámica bilateral retomó nuevamente su curso, primero en una fase que muchos califican de “desconfianza y alejamiento” que duró hasta finales de 2001, y luego otra de “colaboración y acercamiento” entre 2002 y 2003, período en que China fue definida por primera vez como “competidor estratégico”, poniéndose en marcha la estrategia de contención que, años más tarde, Donald Trump se encargaría de llevar a nuevos extremos. Para muchos, lo que cambió tras el 11-S no fue la apreciación que tenían los sectores neo-conservadores sobre China, sino más bien sus prioridades estratégicas. El creciente poder económico y militar chino continuó apreciándose como una amenaza potencial para los intereses nacionales de seguridad a largo plazo del país norteño, aun cuando la “amenaza china” comenzó a ser tratada con mayor sutileza.

La política estadounidense de este período ha sido sometida a profundo debate. Mearsheimer considera que la conversión de China en un país “democrático” plenamente integrado a la economía global o, en su defecto, en uno “autocrático y autárquico”, poco o nada afectará el comportamiento estadounidense, al considerar que “la hegemonía es el mejor medio que tiene cualquier Estado para garantizar su propia supervivencia” (Mearsheimer, 2001). Pablo Bustelo y Arturo Soto (2003), por su parte, consideran que los esfuerzos de Washington para alimentar una convergencia sistémica con China crearon las bases de una “asociación estratégica”, incluso más allá de conocidos incidentes negativos como el bombardeo “accidental” a la Embajada china en Belgrado en mayo de 1999 o el choque entre un avión espía estadounidense y un caza interceptor chino en abril del 2001. Garrett (2003), director de los programas sobre Asia del Atlantic Council, concluye que dicha Administración debilitó en la práctica la pretendida estrategia de contención, en lugar de procurar una camisa de fuerza estratégica lo suficientemente estrecha como para impedir que el crecimiento económico chino se transformara en poderío nacional y militar. 16

Entre el “Consenso de Beijing” y la “Trampa de Tucídides”

Dos concepciones alcanzaron notoriedad a partir del primer decenio del presente siglo en el imaginario político estadounidense. El Consenso de Beijing, formulado por Joshua Ramo en el 2004, que explicaba la emergencia china como alternativa al Consenso de Washington y modelo a imitar por parte de los países en vías de desarrollo; y la conocida Trampa de Tucídides presentada un año antes por el profesor G. T. Allinson (2018), según la cual era “inevitable lucha por la hegemonía” entre Estados Unidos como potencia tradicional y China como potencia emergente.

La primera, asociada a tres características básicas de la experiencia china: un camino de desarrollo propio en la economía global partiendo de las particularidades nacionales propias, una constante innovación y experimentación, con énfasis en la calidad de vida, la equidad y sustentabilidad en los temas relacionados con el desarrollo y por último, la preminencia del principio de “autodeterminación” como fin político que marca un punto de inflexión respecto a los preceptos del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional. Según Ramo: “las naciones en desarrollo constituyen la fuerza principal para contener la hegemonía y salvaguardar la paz mundial”, por lo que “reducir el estatus de absoluta superpotencia de Estados Unidos, promueve a su vez un mundo económico internacional multipolar” (Ramo 2004).

La segunda, con gran despliegue y apoyo entre los llamados halcones demócratas y republicanos, repicó las alarmas que provocaba el crecimiento económico sin precedentes de China y su disputa de la hegemonía estadounidense en numerosos ámbitos. La “trampa”, que va mucho más allá de la rivalidad entre los dos países, terminó reviviendo una analogía que décadas antes había delineado Samuel Huntington (1996) en su libro: El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial. Según su lógica, al gigante chino terminaría sucediéndole lo mismo que a la antigua Atenas, si este persistía en retar al hegemonismo estadounidense. El fabricado dilema recuerda al de la globalización, como si Washington, en su condición de única superpotencia mundial, estuviese realmente en condiciones de manejar a su antojo las diversas y complejas variables presentes en un escenario internacional plagado de matices.

Con Barack Obama (2009-2017), continuaron las sistemáticas inversiones políticas, económicas y culturales estadounidenses con la esperanza de cooptar a China como fuerza política “aliada” y subordinarle al sistema hegemónico mundial liderado por Estados unidos. Datan de ese periodo, nuevas ideas como el famoso Grupo de Dos (G-2)17, formulada por el economista C. Fred. Bergsten; la propuesta de Robert Zoellick de hacer del gigante chino “un actor responsable en los asuntos internacionales” o las llamadas “Chimérica” planteada por Niall Ferguson o el “Mundo del Pacífico” de Henry Kissinger, los cuales tuvieron como común denominador el propósito de amplificar la importancia de dichas relaciones, reconociendo la creciente fuerza económica de China y el interés de incentivar la vinculación de sus propios intereses con los de Estados Unidos.

De las seis prioridades diplomáticas formuladas durante su Administración, una en particular, la de imprimir un giro estratégico hacia la región de Asia-Pacífico (es decir, desde Europa a Asia, y desde el Atlántico hacia el Pacífico), convirtió la “contención” de China en factor directo y decisivo de la estrategia de política exterior estadounidense.18 Primero como "pivote estratégico" y luego como "reequilibrio", más allá de sus retoques teóricos, el objetivo estratégico de frenar surgimiento del gigante asiático como potencia global mantuvo su esencia y continuidad. Sin embargo, a juzgar por sus resultados, no solo falló en contener el avance chino, sino que terminó profundizando la desconfianza estratégica mutua. Ni siquiera en el ámbito económico, logró producir un incremento de las exportaciones estadounidenses a los niveles requeridos.19

El fracaso de la política estadounidense en la era de la Reforma y la Apertura

La crisis financiera del 2008 y los acontecimientos que la siguieron, terminaron por sepultar de manera definitiva el “sueño” de una relación no conflictual entre las dos potencias. Jiang Shigong lo define así: “Los 10 años entre 2008, cuando China celebró los Juegos Olímpicos, y el 2018, cuando Trump inició su guerra comercial contra China, fueron la década crucial en la que ambos continuaron cooperando económicamente y buscaron encontrar una nueva relación política. Y fue durante esta década crucial que Estados Unidos decidió que su política de compromiso con China había sido un fracaso” (Jiang, 2018).

La celebración de grandes eventos como los Juegos Olímpicos de verano del 2008, la parada militar con motivo del 60 aniversario de la fundación de la nueva China un año más tarde, ambos organizados por Beijing y la Exposición Universal en el 2010 en Shanghai, unido al gran reconocimiento internacional obtenido por el país tras liderar la recuperación global y de la región luego de la crisis financiera del 2008 y su gradual conversión en la segunda mayor economía mundial (desplazando a Japón) y la primera potencia manufacturera y generadora de energía a nivel mundial (superando a Estados Unidos), terminaron generando profundas suspicacias, y reavivaron los temores ante un eventual reforzamiento de su capacidad militar y por ende, de competir por el liderazgo mundial.

Los pasos sucesivos dados por China a partir del 2012, bajo el mandato de Xi Jinping y la formulación del Sueño chino, estuvieron encaminados a transformar su modelo de desarrollo hacia uno de mayor calidad basado en la alta tecnología y un uso mayor de sus propias fortalezas financieras e industriales. Esto incluyó su programa estratégico “China 2025”, con el objetivo de relanzar al país al liderazgo económico y tecnológico global, junto a otros relevantes ajustes internos, sin renunciar al socialismo ni a sus objetivos fundacionales, convirtiéndose en un punto de inflexión a partir del cual el establishment estadounidense comenzó a replantearse su visión del país asiático. El Informe de Seguridad Nacional de Estados Unidos del 2017 admitió de manera abierta y pública que la política de cooptación de Beijing durante la era de la Reforma y la Apertura había resultado en un rotundo fracaso, de ahí la necesidad de diseñar y poner en marcha una nueva estrategia para hacer frente al ascenso de China y preservar la hegemonía global estadounidense.

Años más tarde, otro documento relevante, el Informe Estratégico de Estados Unidos respecto de la República Popular China, publicado en mayo del 2020 por el Departamento de Estado, también reconoció que “el rápido desarrollo alcanzado por China y su creciente compromiso con el mundo no condujeron a la convergencia con el orden libre y abierto” al que aspiraba Washington con su estrategia de “evolución pacífica” hacia el gigante asiático. Uno y otro, y numerosos trabajados desde la comunidad estratégica estadounidense, hicieron suya una misma conclusión, es decir, que las relaciones sino-estadounidenses ya no podrían volver a su estado anterior.

La “década crítica”

Con la llegada de Donald Trump (2016-2020), las bases de la estrategia estadounidense hacia Beijing sufrieron una implosión transitando de manera directa y acelerada hacia una fase de confrontación directa y multidimensional, incluyendo sus fuertes matices ideológicos, agudizándose la fractura antes mencionada. Fue bajo Trump que la retórica antichina alcanzó sus máximos niveles, al punto de calificar al país asiático como “el principal enemigo de Estados Unidos”.

En octubre del 2018, su vicepresidente Mike Pence, en un encuentro en el Instituto Hudson de Washington, afirmó que China estaba poniendo en práctica “una estrategia que involucra al conjunto del gobierno, usando herramientas políticas, económicas y militares, así como propaganda, para extender su influencia y lograr beneficios para sus intereses en Estados Unidos” (Pence, 2018). En igual sentido, Mike Pompeo, el 23 de julio de ese mismo año emplazó al gigante chino como un “Estado marxista-comunista, enemigo de la economía, la libertad y de la democracia de Estados Unidos y de Occidente”, llamando al “mundo libre” para “triunfar contra esta nueva tiranía.”20

El principal estratega de su campaña y figura clave que lo lanzó a la presidencia, Stephen Bannon, promotor acérrimo del temor ante el ascenso chino, consideró que EE.UU. disponía de una ventana de tiempo muy limitada (de apenas unos cinco años) para intentar detener el desarrollo de China y evitar que esta alcanzara sus objetivos en materia de tecnologías de vanguardias, es decir, se convirtiera en una superpotencia primero de alta tecnología, luego económica y por último, financiera, lo que en su opinión haría colapsar la hegemonía financiera estadounidense construida sobre el sistema dólar. Muchas de sus propuestas terminaron convertidas en iniciativas del gobierno de Trump, como la guerra comercial y sus ataques contra Huawei y otras empresas chinas, con el declarado propósito de intentar expulsarlas del sistema económico y financiero mundial dominado por este.

Algunos autores como Rosales (2020) consideran que los intentos del último presidente republicano por debilitar el multilateralismo, unido a su controvertido estilo de negociación unilateral y al uso del chantaje como método permanente de negociación, abrieron nuevos espacios que China y Rusia supieron aprovechar, incluso mucho más que aliados tradicionales como la UE y Japón. Como resultado, el gigante chino se convirtió en adalid del libre comercio y los acuerdos comerciales, empujando a Alemania y a la UE a estrechar sus vínculos con ella.

Bajo Trump, nuevos elementos pasaron a un primer plano, como el acelerado desarrollo de las fuerzas armadas chinas y la aparición de nuevas tecnologías de uso dual (tanto civiles como militares), el crecimiento de su presencia en el exterior y la realización de ejercicios conjuntos con Rusia, reflejos a su vez del mayor poderío y capacidad bélica, lo cual elevó la percepción estadounidense del país asiático como una amenaza a la seguridad de Washington y sus aliados. En lo económico, el avance y consolidación del gigante asiático agudizó la confrontación bilateral y reforzó la condición del país como principal contendiente en lo económico, comercial, financiero y tecnológico, ampliando la agenda de disputas desde el lado estadounidense más allá de los habituales reclamos comerciales, para gravitar de manera creciente en componentes políticos como Taiwán, derechos humanos, Xinjiang, Hong Kong, el Mar Meridional de China, integridad territorial y soberanía, y de manera muy importante, pilares de su modelo de desarrollo y sus implicaciones a corto y mediano plazo. Es decir, el enfrentamiento bilateral adquirió una dimensión más estratégica, y por ende ideológica, convirtiendo la contención del ascenso tecnológico chino en el objetivo a alcanzar a cualquier costo.

Al igual que Reagan en su momento contra la Unión Soviética, Trump aplicó una política de “máxima presión” que a la larga resultó contraproducente y poco realista, evidenciando su profundo desconocimiento y el de su entorno sobre la historia de China, su evolución y su compromiso con sus metas de largo plazo (Rosales, 2020). En sus críticas, obvió y desatendió los elementos condicionantes y causales estructurales del desbalance comercial bilateral, que tienen que ver más con la pérdida de competitividad, productividad y cambio tecnológico de Estados Unidos, que con la propia conducta de su rival asiático. Lo anterior hace que muchos establezcan un vínculo directo entre la crisis estructural que enfrenta la principal superpotencia global, la posibilidad de recomponer su economía y su pérdida de liderazgo a nivel global, mientras otros relacionan sus fracasos en política interna a su propia incapacidad para hacer propuestas de solución real a problemas regionales o globales.

Para Gladys Hernández, durante ese periodo se usó a conveniencia el tema del desbalance comercial sin que se dieran pasos encaminados a transformar sus verdaderas causas. A ello se añade el hecho de que, como resultado de la propia transformación del modelo económico chino, la nación asiática ha perdido parte de sus ventajas competitivas (por ejemplo, en manufacturas, textiles, ensamblaje, juguetes) al tiempo que ha seguido potenciando a niveles sin precedentes el consumo, lo que en la práctica ha reducido el desequilibrio comercial bilateral, además de los esfuerzos chinos en favor de un equilibrio de comercio general y consolidar las ventajas mutuas con la mayoría de los países (Hernández, 2019).21 Al cierre del 2021, a pesar de la guerra comercial y de los esfuerzos de Trump por hacer de ella un emblema de su gestión, el gigante asiático recuperó su lugar cimero como principal socio comercial de Estados Unidos.22

Lo que parece estar en juego por tanto es la preservación de la primacía geopolítica estadounidense a largo plazo. Tanto Trump como los halcones que manejaron la política exterior estadounidense, no solo se percataron de esa cruda realidad, sino que se empeñaron en tratar de evitar que se cumpliese la profecía. Ello explica el incremento sin precedentes de las suspicacias mutuas, sin embargo, como se reconoce por algunos autores, la polarización registrada entre el 2017 y el 2020 no fue exclusiva de la visión nacionalista republicana (Cabañas y González, 2022). Si Trump hubiese sido realmente perjudicial para los intereses estratégicos de largo plazo de Washington, probablemente esas mismas fuerzas y lobbies que actúan abierta y solapadamente en la política estadounidense, no le hubiesen permitido actuar ni gobernar como terminó haciéndolo.

Para los círculos de poder en EE.UU., la carrera por la globalización se ha tornado estéril, entre otras razones porque China comenzó a ganarla a pasos agigantados. Para muchos, la aparente irracionalidad de Trump no pasó de ser una estrategia bien delineada y planificada. Detrás de cada intento por desconectar a Estados Unidos del consenso y de la práctica internacional, es posible advertir la recurrente idea de ganar todo el tiempo posible para hacer que la actual superpotencia global siga siendo dominante. Se trata, desde la visión estadounidense, de reconcentrar sus fuerzas para volver a ampliarse e intentar recuperar el terreno perdido.

Así lo dejó claro Peter Navarro, un funcionario de la administración Trump, cuando en su libro “Death by China: Confronting the Dragon- A Global Call to Action”, insistió en que esa primacía solo podrá mantenerse si Estados Unidos logra preservar el control de aquellas industrias que considera esenciales para su seguridad nacional, y desplegar una política tecnológica-industrial planificada que asegure que esas industrias permanezcan en el país, complementadas con fuertes medidas proteccionistas y una guerra económica con sus rivales (El País Digital - 15 de agosto de 2020).23

¿Una nueva estrategia?

Más allá de promesas y ajustes anunciados, poco o nada ha cambiado en la estrategia estadounidense tras la llegada de Joe Biden al despacho oval. La confrontación no solo ha seguido marcando de manera transversal la política estadounidense hacia China, particularmente en la región Asia-Pacífico, sino que, en medio del precario balance existente dentro del establishment estadounidense, las fuerzas que promueven la máxima presión contra China continúan ganando terreno.24

La proyección antichina de la actual Administración se ha puesto de manifiesto desde el inicio con una retórica confusa y peligrosa. La estrategia de seguridad nacional esbozada por el secretario de Estado, Anthony Blinken, repite en colocar a China en el centro de sus desafíos globales, al definirla como foco principal de la Administración en el exterior y su “mayor desafío geopolítico" en el presente siglo. Enfatizando en la supuesta intencionalidad y premeditación del lado chino, asegura que es el “único país que tiene tanto la intención como el poder para remodelar el orden internacional” en una perspectiva que se aparta de los supuestos “valores universales”, que la principal potencia global insiste en imponer como banderas del progreso mundial en las últimas décadas. Se le reconoce como potencia internacional con un alcance, influencia y ambición “extraordinarios”, una agenda “represiva hacia el interior y agresiva en el exterior” que, según plantea, genera preocupación y hace necesario “configurar” un entorno estratégico para asegurar la visión de “un sistema internacional abierto e integrador”.25 Antes, William Burns, actual director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), señaló durante una intervención en el Instituto Tecnológico de Georgia, al gigante asiático como el principal y único desafío geopolítico de Estados Unidos: “No hay nada más importante para nuestro éxito a largo plazo qué tan bien competiremos con China y qué tan bien nos prepararemos para esta competencia en los próximos años” (Grazis, 2022).

A la par de reconocer el fracaso de su política de compromiso con China, los estrategas de Washington reconocen que su visión de mundo unipolar tras el fin de la Guerra Fría también ha fracasado, de ahí la propuesta de un nuevo enfoque según el cual a China hay que contenerla a través de la combinación de un sistema atlántico (la OTAN) por un lado y de alianzas en la región indo-pacífico por el otro, lo que sugiere que el llamado “desacoplamiento” de la relación sino-estadounidense, además de tecnológico e industrial, requerirá también de una nueva reconfiguración geopolítica.

Para Xulio Ríos (2022), se trata de una estrategia basada en una tríada: “invertir, alinear, competir”, reflejo a su vez del propio reconocimiento de que Washington se ha quedado detrás en aspectos importantes como la industria, la tecnología, las infraestructuras, la educación, entre otros, pero también de su voluntad de revertir dicha situación. Los anuncios de Blinken ponen nuevamente en contexto las conocidas incoherencias y dobles raseros de la política exterior estadounidense. Estados Unidos carece de credibilidad cuando afirma no pretender una nueva Guerra Fría y se empeña en promover líneas ideológicas y excluyentes entre países, o cuando se abroga el derecho a considerar quiénes son o no democráticos, o simplemente recurre a los derechos humanos como pretexto para atacar a otros países, pasando por alto su pésimo accionar en la materia. Llama a respetar un “orden basado en reglas”, y es quien viola y desconoce cotidianamente la legalidad internacional vigente.

La misma estrategia de “cooptabilidad” que antes se aplicó en lo bilateral, ahora se aplica a nivel multilateral, incluso más allá de temas tradicionales, incluyendo otros como el origen y trazabilidad del virus Sars-Cov-2, el conflicto ruso-ucraniano, los llamados desafíos de seguridad, etc. Se aprecia un intento desesperado y tardío que nuevamente resulta ineficaz para alcanzar los propósitos propuestos. La peligrosa recurrencia a temas como el de Taiwán, que ha demostrado ser un “arma de doble filo”, ha hecho saltar los límites históricos hasta ahora vistos, sobre todo, con la reciente visita a Taiwán de Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes y otros legisladores estadounidenses y europeos, provocando un endurecimiento sin precedente de las posturas de Beijing, en defensa de su soberanía e intereses vitales.

En apenas un año, desde enero de 2021, han tenido lugar cuatro reuniones vis-a-vis entre Yang Jiechi y el asesor de Seguridad Nacional estadounidense Jake Sullivan, y dos intercambios al máximo nivel entre Biden y Xi Jinping (cinco desde que el primero asumió), calificadas por las partes como pasos en el camino correcto, pero a la vez insuficientes en el propósito de actualizar los consensos sobre sus intereses estratégicos.26 La quinta conversación telefónica entre Biden y Xi, en julio de 2022, que trascendió por su atmosfera beligerante, en la que este último lanzó su conocida advertencia de “quien juegue con fuego se quema”, fue reveladora también de que las tensiones bilaterales han alcanzado niveles sin precedentes. Aunque resulta notorio que China está haciendo todo lo posible para evitar incidentes similares a la crisis de Ucrania en el Estrecho de Taiwán, su margen de maniobra en este tema es limitado y no le queda más opción que la de defender con resolución los intereses fundamentales y la unidad nacional del país, ante lo que considera una deliberada provocación que busca generar inestabilidad política y militar en el área y desacreditar a la dirigencia china en el umbral de su XX Congreso del PCCh.

En base a estos hechos, la probabilidad de que el conflicto termine pronto es bastante baja, por lo que Beijing no dudará en ser enemigo de cualquier fuerza externa que ayude a procurar la independencia de Taiwán, reforzándose este como el mayor riesgo de desencadenar un conflicto armado en la región. La narrativa estadounidense que se mantenía aferrada a sus cuatro “No” y su “No intención”,27 parece cada vez más centrada en señalar al gigante asiático como principal responsable de la situación y desconocer en la práctica los compromisos derivados del principio de “una sola China”.

El gobierno de Biden no solo ha incumplido sus promesas, sino que ha venido conspirando intensamente con sus aliados a través del lanzamiento del Marco Económico Indo-Pacífico para la prosperidad (IPEF, por sus siglas en inglés), el AUKUS (con Australia y Reino Unido) y el QUAD (con Australia, Japón e India), como mecanismos clara y directamente enfocados en la contención de China, además de arreciar sus ataques directos en ámbitos como los derechos humanos en Xinjiang y Hong Kong. Se añade el uso deliberado de las cumbres del G-7 y de la OTAN para “multilateralizar” los ataques contra el país asiático, a través de pronunciamientos y “consensos colectivos” forzados en el seno de ambas organizaciones.28

Nociones como el “desacoplamiento”, la “trampa de Tucídides”, la “nueva guerra fría” y el “choque de civilizaciones”, en su discurso público, más allá de sus connotaciones ideológicas, son sustentadas en la defensa de los “intereses nacionales realistas” de la superpotencia global, lo que tampoco excluye la posibilidad de cooperar en un contexto de competencia, cuando ello se corresponda a sus intereses respectivos. El propio Blinken se refirió a ello cuando señaló que la cooperación sería bienvenida allí “donde confluyan nuestros intereses”, enumerando entre las posibles áreas de entendimiento y cooperación: el cambio climático, las pandemias, la no proliferación o el control de armas, la coordinación macroeconómica, la seguridad alimentaria, la lucha contra los narcóticos ilegales e ilícitos, etc, a lo que se une la admisión de las “profundas diferencias” que separan ideológicamente a las dos partes, que se complementa con el reconocimiento de “no pretender transformar el sistema político chino” (Ríos, 2022).

Sin embargo, más allá de que dichos esfuerzos no parecen arrojar por el momento resultados tangibles, si debería reconocerse que se ha producido un deterioro creciente de la imagen de China a nivel de la opinión pública estadounidense y la de Europa en general. El estudio más reciente del Centro de Investigaciones Pew arrojó que las opiniones negativas sobre Beijing han alcanzado máximos históricos o cercanos de ellos. En el caso de EE.UU., el 82% de los encuestados tienen una opinión desfavorable de China, un aumento significativo respecto al 2018, cuando apenas un 47% veía al gigante chino con malos ojos, y su nivel más alto desde el 2005.

Siete de cada diez estadounidenses describen las relaciones sino-estadounidenses como malas, ratificándose los republicanos como los más propensos a tener opiniones negativas sobre China y a describir las relaciones con esta como malas. 29

¿Una nueva Guerra Fría?

Una rápida mirada al tema bastaría para corroborar que la mentalidad de Guerra Fría, connota la visión estadounidense en muchos dominios, no así la de China que la rechaza, quedando claro que sus prismas son diferentes a la hora de interpretar las relaciones bilaterales y sus respectivos roles en el contexto internacional.

De un lado, son claras las evidencias que apuntan al endurecimiento de las posturas estadounidenses, confirmando ese cambio definitivo de percepción que ha llevado a considerarle como el adversario estratégico a derrotar en todos los ámbitos. Al calor de esas contradicciones, autores como Prestowits, Mearsheimer y muchos otros, incluido Niall Ferguson, afirman que una nueva guerra fría ha comenzado, advirtiendo que sus consecuencias pudieran ser aún mayores que la precedente. Antes, Huntington, Morris, Mahbubani y otros alertaron que el mundo estaba abocado a un choque civilizatorio de alcances desconocidos.

Para Yang Jiechi, es la cooperación y no la confrontación, el componente que ha permitido a ambos países cumplir en cada etapa con sus responsabilidades y preservar sus intereses respectivos, además de manejar adecuadamente y con altura estratégica sus divergencias bilaterales. En igual sentido, Wang Yi ha apuntado que “la China de hoy no es la Unión Soviética de entonces”, ni tampoco abriga la intención de convertirse en otro EE.UU., luego de recordar también lo mucho que ambos han ganado al privilegiar la cooperación de beneficio mutuo por encima de la confrontación.30

Sin embargo, para Wang Wen el ascenso chino debe ser ponderado en su justa medida. Si bien es cierto que dicho salto se refleja en resultados tangibles, que muestran no solo sus indiscutibles avances, sino también que lo alcanzado sigue siendo relativo cuando se les compara con EE.UU. Si al inicio de la reforma, la vivienda urbana per cápita era entonces de apenas solo 8,1 metros cuadrados, ahora lo es cinco veces mayor, es decir 39 metros cuadrados. Sin embargo, en términos comparativos con el país norteño, sigue siendo menos de dos tercios de la de los estadounidenses (alrededor de 65 metros cuadrados). Lo mismo sucede con la proporción de automóviles por persona en la cual el dato chino es apenas una quinta parte de la de los estadounidenses. Igual sucede con la tasa de urbanización del país que alcanza ya el 57 por ciento, pero se mantiene aún por debajo de EE.UU. donde se registra el 82 por ciento. El consumo anual promedio de bienes que ha crecido de manera exponencial en los últimos años, continúa siendo apenas una cuarta parte del de Estados Unidos. Solo el 4 por ciento de los chinos tiene educación universitaria, en comparación con alrededor del 25 por ciento de los estadounidenses. No obstante, en apenas 20 años, el país asiático creó 200 millones de nuevos ciudadanos de clase media y para el 2035 tendrá otros 200 millones de residentes de clase media, por lo que resulta claro que su actual estatus como la segunda economía más grande del mundo no puede ser el límite superior del desarrollo del país (Wang, 2022).

Desde su punto de vista, tres hechos básicos como la búsqueda permanente de una vida mejor, su capacidad para introducir políticas que sostengan ese crecimiento efervescente y el hecho de que nadie se atrevería a invadir a China, que en su opinión explican la continuidad del ascenso chino, no siempre han sido apreciados de manera correcta por los académicos estadounidenses. Con las reformas, la búsqueda incesante de mejores beneficios materiales y disfrute espiritual se ha convertido en el sueño nacional más grande del país, generador además de un amplísimo consenso nacional, no por gusto, al asumir su cargo en el 2012, Xi Jinping no dudó en afirmar que el deseo del pueblo chino de una vida mejor es el objetivo mismo del Partido Comunista de China (PCCh).

En cada periodo, el liderazgo chino ha demostrado capacidad para introducir los ajustes necesarios ante desafíos realistas. Si durante 30 años, Beijing se mantuvo firme en su política del hijo único, bajo un escenario de envejecimiento poblacional, esta no dudó en cambiarla a una política de dos hijos y tres hijos bajo Xi Jinping. Luego de sacar 800 millones de personas de la pobreza absoluta, ahora impulsa planes de revitalización rural. Tras haber convertido a la ciencia y la tecnología como fuerzas productivas, el país no dudó en llevar a cabo políticas de poder independiente en ciencia y tecnología, las cuales se implementan con éxito, a pesar de los bloqueos tecnológicos de EE.UU.

Cada reforma y medidas destinadas a la apertura gradual del país se pusieron en marcha hábilmente de acuerdo con las condiciones reales de las políticas estatales establecidas en cada etapa. China se convirtió en el mayor receptor de capital extranjero del mundo por primera vez en 2020 y lo hizo avanzando gradualmente en las medidas de apertura financiera al tiempo que garantizaba la estabilidad financiera. Los líderes chinos se muestran constantemente alertas y conscientes de sí mismos. No tienen un sentido de crisis para evitar perder su país. Hay un camino propio trazado hacia 2035 y 2050 dirigido a satisfacer las necesidades de la gente, que más allá de los profundos desafíos y obstáculos que puedan existir, su dirección es segura. No existe fuerza externa alguna que puede impedir ni la búsqueda de esa vida mejor ni interrumpir la continuidad de la política china y mucho menos atreverse a invadir el país, lo que, puesto en una perspectiva histórica, señala a las claras que la competencia sino-estadounidense se ha hecho irreversible, y no solo entre modelos distintos y en alguna medida antagónicos, con paradigmas de desarrollo, político, ideológico e institucional diferentes, sino también en lo que respecta al modelo político institucional y sus percepciones sobre la “gobernanza global”. Ello eleva las alarmas sobre la dimensión del conflicto, la naturaleza de la disputa, los objetivos que se pretenden desde las partes, la escala de los contrincantes y en particular, las eventuales consecuencias económicas, políticas y sociales de la misma para una comunidad global caracterizada por nuevos retos de difícil solución.

Al amparo de sus propias expectativas respecto a una lucha prolongada con EE.UU., la visión sobre la centralidad del rol chino dentro del actual sistema internacional ha seguido ganando fuerza. Las lógicas del “excepcionalismo” estadounidense y occidental, que intentan conminar al gigante asiático a que cometa el mismo error que siglos antes le llevó a desasociarse de la primera Revolución Industrial, no resultan aceptables hoy para Beijing. Como señala Megan Specia, “la pregunta para China ya no es cómo competir, sino cómo seguir adelante en una era de hostilidad estadounidense que ha realineado la dinámica global” (Specia, 2018).

Una mayor o menor comprensión de dicha rivalidad como fenómeno, además de su coexistencia, convivencia y manejo sin crisis disruptivas, deviene importante desafío para la ciencia política contemporánea. Para el gigante chino, mantener los vínculos con EE.UU. por determinados cauces, incluyendo el evitar a toda costa que avance el desacoplamiento económico, así como eludir cualquier enfrentamiento directo, seguirá siendo esencial, de ahí su apuesta a seguir enfatizando en el doble beneficio de la interdependencia económica y garantizar al propio tiempo el ambiente externo favorable para seguir avanzando hacia la restauración del sueño chino o la recuperación de su normalidad histórica.

Los que persisten en señalar disminución continua de la tasa de crecimiento del PIB de China durante la última década como expresión del final de su auge económico, deberían apreciar que detrás de la reducción de dicho indicador, lo que está sucediendo es que la base del PIB chino continúa aumentando. El crecimiento registrado al cierre del 2019 del 6 por ciento, equivale al PIB total registrado en 1996. De hecho, con una tasa de crecimiento del 5 por ciento en la tercera década del siglo XXI, China se ha ratificado como una de las principales economías de más rápido crecimiento, siendo altamente probable que supere a EE.UU. como la economía más grande en el 2030. Fenómenos de gran impacto, como el de la corrupción, que llegó a ser considerado como asunto de vida o muerte del socialismo chino, y que algunos autores occidentales se regodeaban en presentar como uno de los lubricantes del crecimiento económico, desde el 2012, ha venido siendo contrarrestado con una acelerada modernización de la gobernanza estatal y un entorno político limpio, revirtiendo en gran medida la inercia económica del país, que antes giraba en torno al poder y el dinero. Como señala Wang Wen: “Si bien sus libros de contabilidad muestran que la tasa de crecimiento del PIB está disminuyendo, también está muy claro que el apoyo popular al Partido está aumentando” (Wang, 2022).

El protagonismo chino en el escenario global no debería verse como algo fortuito o ajeno a sus propios planes y necesidades como potencia en ascenso. Tras establecer estrategias que colocan a la ciencia y la tecnología como fuerzas productivas principales en su nueva era de desarrollo, resulta evidente que el país asiático está llevando a cabo con éxito políticas de poder independiente en estos terrenos, a pesar de enfrentar los bloqueos tecnológicos de Washington. La lección aprendida es que sin innovación no será posible alcanzar la calidad de desarrollo que el país necesita ni tampoco asegurar su propia gobernabilidad y mucho menos la de la economía mundial. Para ello cuenta con una mayor magnitud de recursos, una mayor planificación y gestión estratégica de todos los actores y sectores, y una probada capacidad para convertir en realidad las grandes metas estratégicas que se ha propuesto.31

Para Vadell (2022), es China y no Rusia el rival “sistémico” número uno de EE.UU., lo que explica las numerosas y diversas políticas de contención que este ha venido diseñando y aplicando en las últimas décadas, catalogadas como foco de una “nueva y multidimensional guerra fría”. En esencia, el verdadero dilema radica entonces en la manera cómo Washington lo asumirá y las dificultades que ello le supone respecto a sus conocidas esferas de influencia. Para Li Xing, el actual conflicto ruso-ucraniano plantea dos grandes escenarios, de gran significación para la rivalidad sino-estadounidense. El primero, que la guerra podría terminar acercando más a EE.UU. con la UE, reforzando la noción de China como un rival sistémico. El segundo, en el hipotético caso de que Rusia ganase el conflicto en Ucrania, la distracción de Occidente le daría tiempo al gigante asiático para continuar fortaleciéndose todavía más (Li, 2022).32

En esencia, la idea de una rivalidad sistémica añade mayor complejidad al fenómeno de estudio, pues ya no se trata de un simple ajuste en la distribución de capacidades materiales o del “poder duro” de China en la configuración del poder mundial, sino de cambios estructurales que constituyen en sí mismos un desafío abierto al paradigma existente basado en la globalización neoliberal como única salida, y su contracara geopolítica, es decir, el unilateralismo hegemónico estadounidense (incluyendo la metamorfosis y expansión de la OTAN) y su concepción de paz basada estrictamente en las normas dictadas por Occidente.

CONCLUSIONES

La fuerte interdependencia económica entre los dos países limita al extremo las opciones estratégicas de las dos partes, impidiendo que ninguno pueda desarrollar, sin negativas y contraproducentes consecuencias, una competencia de “suma cero”. Más allá de los factores conflictuales, agudizados en los últimos años, existen otros marcados por el interés común, la perspectiva compartida y el reconocimiento recíproco en los que es posible desarrollar y llevar adelante mediante la cooperación. Aunque el gigante chino ha mostrado un gran arsenal de respuestas y resiliencia ante el conflicto comercial que le ha sido impuesto, como ya se ha señalado, sus capacidades son limitadas en determinados terrenos, lo que le obliga a seguir manejándose con suma cautela y rechazar con fuerza los presupuestos de la transición del poder global. En rigor, su apuesta no podría ser otra que la de la multipolaridad y la continuidad de la globalización económica.

Es un hecho que los vínculos entre los dos países seguirán marcando la dinámica del actual sistema internacional, prevaleciendo el conflicto o la cooperación según la capacidad de ambos para establecer consensos sobre sus respectivos intereses estratégicos. En esa disputa geoestratégica, es de prever que China continúe fortaleciéndose y ganando terreno, por lo que su reemergencia seguirá determinando también la nueva reconfiguración estratégica global.

La competencia sino-estadounidense se ha hecho irreversible, por lo que la mayor o menor comprensión de esta como fenómeno, además de su convivencia y manejo sin crisis disruptivas, deviene importante desafío para la ciencia política y la economía política contemporánea. La respuesta cada vez más asertiva y proporcional de China, ante los renovados intentos de EE.UU. por hacer prevalecer su propia teoría de la amenaza china, hace suponer que su actuación en regiones como América Latina y el Caribe o en África o en el Sudeste Asiático, donde dicha rivalidad se hace más aguda a corto y mediano plazo, refuerce el escenario de una “nueva guerra fría”, que a su vez reduce los espacios para que el unilateralismo prevalezca en cualquiera de sus formas y proyecciones, abriendo posibilidades nuevas para la transición geopolítica de la hegemonía global. Para China, a partir de la lógica estratégica defendida hasta ahora, el principal reto seguirá siendo administrar su conflicto sin quedar atrapada en nuevas trampas y provocaciones.

notas

¹ En los últimos 40 años, China fue la única economía importante que no se vio involucrada en una guerra. En otras palabras, ha cosechado los dividendos de la paz. Mientras no ha dejado de desarrollar e invertir en portaaviones, submarinos nucleares y misiles intercontinentales de última generación, pero a diferencia de EEUU, con cientos de bases militares en el extranjero, ha sabido mantener un equilibrio entre no hacer la guerra y evitar la invasión extranjera.

² En los años 90 del siglo pasado, el presidente Jiang Zemin propuso en su día el principio de «aumentar la confianza, reducir los problemas, desarrollar la cooperación y no la confrontación», mediante el objetivo de «establecer una asociación estratégica constructiva entre China y Estados Unidos para el siglo XXI».

³ Por ejemplo, las disputas militarizadas entre grandes estados generadoras de guerras mundiales, las carreras de armamentos, los compromisos de alianzas, los litigios fronterizos, las disputas territoriales o conflictos como el árabe-israelí, indo-paquistaní y el existente entre las dos Coreas

⁴ Ni siquiera Taiwán es reconocido internacionalmente como representante de toda China, condición que perdió al restituirse los legítimos derechos de la República Popular con la recuperación de su escaño en las Naciones Unidas

⁵ En este Comunicado la Administración Carter aceptó los tres principios planteados por China, consistentes en el “rompimiento de lazos diplomáticos con Taiwán, la retirada de las tropas estadounidenses de la Isla y la derogación del Tratado de Defensa con Taiwán”, y el importante reconocimiento al gobierno de la República Popular China como único y legítimo representante de China. En ese marco, EEUU se comprometió a mantener solo lazos culturales, comerciales y otros vínculos de carácter no oficial con la población de Taiwán.

⁶ Completan esta suerte de marco contractual las llamadas “Seis Garantías” y el Taiwan Relations Act, que han servido de base, además, para los intercambios entre Estados Unidos y Taiwán, actos bilaterales estos últimos sin participación china.

⁷ Yang Jiechi fungió hasta hace poco como miembro del Buró Político del PCCh y Director de la Oficina de Asuntos Exteriores del Comité Central del PCCh, la principal autoridad en materia de política exterior china. Desde sus tiempos de traductor del primer nivel chino, fue participante directo en los principales acontecimientos que han marcado las relaciones sino-estadounidenses en los últimos 40 años.

⁸ En un reciente artículo titulado “Con respeto a la historia y de cara al futuro, defender y estabilizar firmemente las relaciones entre China y EEUU”, Yang destaca el aporte y participación de figuras claves por ambas partes, como Henry Kissinger, Zhou Enlai, Deng Xiaoping, y más recientemente figuras como el ex secretario del Tesoro Henry Paulson. Este último, primero como jefe del Grupo de banca de inversión Goldman Sachs fue un pivote clave en abrir China a las empresas privadas, comerciales y financieras estadounidenses y luego como secretario del Tesoro, se convirtió en figura clave para el establecimiento de un diálogo estratégico que abarcó importantes aspectos económicos, cultural y educativo entre los dos países (Yang, 2021).

⁹ Se estima en alrededor de un 35 % la proporción de exportaciones chinas que son de ensamblaje.

10 La tendencia al incremento de los contactos oficiales de Washington con Taiwán y el desarrollo de ejercicios militares conjuntos en el estrecho, ha tenido como respuesta desde Beijing la advertencia y determinación también sin precedentes de la diplomacia china, con la adopción de medidas más contundentes y el rechazo a realizar concesiones en ese ámbito.

11 John Kerry, en su calidad de enviado especial estadounidense, afirmó: "las dos mayores economías del mundo han acordado trabajar juntas", que ambos países han negociado "de buena fe" y han encontrado "terreno común" para "elevar la ambición climática durante esta década decisiva".

12 En el informe del Departamento de Estado Patterns of Global Terrorism 2022, se destaca la cooperación con China en la lucha contra Al-Qaida (control de las fronteras chinas con Afganistán y Pakistán), en el combate contra las redes de financiación de los grupos terroristas, así como su participación Iniciativa CSI (Container Security Initiative) (Patterns of Global Terrorism, 2022:16)

13 En su introducción al libro de Jiang Shigong sobre la “Década Crítica” en las relaciones sino-estadounidenses, David Ownby considera que ambas visiones parten de asumir la apuesta a que los beneficios del mercado y el surgimiento de una pujante clase media, por sí mismas, terminarían imponiendo la democratización al estilo occidental y por tanto la llamada “americanización” del país.

14 Se refiere al conflicto armado ocurrido en el Estrecho de Taiwán entre los años 1995 y 1996, cuando China disparó misiles y realizó ejercicios con fuego real, cerrando las rutas de navegación, e interrumpiendo el comercio aéreo y marítimo por la zona, como advertencia y respuesta a las acciones del entonces jefe del Ejecutivo taiwanés Lee Tenghui de independizar dicho territorio. En respuesta, EEUU realizó el mayor despliegue militar en la región en toda su historia, con la presencia de portaviones y grupos de aviación de combate, lo que provocó una fuerte respuesta militar si no Washington a su vez no retiraba los barcos, lo que finalmente sucedió.

15 Ver Brzezinski Z. (2007), El gran tablero mundial. La supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos. ESPA PDF. Recuperado en https://www.academia.edu/43334431/El_gran_tablero_mundial_zbigniew_brzezinski

16 Durante este período, los presidentes G. W. Bush y Jiang Zemin se reunieron en tres ocasiones (Shanghai, octubre de 2001, durante la cumbre de APEC; Beijing, febrero de 2002, durante la visita de Bush a China; y Crawford, Texas, octubre de 2002, durante la visita de Jiang a EE.UU.). El presidente Bush también se reunió con el nuevo presidente chino Hu Jintao en Pekín (febrero de 2002, cuando era vicepresidente), Evian (junio de 2003, durante la cumbre del G-8) y Bangkok (octubre de 2003, durante la cumbre de la APEC).

17 Sugería que la relación especial informal entre los dos países podía traducirse en una situación de “Co-Gobierno”.

18 Fue introducida por vez primera por la entonces secretaria de Estado Hillary Clinton, en una reunión del Foro Regional de la ASEAN celebrada en Hanoi, en julio del 2010. Preveía desplegar el 60 % de su fuerza naval y aérea en la región de Asia y el Pacífico, el Acuerdo de Asociación Transpacífico (Transpacific Partnership, TPP) excluyendo a China; el aprovechamiento de los conflictos y disputas de China con sus países vecinos para sembrar contradicciones entre ellos y la continuidad de los contactos con China.

19 El anuncio del redespliegue de las fuerzas navales y aéreas estadounidenses hacia la región hizo que China reaccionara acelerando su proceso de modernización militar y la exclusión china del TPP terminó alentando el avance de la Asociación Económica Global Regional (RECP), la creación del Área de Libre Comercio del Pacífico Asiático (FTAAP), la implementación de su iniciativa IFR, la creación del Banco de Desarrollo BRICS y el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura. Aunque las exportaciones estadounidenses hacia el país asiático crecieron en cifra superior al 150 %, se quedaron muy lejos de duplicar su crecimiento que era el propósito original.

20 Véase https://mn.usembassy.gov/speech-secretary-pompeo-07-23-2020/

21 Según datos del Instituto de Mercados Internacionales, asociado al Ministerio de Comercio de China, el superávit comercial, que superó en el 2016, los 200 mil millones de dólares, ha venido registrando una desaceleración año tras año, con apenas un 0,9 % de incremento interanual, propiciando una mejoría apreciable del equilibrio comercial entre los dos países. Si bien entre enero y noviembre de ese año, el superávit chino descendió un 5,8 % promedio anual (americaeconomia.com, 2016 y diariolasamericas.com, 2017), EEUU cerró con cifras récord de déficit en su balanza comercial al registrar 502 mil 300 millones de dólares, el mayor en cuatro años. Es decir, aun cuando el déficit con China continuó siendo catalogado como desventajoso, el saldo negativo en su comercio con el país asiático cayó un 5,5 % en el 2016, quedando en 347 mil millones de dólares (eleconomista.es, 2017).

22 Ver http://www.vozdeamerica.com/a/eeuu-deficit-comercial-fortaleza-economica/6434098.html.

23 Peter Navarro formó parte del selecto entorno del recién electo presidente Trump que se reunió de manera exploratoria con Yang Jiechi y otros representantes chinos en diciembre del 2016, para intentar allanar el camino para mejorar las relaciones entre los dos países, junto a los asesores Jared Kushner, Steve Bannon y K. T. McFarland.

24 Ejemplo de ello son la Ley contra productos en Xinjiang y la prohibición a inversionistas estadounidenses a poseer o negociar con valores vinculados a 59 empresas chinas listadas debido a la supuesta “amenaza potencial de tecnología china” y nuevas sanciones a otras 5 empresas de ese país por su presunto apoyo al complejo militar industrial ruso, aprobadas recientemente.

25 “China es el único país con el poder económico, diplomático, militar y tecnológico para desafiar seriamente al sistema internacional estable y abierto -todas las reglas, valores y relaciones que hacen que el mundo funcione como queremos", señaló el 26 de mayo de este año en un discurso pronunciado en la Universidad George Washington. Véase https://www.radiotelevisionmarti.com/a/estrategia-de-seguridad-nacional-coloca-a-china-en-el-centro-de-los-desaf%C3%ADos-globales-que-enfrenta-ee-uu-/286872.html

26 En lo que va de este mandato, las dos partes se han reunido en cuatro ocasiones a este nivel, la primera en Alaska en marzo de 2021, en la que ambas escenificaron una confrontación sin precedentes. La segunda realizada en Suiza en octubre pasado previo a la reunión virtual entre los mandatarios de ambos países en noviembre, y la tercera, en marzo pasado, en Italia que se extendieron por más de 7 horas centradas en la crisis entre Rusia y Ucrania.

27 Se refiere a NO promover una nueva guerra fría con China, ni cambiar su sistema político, ni revitalizar alianzas con otros países contra ella ni apoyar la independencia de Taiwán, así como a su NO intención de buscar un conflicto con el país asiático.

28 La reciente decisión de la OTAN de incluir por primera vez a China en su nuevo concepto estratégico que regirá para la próxima década, definiéndola como un “desafío a sus intereses, seguridad y valores”, revela el interés de EEUU de convertirla en el gran enemigo estratégico a derrotar y a contener. Sus referencias directas al uso de “políticas coercitivas” y de “herramientas políticas, económicas y militares por parte de China para aumentar su huella global”, la supuesta opacidad de su estrategia, intenciones y desarrollo militar, sus desafíos en materia de “ciberseguridad” y su “retórica” de confrontación y la desinformación contra los aliados y la OTAN en particular, refleja la prevalencia de un marco amplio de preocupaciones sobre la reemergencia del país asiático concebido como un nuevo guion de guerra fría.

29 Según el estudio realizado vía telefónica, entre el 14 de febrero y el 3 de junio de 2022, en un total de 19 países, incluyendo EE.UU. y Europa en general, centrado en cuatro temas: la situación de los derechos humanos, el poder militar de China, la competencia económica con China, y la participación de China en la política interna de cada país. En conjunto, un 69 % de los encuestados tiene una opinión desfavorable de China, frente a un 27 % que manifiesta una opinión favorable. Las opiniones desfavorables están relacionadas con las preocupaciones sobre las políticas en materia de derechos humanos: una mediana del 79 % considera que estas políticas son un problema grave y el 47 % dice que son un problema muy grave. Las opiniones desfavorables sobre el creciente poderío militar chino, una mediana del 37% lo considera muy serio, lo que se agudiza en el caso de algunos de sus vecinos asiáticos como Japón (60 %), Australia (57 %) y Corea del Sur (46 %). La competencia económica con China se considera un problema menos grave, con una mediana del 30 % que lo describe como muy grave y, fuera de Israel, no se considera el principal problema entre los cuatro evaluados en ninguno de los 19 países. Según el informe, las opiniones negativas sobre China se dispararon a partir del 2020 en muchos de los lugares encuestados, manteniéndose cerca de esos niveles elevados o incluso han aumentado.

30 Según Wang, se estima en 2,6 millones de nuevos puestos de trabajo para los estadounidenses y un ahorro anual medio de 850 dólares en el costo de vida para cada familia estadounidense. Asimismo, un total de 70 mil empresas estadounidenses que han invertido en China con un volumen de ventas anual de 700 mil millones de dólares, de las cuales el 97 % ha obtenido cuantiosas ganancias.

31 El propio lanzamiento del programa China 2025 dirigido a reforzar la base tecnológica del país, confirma que China va por más y que perece decidida a reducir su dependencia actual de Occidente sobre todo en rubros críticos como los semiconductores, muestras a su vez de su autoconfianza.

32 Recuperado de https://www.scmp.com/comment/opinion/article/3171738/two-ukraine-war-scenarios-and-what-they-mean-us-china-power-rivalry

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