La OTAN en la Posguerra Fría: Ucrania y los límites de la hipertrofia

NATO in the post-Cold War era: Ukraine and the limits of hypertrophy

 

Dr. C. Carlos González-Villa

Doctor de Ciencias Políticas y de la Administración. Profesor Contratado Doctor de Relaciones Internacionales e Investigador del Centro de Estudios Europeos, Universidad de Castilla-La Mancha. Toledo, España.

carlos.gonzalezvilla@uclm.es 0000-0002-7247-7356

Dr. C. Branislav Radeljic

Doctor en Ciencias Políticas. Catedrático de Relaciones Internacionales en el Departamento de Gobierno y Sociedad, Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales, Universidad de los Emiratos Árabes Unidos. radeljic@uaeu.ac.ae

0000-0002-0497-3470

 

Recibido: 17 de octubre de 2022

Aprobado: 16 de noviembre de 2022

 

RESUMEN La acción militar rusa en Ucrania de febrero de 2022 ha servido como catalizadora de una tendencia de largo recorrido en la OTAN: la de justificar su existencia en su expansión geográfica tanto en términos orgánicos, a través de la incorporación de nuevos Estados a su estructura, como operativos, mediante la ejecución de las denominadas “operaciones fuera de área”. Esa dinámica, firmemente asentada desde mediados de los años noventa, ha pasado por encima de las crecientes contradicciones entre los intereses de sus miembros, los sucesivos cambios en las administraciones norteamericanas y la transformación del sistema internacional, caracterizada por una inexorable tendencia hacia la multipolaridad. Partiendo de las implicaciones de la guerra en Ucrania para la OTAN, este artículo realiza un análisis histórico de este fenómeno, señalando las vicisitudes de las ampliaciones y operaciones de esa alianza militar en los últimos treinta años, y cómo estas actividades le han permitido sortear las sucesivas crisis internas a las que se ha ido enfrentando. En último término, los autores sostienen que la guerra en Ucrania supone el final de esa dinámica, lo que pone a la OTAN frente al dilema de limitar sus operaciones a la defensa de sus miembros (en la línea de la cláusula de seguridad colectiva, consagrada en el artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte) o culminar los procesos de ampliación pendientes, poniendo así en peligro la paz y la seguridad internacionales.

Palabras clave: Ucrania, OTAN, Rusia, Posguerra Fría

ABSTRACT The Russian military action in Ukraine in February 2022 has served as a catalyst of a long-standing trend in NATO: that of justifying its existence in its geographical expansion both in organic terms, through the incorporation of new states into its structure, and in operational terms, through the execution of so-called out-of-area operations. This dynamic, which has been firmly established since the mid-1990s, has been overridden by the growing contradictions between the interests of its members, the successive changes in US administrations and the transformation of the international system, characterised by an inexorable trend towards multipolarity. Starting with the implications of the war in Ukraine for NATO, this article provides a historical analysis of this phenomenon, noting the vicissitudes of NATO's enlargements and operations over the past thirty years, and how these activities have enabled the alliance to weather the successive internal crises it has faced. Ultimately, the authors argue that the war in Ukraine marks the end of this dynamic, putting NATO in the dilemma of either limiting its operations to the defence of its members (in line with the collective security clause enshrined in Article 5 of the North Atlantic Treaty) or completing pending enlargement processes, thereby endangering international peace and security.

Keywords: Ukraine, NATO, Russia, Post-Cold War

 

INTRODUCCIÓN

La acción militar rusa en Ucrania favoreció el florecimiento de una idea que parecía impensable hacía poco tiempo: que la OTAN reviviera como un actor relevante en la escena internacional. Las tensiones internas dentro de esa organización habían llevado al presidente francés, Emmanuel Macron, a afirmar a finales de 2019 que la OTAN se encontraba en una situación de “muerte cerebral” (BBC, 2019). Los intentos de rebajar la tensión por parte de la entonces canciller alemana, Angela Merkel, no ocultaban la realidad: que las diferentes prioridades de los Estados miembros estaban dejando a esa organización cada vez más vacía de contenido, hasta el punto de que sus fuerzas –y milicias delegadas– defendían intereses opuestos en escenarios como el sirio o el libio. Mientras tanto, los polacos veían con preocupación cómo esa deriva podía conllevar el inicio de una nueva era en las relaciones de las potencias europeas con Rusia (Baranowski, et. al., 2020). Por eso mismo, tras el estallido de la guerra, los medios de comunicación franceses se preguntaron si el nuevo escenario ha contribuido a trascender esa situación (Roméo, 2022), aunque sin obtener respuestas realmente convincentes. Sí parece haber más entusiasmo entre los especialistas norteamericanos, que urgen a la OTAN, como brazo armado de occidente, a actuar como garante de la seguridad global (Deptula, et. al., 2022).

Da la impresión de que existen buenas razones para pensar que la acción en Ucrania por parte de Rusia ha contribuido a reanimar a la OTAN (Smith, 2022), una organización que, ya antes del inicio de la guerra, había venido incrementando el despliegue militar en los países de su flanco oriental. Además, la incorporación de Finlandia y Suecia, los compromisos para el incremento del gasto militar de los Estados europeos (incluida Alemania), el anuncio de su despliegue en internet y, sobre todo, la reafirmación de Estados Unidos como árbitro de los grandes asuntos europeos, proyectan la idea de que la OTAN está nuevamente viva, tal y como procuraron mostrar los aliados en la Cumbre de Madrid de junio de 2022. En ese contexto, el proyecto de la Brújula Estratégica de la Unión Europea (SEAE, 2022), adoptado poco después del inicio de la guerra, parece condenado de inicio a la subalternidad con respecto a la Alianza Atlántica. En la presentación de ese proyecto, el alto representante para la política exterior de la UE no puede evitar hablar de la necesidad de reforzar los lazos entre ambas organizaciones, a pesar de toda la retórica sobre el “despertar” de la UE como actor geopolítico. La dinámica de las intervenciones en la guerra parece dar pie a la idea de que, más allá de los factores inmediatos que llevaron a Rusia a emprender la acción militar, “un factor central subyacente en el conflicto es el deseo angloamericano de consolidar la OTAN como vehículo de dominación política y militar en Europa” (Cafruny, et. al., 2022: 2).

Frente a la tesis de la resurrección de la OTAN se puede argumentar que las divergencias, azuzadas por el cambio en el orden geopolítico mundial, siguen estando presentes a pesar de la fuerza con la que el conflicto armado en Ucrania ha irrumpido en los medios de comunicación y en los centros de decisión occidentales. Dicho de otro modo, los factores que propiciaron la crisis que se cernía sobre la OTAN a finales de 2019 siguen evolucionando, incluso con más fuerza, aunque con el volumen atenuado como consecuencia del ruido de las armas. Entre estos factores se encuentran, por un lado, las divergencias estratégicas entre sus miembros y, por el otro, una dinámica de hipertrofia que ha priorizado la acción de la organización más allá de sus límites geográficos en términos de ampliaciones y operaciones fuera de área. Esa hipertrofia ha contribuido a disminuir la importancia de las divergencias internas, pero, en las actuales circunstancias, las ampliaciones y operaciones fuera de área pueden terminar deshilachando el tejido interno de la organización.

Una lectura institucionalista nos diría que la OTAN ha pervivido más allá de la Guerra Fría gracias a su capacidad de adaptación a un contexto de seguridad cada vez más complejo no solo gracias a su valor transaccional, sino también por haber sido un instrumento válido en la reducción de la inestabilidad y la desconfianza entre aliados (Wallander, 2000). Constructivistas y postestructuralistas han señalado la importancia de los componentes ideacionales, normativos y discursivos en la redefinición de los sujetos implicados en el esquema de seguridad y en la justificación de sus operaciones en un contexto diferente al de su creación (Adler, 2008; Schlag, 2015). Los realistas, a su vez, no han dejado de alertar desde hace tiempo contra el peligro de esta deriva, tanto desde sus presupuestos ontológicos –apuntando que la existencia de las alianzas no es una cuestión autónoma con respecto a la existencia de la amenaza que dio pie a su creación (Walt, 1997)– como desde los resultados prácticos visibles en la actualidad (Mearsheimer, 2022).

Susan Woodward (2017) ha explicado con detalle cómo han operado estas lógicas en la puesta en práctica y mejora de las capacidades organizativas y políticas del conglomerado de organizaciones occidentales especializadas en la intervención internacional para la estabilización y el state-building, o construcción del Estado, en las periferias durante la Posguerra Fría. A partir de su estudio de las intervenciones sobre los “Estados fallidos” –que fungen como artefactos ideológicos dentro de las burocracias de esas instituciones–, la autora señala que el fracaso del intervencionismo, en su afán por imponer una síntesis entre seguridad y desarrollo, no impidió la supervivencia de todo un elenco de organizaciones –entre las que se encuentra la OTAN– durante décadas debido a una suma de factores, entre los que destaca el hecho de que, al planificar sus políticas, estas se han centrado menos en las necesidades reales de los intervenidos que en las vicisitudes burocráticas y políticas del conglomerado institucional.

Partiendo de esta idea, el principal problema de la OTAN tras la caída del campo socialista residía en cómo seguir siendo relevante en un contexto muy diferente al de su creación. En los primeros años de la Posguerra Fría, ello implicaba una competición con otros aparatos político-burocráticos que también se planteaban el problema de cómo garantizar la seguridad europea tras el final de la bipolaridad. Entre las contendientes se han de mencionar la OSCE (que entre 1990 y 1991 amenazó a la OTAN con articularse como un sistema de seguridad colectiva paneuropeo), la ONU –con la que la OTAN mantuvo una competición operativa, durante la intervención en Bosnia y Herzegovina (Woodward, 2017: 86), y política, que llevó a la OTAN a erigirse como garante de la paz y la seguridad internacionales en sustitución de Naciones Unidas, en los prolegómenos del bombardeo sobre Yugoslavia de 1999 (Pérez Rastrilla, 2018: 122-123)– y, finalmente, la Unión Europea, cuya política exterior y de seguridad común, institucionalizada en 1999, se vio limitada desde un primer momento por las exigencias de Washington en el ámbito de la cooperación militar (Woodward, 2017: 90).

Este planteamiento resulta relevante en el caso de la Alianza Atlántica en la medida en que sus operaciones fuera de área se han realizado, precisamente, en Estados que pretenden ajustar a la definición de “Estados fallidos”; esto es, territorios que generaban situaciones percibidas como amenazantes para la seguridad internacional, incluyendo el tráfico de drogas, violaciones de derechos humanos, etc. (Woodward, 2017: 12) y que, hasta la caída del campo socialista, eran analizados únicamente en función del nivel de “penetración soviética” (Hatzivassiliou, 2013). De este modo, la supervivencia de la OTAN pasó no solo por abrirse paso a empujones por encima de otras organizaciones gracias a la presión norteamericana, sino por la adaptación de sus burocracias a la planificación de las operaciones militares y, en concomitancia, por la incorporación de nuevos Estados en el Este de Europa, para los cuales su entrada tenía menos que ver con las amenazas militares que con la culminación de sus transiciones postsocialistas (Šabič y Bukowski, 2002: xvi).

Este artículo presenta las expansiones de la OTAN tras el final de la Guerra Fría como la respuesta a las crisis internas vividas por esa organización tras la caída del campo socialista, cuya existencia había sido la razón de ser de la Alianza Atlántica durante cuatro décadas. Tras cada una de esas crisis, desencadenadas todas ellas por la ausencia de un propósito claro en el contexto cambiante de la Posguerra Fría, la OTAN consiguió reinventarse, gracias al liderazgo norteamericano, a través de la incorporación de nuevos miembros, la ampliación del alcance geográfico de sus operaciones fuera de área y la polarización creciente con la Federación Rusa. Para ello, comenzaremos exponiendo las contradicciones estratégicas de la actual crisis. En segundo lugar, analizaremos las dos crisis precedentes tras el final de la Guerra Fría. En el tercer segmento, abordaremos las características de la crisis actual en el escenario ucraniano. Contra lo que pudiera parecer, la OTAN se encuentra ante una disyuntiva que puede poner en peligro su propia existencia.

DESARROLLO

Escisiones estratégicas

Las ampliaciones y operaciones fuera de área han permitido a la OTAN sobrevivir a sus contradicciones internas. Esta no es una afirmación baladí, ya que las divergencias entre las prioridades y enfoques de sus miembros son de calado. Para empezar, el foco estratégico de los norteamericanos, en sus dimensiones política, comercial y tecnológica, está puesto fundamentalmente sobre China (Domínguez López, 2021; Herrera, et. al., 2020). El planteamiento de la rivalidad con esa potencia es una cuestión que va más allá de los cambios entre administraciones y está claro desde la perspectiva de los centros de pensamiento –el Atlantic Council publicó en 2021 un anónimo “Telegrama más extenso” (Anónimo, 2021) que, indisimuladamente, remedaba el “Extenso telegrama” de George Kennan, publicado bajo el seudónimo de Mr. X, publicado en 1947 por Foreign Affairs, que influyó en el desarrollo las estrategias de contención a lo largo de la Guerra Fría (Gaddis, 2005)–, pero también de la administración. Así, el secretario de Estado, Anthony Blinken, señalaba claramente en agosto de 2022 que la principal preocupación estratégica de Estados Unidos sigue siendo el gigante asiático, independientemente del curso de la guerra en Ucrania:

“Aunque la guerra del presidente Putin continúe, seguiremos centrándonos en el desafío más serio a largo plazo para el orden internacional, que es el que plantea la República Popular China. China es el único país que tiene la intención de remodelar el orden internacional y, cada vez más, el poder económico, diplomático, militar y tecnológico para hacerlo. La visión de Pekín nos alejaría de los valores universales que han sustentado gran parte del progreso mundial en los últimos 75 años” (Blinken, 2022).

Si a ello se le suma el refuerzo de los lazos entre China y Rusia a lo largo del conflicto –una cuestión apuntada por el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (Hart et. al., 2022), con sede en Washington–, la guerra deviene en una situación transitoria en relación con el problema central, vinculado con el gigante asiático.

Otra continuidad entre las administraciones de Biden y Trump tiene que ver con la posición subordinada de sus aliados europeos en su estrategia global. La guerra ha conseguido que Joseph Biden capitalice algunas de las exigencias de su antecesor en la Casa Blanca con respecto a esa región, incluyendo el incremento en el gasto militar –que, en algunos casos, como el polaco, puede llegar al 5% de su PIB (Tilles, 2022)– y la desconexión con las fuentes de energía rusa (McTague, 2022). Todo ello se sintetiza con las prioridades de los países bálticos y Polonia, que, a partir de sus propias consideraciones de seguridad, han devenido en plataformas al servicio no ya de la OTAN, sino de los propios Estados Unidos, hasta el punto de que, a la hora de solicitar ayuda, preferirían que esta sea proporcionada directamente por esa potencia (Bennhold, 2022). A ellos se suma el Reino Unido posbréxit, que ha identificado a Rusia como su principal amenaza en la próxima década (Allan y Bond, 2022).

Las prioridades de las potencias europeas occidentales son diferentes, e incluyen el terrorismo y lo que ellas interpretan como la estabilidad en el norte de África y el Sahel. En esa idea se inscriben las fallidas misiones francesas en esa región (Samaan, 2022), aunque, paradójicamente, una fuente importante de inestabilidad haya sido la intervención de la OTAN en Libia en 2011, en la que Francia jugó un rol protagónico. Este grupo, que incluye a la mencionada Francia, pero también a Alemania, se ha comprometido a apoyar a Ucrania, sancionar a Rusia y aumentar su presupuesto de defensa, todo ello a pesar del costo económico y social que ello conlleva. Aquí deben inscribirse las advertencias que llegan desde los industriales alemanes sobre el riesgo de desindustrialización a propósito de la interrupción (que, a día de hoy, parece permanente) del flujo de gas a través de Nord Stream (Blenkinsop, 2022). El éxito de la ruptura de las conexiones energéticas con Rusia condena a las potencias continentales a una situación de dependencia con respecto a Estados Unidos, cuyos aliados en el Este de Europa refuerzan sus posiciones recurriendo a querellas historicistas, como la reciente solicitud a Alemania por parte de Polonia del pago de hasta 1,3 billones de euros en concepto de reparaciones de la Segunda Guerra Mundial (DW, 2022).

La idea de que Europa sea independiente de Rusia en materia energética no hará que la UE deje de encontrarse en una situación de dependencia estructural. Algunos planes de futuro tienen un recorrido incierto, como el corredor gasístico que se proyecta entre Nigeria y Marruecos, el cual, de realizarse, atravesaría las fronteras de 13 países de la parte occidental de África (El Confidencial, 2022). A corto plazo, el coste del gas licuado –una alternativa que la UE había venido desarrollando en la última década, aunque con miras al largo plazo (Pardo Sauvageot, 2020)– podría ser un problema menor frente a amenazas al suministro como la especulación en el mercado de los metaneros (Irigoyen, 2022) o la seguridad en los trayectos (Sirvent Zaragoza, 2017). En último término, aunque se consiga esa ansiada independencia, el suministro ruso seguirá condicionando los precios del mercado energético mundial a pesar del paquete europeo de sanciones anunciado en septiembre de 2022, que prevé el establecimiento de un tope a los precios del petróleo ruso. Como señala Ben Cahill (2022), del CSIS, el movimiento puede tener consecuencias dañinas para los compradores, incluyendo problemas en la fijación de precios y la proliferación de intermediarios (Sampson, 2022; Ghaddar, 2022)1.

Turquía, por otro lado, visibiliza las contradicciones de la OTAN también de una manera clara. Mantiene relaciones fluidas tanto con Ucrania como con Rusia, hasta el punto de que es el único miembro de esa organización que no ha implementado sanciones contra esta última. Su participación en cualquier arreglo al que se llegue tras la guerra parece inevitable.

La crisis del paradigma liberal, de acuerdo con el cual la OTAN se presentaba como una alianza en pro de la democracia, puede verse a través de la fragmentación interna de esa misma organización en relación con la identificación de algunos de sus miembros –Turquía, junto con Hungría y Polonia– como los chicos malos de la organización por parte de los centros liberales (Depmsey, et. al., 2022). La actuación de cada uno de ellos en medio de la crisis ha terminado por dejar sin sustancia esa categorización. Hungría es frecuentemente ubicada en el lado malo de la historia por no apoyar las sanciones europeas a Rusia con el mismo entusiasmo que sus socios (Nattrass, W., 2022). Polonia, por su parte, representa mejor que otros el Ukraine-washing, o el lavado de cara aplicable a medios de comunicación, partidos políticos, empresas y Estados a través de la defensa a ultranza de la causa ucraniana2. Polonia, que hasta hace poco era noticia por la deriva de su sistema político, se ha visto beneficiada de esta forma hasta el punto de que su primer ministro, Mateusz Morawiecki, ha llegado a afirmar que su país “nunca había tenido una imagen de marca tan buena en todo el mundo” (Gherasim, 2022).

Crisis y transformaciones por hipertrofia

En la OTAN, las divergencias internas de las últimas décadas han sido compensadas a través de la acción externa. Sin embargo, es cierto que la historia de la OTAN ha estado ciertamente marcada por crisis de calado incluso durante la Guerra Fría. Algunas de esas crisis se acercaron a la tensión del escenario sirio, en el que algunos Estados miembros terminaron teniendo políticas que chocaban frontalmente (Taspinar, 2021; Weiss, 2022). Así, la crisis con Turquía y la airada reacción de Macron en 2019 tienen un precedente en el que dos Estados miembros se habían enfrentado en Chipre tras el golpe de Estado instigado por Grecia y la incursión turca de la isla en 1974 (Meaney, 2022). Demir y Dalmis (2022) señalan que las crisis fueron resueltas a través de la voluntad de sus miembros de cooperar. No obstante, el enfoque voluntarista se encuentra con límites si se toman en cuenta los intereses estratégicos comunes de sus miembros y las jerarquías de poder internas. En ese caso, Estados Unidos fungió de árbitro de la situación a través de las maniobras de Henry Kissinger, que favorecía la partición de la isla y los intereses de Turquía, un aliado más fiable e importante que Grecia en el contexto de la Guerra Fría (Rizas, 2019)3. 45 años después, en el escenario sirio, los intereses de Turquía y Estados Unidos chocaron, y, en ese marco, los norteamericanos llegaron a imponer sanciones sobre su socio como consecuencia de la compra de los S-400 rusos por parte de Ankara. Los intereses fundamentales ya no eran compartidos y las jerarquías internas estaban siendo cuestionadas.

La situación actual es el resultado de al menos tres crisis concatenadas en la Posguerra Fría que la OTAN ha ido sorteando a través de cambios que la han ido transformando hasta convertirla en una organización hipertrofiada, tanto a nivel orgánico como funcional. La Alianza Atlántica, como consecuencia de esta deriva, solo es operativa en función de lo que sucede fuera de las fronteras de sus Estados miembros. Estas crisis, generadas por la ausencia de un propósito común claro y la creciente divergencia entre los intereses y características de sus miembros, se han ido compensando a través de sus ampliaciones, actuaciones fuera de área y en la reformulación de la relación con Rusia. Cada crisis se ha saldado con un respiro más para la OTAN como institución y para Estados Unidos como potencia dominante en Europa, pero también con una alianza más lanzada hacia el exterior y cada vez más frágil internamente. Todo ello, sin poner a prueba con claridad el test definitivo de la unidad: el artículo 5 del Tratado4.

La primera de esas tres crisis se desencadenó con el final de la Guerra Fría. Tras la caída del campo socialista, las potencias europeas llegaron a coquetear con planteamientos que coincidían con los de la “casa común europea” de Gorbachov (Casier, 2018: 22). En ese marco se inscribe la firma de la Carta de París Para Una Nueva Europa, que consagraba el principio de la indivisibilidad de la seguridad en el continente (Morales, 2010: 202). La crisis se sorteó en un primer momento gracias al alto desarrollo burocrático de la OTAN como institución y la asunción de un número creciente de funciones más allá de las estrictamente defensivas, todo lo cual le permitió sobrellevar la pérdida del enemigo fundacional (McCalla, 1996). Aquí tampoco debe perderse de vista el elemento político, en la medida en que, desde muy temprano, la administración de Bush padre ya planteaba reproducir la lógica estratégica fundacional de la organización en la Posguerra Fría:

“Para Bush y sus asesores, la lógica de la OTAN como baluarte frente a la influencia de Moscú y como medio para evitar el establecimiento de un sistema de alianzas poco sólido en Europa Central siguió siendo válida tras el final de la Guerra Fría. La necesidad de evitar una posible reconstitución del poder soviético y el deseo de garantizar que los antiguos miembros del Pacto de Varsovia no persiguieran establecer alianzas desestabilizadoras, llevaron a pensar en la ampliación de la OTAN hacia el Este y en el mantenimiento de una Pax Atlántica permanente” (Sayle, 2019: 9).

En noviembre de 1991, en el contexto de la crisis final de la URSS y la institucionalización de una política exterior europea, la OTAN aprobó un concepto estratégico para una nueva época. Se trata de un documento difuso, con repetidas referencias a la cooperación y al diálogo regional, sin una amenaza específicamente definida más allá de riesgos, derivados de la inestabilidad y las divisiones, como la proliferación de armas de destrucción masiva o el terrorismo (NATO, 1991). Ese ejercicio de resistencia institucional propició que la hipertrofia se manifestara a lo largo de los años noventa a través del comienzo de las ampliaciones a Europa Oriental –planteadas, desde las aristas más agresivas de la política exterior norteamericana, como la culminación del hecho consumado de la desaparición del “imperio soviético” (Weinrod, 1996)– y de las operaciones fuera de área, con las intervenciones en Bosnia y Herzegovina y la República Federal de Yugoslavia. Además, en 1997 se firmó el Acta Fundacional OTAN-Rusia que, a pesar de las buenas palabras, reestablecía la relación dialéctica entre ambas partes, en la medida en que se negociaron garantías de seguridad mutuas como el compromiso de la OTAN de que no desplegaría armamento nuclear en Hungría, Polonia y la República Checa, los territorios hacia los que esa organización se terminaría expandiendo en 1999 (Vidal-Folch, 1997).

1

1999, con la primera ampliación (a la que siguió otra, en 2004, que incluía a Estados que habían pertenecido a la Unión Soviética) y la primera operación sin autorización de la ONU, prometía muchas alegrías para el futuro de la OTAN, pero en realidad marcó el inicio de una nueva crisis. El ambiente festivo de la cumbre de Washington, celebrada en abril, fue socavado por las divisiones generadas por la campaña de bombardeos, en marcha desde hacía un mes. A nivel operativo, se presentaron profundas grietas entre los aliados en relación con el alcance del control político de las operaciones. Como recuerda el comandante de la OTAN en esa operación, el norteamericano Wesley Clark, los yugoslavos conocían algunos de los objetivos de los bombardeos y el momento en que serían atacados. Meses antes del inicio, un oficial francés asignado a los cuarteles generales de la OTAN había filtrado a los yugoslavos el plan operativo inicial, que se suponía en máximo secreto. Según señala Clark (BBC, 2000), algo similar siguió ocurriendo durante la campaña. Los generales norteamericanos, además, se quejaron amargamente de las interferencias políticas francesas en la selección de objetivos y las decisiones operativas, al tiempo que los franceses acusaban a Estados Unidos de realizar operaciones fuera de la cadena de mandos aliada.

Esas divisiones supusieron el preludio de la brecha fundamental, definida por Donald Rumsfeld en 2003 en función de una “vieja Europa” –que giraba alrededor del eje franco-alemán– que tenía menos importancia en la OTAN que los nuevos aliados del Este (a los que se sumaban, voluntariosos, otros como España), más claramente alineados con Estados Unidos y la agenda neoconservadora en el marco de la denominada Guerra Contra el Terrorismo (Iglesias, 2017). En ese marco, la OTAN se transformó en lo que algunos, como Rafael Bardají, el gurú neocón del expresidente del Gobierno de España, José María Aznar, llamaron una “caja de herramientas” que permitía a los miembros que así lo desearan aprovechar sus capacidades para conformar coaliciones ad hoc para misiones concretas (Bardají, 2017). Y así lo hicieron tras el 11 de septiembre de 2001, con la realización de operaciones con grados de participación variable y fuera de área, incluyendo las de Afganistán (2001), Irak (2004), Somalia, el Mar Rojo y Yemen (2009) y Libia (2011), territorios que, o bien entraban en las clásicas categorizaciones de “Estados fallidos” (Schwarz, 2010), o bien en su variante definida en función de la doctrina de la Responsabilidad de Proteger, una interpretación dirigida a justificar a la OTAN como proveedor de seguridad (Carati, 2017). Todo ello ocurría con la restauración polarización con Rusia por parte de los norteamericanos como telón de fondo, con acciones como la denuncia del Tratado sobre Misiles Antibalísticos en junio de 2002 o el apoyo a las revoluciones de colores en el espacio postsoviético entre 2003 y 2005 (González Villa, 2012).

Ucrania y la tercera crisis

La tercera crisis se empezó a gestar al tiempo que la segunda parecía resolverse a través del anuncio de la eventual incorporación de Ucrania y Georgia a la organización en la Cumbre de Bucarest de 2008 y de la campaña de bombardeos sobre Libia en 2011. El primero es hoy una frustración consumada, mientras que la segunda parece dar la razón al Hegel evocado por Marx en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, cuando afirmaba que la historia ocurre dos veces: primero como tragedia (si se piensa en el bombardeo sobre Yugoslavia de 1999) y luego como farsa.

Efectivamente, la implicación en las primaveras árabes se realizó sin tomar en consideración las consecuencias que ello tendría para la región y para sus propios Estados miembros; a saber, el crecimiento del terrorismo y un incremento en los flujos migratorios y de refugiados. Nada de ello importó a los decisores europeos, que contaban con información y análisis que advertían de esas posibilidades (Arcos y Palacios, 2018). A pesar de todos los problemas operativos y contradicciones morales, la operación en Yugoslavia en 1999 contaba con un objetivo claramente definido –la evacuación de Kosovo por parte de las fuerzas de seguridad serbias. En Libia, debido a que la operación contaba con el aval de Naciones Unidas (lo cual implicaba la aceptación de Rusia), esta se formuló en términos de la doctrina de la Responsabilidad de Proteger. En este sentido, la campaña no solo no cumplió con el objetivo, sino que dejó a una población más vulnerable que al principio (Green, 2019). Las consecuencias de aquella acción no solo provocaron muerte y sufrimiento, sino también los desequilibrios internos de la OTAN que se pusieron de manifiesto en 2019.

El origen de esta crisis, empero, se debe buscar tres años antes, en la Cumbre de Bucarest de 2008, que terminó sentando un precedente para el estallido de dos conflictos armados que, paradójicamente, han frustrado la consumación del objetivo declarado de la ampliación. Unos meses después de ese evento, cuando los ojos del mundo estaban puestos en los Juegos Olímpicos de Pekín, el presidente de Georgia, Mijaíl Saakashvili, pareció tomarse muy en serio la declaración de intenciones sellada en la capital rumana sobre la eventual incorporación de su país y Ucrania a la organización. El intento de recuperar por la fuerza la provincia secesionista de Osetia del Sur, que se encontraba bajo protección rusa desde 1992, pilló por sorpresa a las cancillerías de la OTAN, empezando por la norteamericana, que no ocultó su disgusto ante tal hecho (Kucera, 2011). En cualquier caso, aquella invitación, por difusa que fuera, fue recibida con entusiasmo, hasta el punto de que, años después, Saakashvili, sin ocultar sus simpatías por los elementos más radicales de la administración Bush, señaló:

“Creo que Estados Unidos respondió un poco tarde [al inicio de la guerra], pero cuando lo hizo, fue de manera apropiada. Lo único decepcionante fue que el Secretario de Defensa, Robert Gates, dijera básicamente que no usaría la fuerza militar, y fue entonces cuando los rusos tomaron Ajalgori [en Osetia del Sur]. Básicamente, Rusia tomó Ajalgori después de unas palabras de Gates, que de verdad era asquerosamente cínico y estaba en contra de nuestra integración en la OTAN, saboteó nuestro entrenamiento militar, fue uno de los iniciadores del embargo militar, etc. Cuando me vi con él en la Conferencia de Seguridad de Múnich –estaba sentado a mi lado en la cena– me dijo: ‘Bueno, realmente no creo que meterte en la OTAN sea una buena idea, pero nuestro presidente lo quiere, así que ¿qué puedo hacer?’. Más tarde hubo una reunión de la CIA en la que Bush dijo cuáles son nuestras opciones militares, en la que Cheney dijo: ‘Empleemos misiles de crucero’ y Gates dijo: ‘De ninguna manera’. Si en lugar de Gates hubiera estado Rumsfeld, creo que habrían utilizado esa opción” (Tavberidze, 2019).

En el escenario ucraniano, las maniobras de la primera ministra, la nacionalista Yulia Tymoshenko, evitaron una crisis que podía haber hecho colapsar Ucrania en el invierno de 2008-2009. En aquella ocasión, la dirigente demostró que, a pesar de la retórica nacionalista, los negocios y los acuerdos podían ser una base para evitar la escalada en los conflictos. En 2010, con la victoria de Víktor Yanukovich, del Partido de las Regiones, la línea fundamental de la política exterior iba destinada a favorecer unas relaciones fluidas con los diversos actores internacionales. Todo ello escapaba a la lógica de una Ucrania fundamentalmente enfocada en occidente, favorecida por el presidente saliente, Víktor Yúshchenko; en su lugar, se tomaba en cuenta el carácter plural y complejo de su sociedad (Sánchez Monroe, 2022). En este sentido, los equilibrios políticos y sociales regionales tenían una proyección en la sensibilidad de la población con respecto a los asuntos de política exterior y el acomodo del país al sistema internacional. En los estudios de Gallup publicados por el Instituto Internacional Republicano (IRI) de Estados Unidos unos meses antes del estallido del Euromaidán, se podían apreciar esas actitudes, que se veían reflejadas en las posiciones sobre la conclusión del Acuerdo de Asociación con la UE (que los líderes europeos querían cerrar en la Cumbre de Vilna, prevista para noviembre de 2013) y la posible incorporación a la Unión Aduanera de Bielorrusia, Kazajistán y Rusia.La ausencia de un consenso sobre la inserción internacional del país tenía, además, un marcado carácter regional (IRI, 2012), de manera que, en la parte occidental, el 58% de la población favorecía la integración en la Unión Europea, mientras que, en el Dombás5, otros oblasts orientales6 y en el sur7, preferían integrarse con Rusia el 66%, el 55% y el 54% respectivamente. La tensión se manifestaba en las zonas centrales y en Kiev, donde ambas opciones estaban más cercanas. De manifestarse en referéndum, los partidarios de la integración en la UE sumaban un 43% y los de la integración con Rusia un 40%; se oponían, respectivamente, el 26% y el 33% (IRI, 2013). Ello tenía un potencial explosivo, dada la tendencia presente en el Este de Europa tras la caída del campo socialista de utilizar esos instrumentos electorales en la lucha nacionalista (Veiga, et. al., 2019: 190).

Tabla 1.
Si Ucrania solo pudiera entrar en una unión económica internacional, ¿cuál debería ser?

Unión Europea

Unión Aduanera de Rusia, Belarús y Kazajistán

Otras

No sabe/No contesta

Mayo, 2013

40%

37%

5%

18%

Agosto, 2012

32%

42%

6%

20%

Mayo, 2012

37%

41%

5%

17%

Marzo, 2012

36%

43%

4%

17%

Noviembre, 2011

42%

40%

3%

15%

La presión ejercida por la Unión Europea en 2013 para la conclusión del Tratado de Asociación –un instrumento que no preveía, en ningún caso, la integración de Ucrania en esa organización– tensionaba las costuras de la sociedad ucraniana en la medida en que la obligaba a elegir entre un bloque u otro. En particular, el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, fue tajante cuando señaló que el país no podía firmar un tratado de asociación con la UE y formar parte de la unión aduanera impulsada por Rusia al mismo tiempo (UKRINFORM, 2013), en un momento en el que el principal socio comercial de Ucrania era, de lejos –con una cuota del 23,8% de sus exportaciones y del 30,1% de sus importaciones–, su vecino oriental (WITS, 2022). En el trasfondo de la crisis, además, estaban las durísimas condiciones que imponía el Fondo Monetario Internacional para la concesión de la prórroga a un préstamo que vencía en 2014, entre las que se incluían fuertes recortes presupuestarios y el aumento de los precios de la energía, con todo lo que ello implicaba para el Dombás, donde se concentraba una parte importante del apoyo social del partido en el gobierno (Duval, 2015; Vercueil, 2014).

El Euromaidán estalló en ese complejo contexto social e hizo saltar por los aires la posibilidad de que Ucrania sirviera de puente entre Rusia y la Unión Europea o, al menos, continuara siendo un Estado unido y neutral. Las manifestaciones (que contaron con la presencia de personajes influyentes en las políticas exteriores europea y norteamericana), los acontecimientos políticos posteriores a la dimisión de Yanukovich y el desarrollo de la guerra de 2014 hicieron que el objetivo del acercamiento a la UE terminara convergiendo con la aspiración a incorporarse en la OTAN, de manera que, a finales de ese año, Ucrania renunció oficialmente a su estatus de neutralidad.

Con Ucrania se invirtió la lógica de las intervenciones en los territorios etiquetados como “Estados fallidos”. Si, en aquellos casos, las potencias occidentales y organizaciones internacionales especializadas en construcción del Estado se habían implicado con la finalidad de hacer frente, más allá de sus fronteras, a lo que ellas percibían como un contexto que permitía la germinación de amenazas a su seguridad, Ucrania fue progresivamente convertida en un problema de seguridad homologable al de los “Estados fallidos” como consecuencia de las intervenciones internacionales. Con la culminación del Euromaidán, su autoridad central fue descabezada, su tejido étnico-lingüístico deshecho y su unidad territorial puesta en peligro. A partir de ese momento, Estados Unidos y la Unión Europea se centraron en resolver sus propios problemas operativos, en un contexto de pugnas en torno a la colocación de sus peones en el tablero político interno, tal y como le indicaba de manera vulgar la secretaria de Estado adjunta de Estados Unidos para asuntos europeos, Victoria Nuland, a su embajador en Kiev en 2014 (Rodríguez, 2022).

Como señala Woodward (2017), los intervinientes requieren unas condiciones previas sobre el terreno. Una de ellas es la existencia de un “consentimiento soberano” a la intervención, lo cual fue posible gracias a la existencia de interlocutores dispuestos a enfrentar la amenaza compartida que representaba Rusia para ellos tras la dimisión de Yanukóvich el 22 de febrero de 2014. Entre los actores internos, además, se encontraban grupos político-militares ultranacionalistas con gran influencia institucional, como el Regimiento Azov (Gomza y Zajaczkowski, 2019), lo cual ayudaba a bloquear cualquier tentativa de materializar los Acuerdos de Minsk. Por otro lado, Woodward también hace referencia a la cuestión de las capacidades del territorio intervenido:

“El mayor problema para los agentes intervinientes es, en realidad, contar con las capacidades administrativa y la experiencia del personal que estos agentes externos necesitan para la aplicación local de sus decisiones y proyectos” (2017: 134).

En el ámbito militar, la implicación de la Alianza Atlántica en Ucrania no haría sino aumentar tras el Euromaidán (Poch, 2022). Justo antes del inicio de la guerra de 2022, el New York Times informaba de la presencia de hasta 150 asesores militares norteamericanos en el país (Schwirtz, 2022), mientras que el servicio de investigación de biblioteca de la Cámara de los Comunes (2022) señalaba que unos 100 militares británicos servían en Ucrania en el marco de la Operación Orbital, para el entrenamiento de sus fuerzas armadas. Tras el inicio de la guerra, la presencia de personal militar occidental no ha hecho sino incrementarse con los sucesivos paquetes de ayuda. Por otro lado, la Unión Europea se ha especializado en el ámbito civil a través de su Misión de Asesoramiento, lanzada tras el Euromaidán y la firma del Tratado de Asociación a petición del nuevo gobierno ucraniano (EUAM, 2022). Bajo su égida trabajan 350 personas centradas en desarrollar la reforma del sector de la seguridad civil “a través del asesoramiento estratégico y el apoyo práctico de medidas específicas basadas en los estándares de la Unión Europea y los principios internacionales de la buena gobernanza y los derechos humanos”.

La intervención arrojó resultados decepcionantes en relación con la mejora de las condiciones de seguridad y el desarrollo político y social de Ucrania, y todo ello medido de acuerdo con los términos de los estándares occidentales. Así, Ucrania, considerada por el Democracy Index de The Economist Intelligence Unit (2021) como un “régimen híbrido” desde 2011, ha reducido su puntuación desde el cambio de régimen de 2014. Por lo demás, sigue siendo un Estado “problemático” dentro del Índice de Libertad de Prensa de Reporteros sin Fronteras (2022) y se sitúa en el tercer quintil del Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional (2021). Un informe del Tribunal de Cuentas de la Unión Europea (2021) señala que la corrupción vinculada a altos funcionarios y oligarcas no ha podido ser aplacada a pesar de todas las iniciativas desplegadas por esa organización durante más de veinte años para la reforma del sector judicial o la lucha contra los monopolios, entre otros aspectos. Un informe independiente contratado por la Comisión Europea (Mathis, et. al., 2020) para evaluar el tercer paquete de ayudas de la UE a Ucrania tras la firma del Tratado de Asociación –consistente en 1,8 millardos de euros para el período 2017-2019– justifica la decisión de las instituciones europeas de no realizar el último desembolso del programa debido a la ausencia de avances en la lucha contra la corrupción.

Ucrania solo mejora en el Índice de Libertad Económica de la conservadora Heritage Foundation (2022), que premia notablemente la desregulación de los mercados y las políticas fiscales regresivas. Precisamente esto último es, en buena medida, consecuencia de la intervención del Fondo Monetario Internacional en el país. En 2015, dicha organización concedió un préstamo de 17,5 millardos de euros a cambio de la aceleración de la privatización de activos del Estado, la subida de la edad de jubilación y la supresión de subsidios al consumo energético. Para 2018, el consumo energético había bajado hasta un 30%, lo cual requirió la atención del relator de Naciones Unidas para la pobreza extrema (Bretton Woods Project, 2018). Con la acción militar rusa, las perspectivas de la economía ucraniana son aún más sombrías, hasta el punto de que el país parece condenado a convertirse en un Estado dependiente de occidente. Ucrania, finalmente, seguirá siendo la avanzada de una guerra indirecta en la que los conceptos de victoria y derrota son cada vez más difusos (Aguirre, 2022: 24-25).

CONCLUSIONES

Durante algunas décadas, la hipertrofia de la OTAN parecía dañina solo a nivel local; esto es, en los territorios que sufrían las consecuencias de las intervenciones. Ahora, en el contexto de la guerra en Ucrania, hay un salto cualitativo, en la medida en que la crisis empieza afectar a los países europeos miembros de la OTAN. Cabe preguntarse cuál será el siguiente paso.

En la transición tras la Guerra Fría, la OTAN pasó de ser una organización centrada en la defensa de sus miembros en un escenario internacional que parecía inamovible a una fuerza de avanzada de la política norteamericana en el Este de Europa. A pesar de todo, la crisis actual no parece ser una mera repetición de otras, y su resolución, de seguir el patrón de hipertrofia de las crisis anteriores, genera riesgos ciertos a la seguridad internacional.

En relación con las ampliaciones, parece claro que se consumarán las incorporaciones de Finlandia y Suecia. Lo que no está tan claro es si la OTAN será capaz de sobrellevar la frustración de no incorporar a Georgia y Ucrania. Consumar ese objetivo implicaría que los Estados miembros tendrían que decidir, esta vez sí, directamente, cómo afrontar la acción a uno de sus socios. Por lo tanto, no se trataría únicamente de considerar el potencial catastrófico de ese escenario, sino de calibrar hasta qué punto la Alianza Atlántica es capaz de reaccionar frente a Rusia, esta vez sí, de manera directa. La respuesta a este interrogante no está clara, dados los precedentes.

Con relación a las operaciones fuera de área, hay que mencionar que, más allá de la retórica, todas aquellas que ha llevado hasta el momento la Alianza Atlántica fueron con la aquiescencia entonces de Rusia, incluida la de Kosovo, en la que Rusia terminó siendo clave a la hora de forzar a Slobodan Miloševic a retirar al ejército yugoslavo de la provincia. Posteriormente, la operación de Libia fue aprobada por el Consejo de Seguridad con la abstención de Rusia, en una votación en la que, significativamente, también se abstuvo Alemania. Con la transformación acelerada del sistema internacional, que tiende hacia el refuerzo de la multipolaridad y que se va manifestando virtualmente en cualquier rincón del mundo, se puede intuir que el tiempo de las operaciones fuera de área y con alcance limitado ha terminado.

Ucrania, por lo tanto, más que una oportunidad para la reconstrucción de la OTAN, tal y como suspiraban los analistas occidentales más optimistas, es la frontera que pondrá fin al dilema de la hipertrofia. El crecimiento desmesurado ha topado con el fuego real, y una característica de la dinámica hipertrofia era evadir a la organización de las contradicciones internas. Se trataba de una burbuja de consecuencias muy tangibles para todos, pero desigual: dolorosa para los intervenidos y balsámica para los interventores, que veían como se suturaban las costuras internas y se inflaba su aparato burocrático-institucional. El camino que queda es incierto, pero la existencia de una encrucijada histórica es innegable. Si la OTAN no cruza este Rubicón, se verá obligada a encontrar, más allá de Europa, una nueva frontera que permita a Estados Unidos mantener el dominio sobre sus aliados europeos y haciendo frente a la percibida “amenaza china”.

notas

¹ Estas consideraciones dejan de lado el hecho de que las fuentes energéticas alternativas están dominadas por regímenes que, desde la perspectiva europea, violan los Derechos Humanos y que, como en el caso marroquí, han agredido a Estados vecinos; factores, estos dos, que parecen tener mucha importancia para la UE cuando se trata de Rusia.

2 Un ejemplo de ello puede verse en la inclusión de la bandera de Ucrania de manera permanente en Televisión Española en las primeras semanas de la guerra o el uso de esa enseña nacional en los actos del partido gobernante en España (e-notícies, 2022).

3 Otro caso digno de mención es la crisis de Suez, en la que dos miembros fueron forzados por los norteamericanos a deponer sus demandas (Lucas, 1992).

⁴ Hasta el momento, se ha activado una única vez, de manera muy limitada, tras los ataques a Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001.

5 Que abarca los oblasts de Donetsk y Lugansk.

6 Los de Dnipropetrovsk, Járkov y Zaporozhie.

⁷ Oblasts de Jersón, Nicolaiev y Odesa, así como la República Autónoma de Crimea.

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