Palabras de Ricardo Alarcón de Quesada, Presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular en la velada solemne por el Centenario del Natalicio de Raúl Roa García1

Aula magna de la Universidad de La Habana, 18 de abril
del 2007

 

Remarks by Ricardo Alarcón de Quesada, President of the National Assembly of People's Power at the Solemn Evening for the Centennial
of Raúl Roa García's Birthday

Aula Magna of the University of Havana, April 18, 2007

Dr. Ricardo Alarcón de Quesada

Doctor en Filosofía y Letras. Escritor, diplomático y político cubano. Exministro de Relaciones Exteriores y Expresidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular. La Habana, Cuba. rpi@isri.minrex.gob.cu 0000-0002-82377-154 Fallecido

 

Recibido: 12 de mayo de 2022

Aprobado: 12 de julio de 2022

 

Compañeras y compañeros:

En esta Aula Magna, al instalar la Comisión Nacional del Centenario de Raúl Roa García, advertí que debíamos concebir nuestra tarea a la manera de Roa. Nada de “vacuas solemnidades” ni “obsoletos rituales. Celebrar sus primeros cien años exige respetar su espíritu rebelde, creador, inapresable, imposible de cerrar en un discurso o en mil ceremonias.

No estamos marcando un día, ni siquiera un año, para rendirle homenaje. Queremos sobre todo que el aniversario sirva para impulsar y extender el conocimiento de una vida y una obra indispensable para todos los cubanos. Hacer que llegue a otros su inagotable magisterio y que perdure su ejemplo en incesante renovación: es el desafío para quienes tuvimos el singular privilegio de haber conocido de cerca a quien fue, a la vez, maestro insuperable y leal compañero.

Por eso estamos aquí, en su universidad, sementera de inquietudes y esperanzas, forjadora y testigo de proezas, madre amorosa de una revolución que siempre ha estado en las manos de los jóvenes. De todos los jóvenes. De los que empuñaron las armas y cayeron combatiendo cuando tenían veinte años, y de los que sobrevivieron y supieron seguir luchando, con el mismo espíritu y la misma edad muchos años después. De Agramonte y Martí, de Mella y Guiteras, de José Antonio y Fructuoso, de los que hoy tienen veinte años y de los que ya cumplen ochenta o cien, de los que proclaman con Roa hace seis lustros: “Hasta la juventud siempre”.

Tenía apenas dieciocho cuando publicó su primer artículo. Inició así una de las trayectorias más admirables de la intelectualidad cubana. Su obra escrita es la de un hombre con delatada y profunda erudición que pudo pasearse cómodamente por las ciencias sociales, la filosofía, la historia, la literatura y otras artes. Se adentró con soltura en el legado histórico de la humanidad y avanzó bien hondo en el pensamiento y la brega del pueblo cubano. Descolló entre nuestros intelectuales por la solidez y la integralidad de su formación, la capacidad para penetrar en los temas más complejos, y el cultivo de un estilo propio, irrepetible, nutrido en el dominio absoluto del idioma que supo transformar como nadie en azote para la maldad, la injusticia y la mediocridad. Vertical y filoso, certero y agudo, fue imbatible en la polémica e insuperable en el análisis. En el panfleto clandestino, en la tribuna estudiantil, en la prisión, en el exilio, en la cátedra universitaria y luego en los foros internacionales y en la dirección del Parlamento nos legó un tesoro de verdadera sabiduría, coherencia intelectual y auténtica militancia.

Sobresalió ante todo porque no hubo distancia entre sus convicciones y su vida, porque su conducta fue siempre fiel a sus ideas e ideales. Esas cualidades, presentes ya en el adolescente Roa sin sobras ni fisuras, irían siempre con él.

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Participante activo en el movimiento estudiantil contra Machado, se mantuvo entre los que se empeñaron en llevarlo hasta la transformación socialista de la sociedad cubana. Fustigó a los machadistas, desenmascaró a los farsantes de la oposición burguesa y a quienes enfundados en un elitismo estéril servían al imperio que, a ambos sostenía, y no escatimó su crítica indispensable a los revolucionarios, en búsqueda incesante de la ruta perdida en medio de la barbarie represiva, la corrupción y la desidia que cayó sobre una “generación orgánicamente escindida”. Continuador de Mella, junto a Pablo y Rubén encarnó a lo mejor, más noble y puro de aquellos jóvenes que hallarían después en Guiteras, su síntesis más alta. Dio testimonio y rescató el legado de una generación derrotada, pero no vencida. Resumió esa etapa dramática de nuestra historia con estas palabras: “La minoría revolucionaria de la generación del 30 quiso más de lo que pudo: planteó el problema de Cuba a la altura de su tiempo, pero no supo resolverlo”.

En otro momento, en frase tan lapidaria, como criolla, afirmó: “La Revolución del 30 se fue a bolina” Pero en realidad, su modestia le hizo exagerar. El espíritu de aquella revolución nunca se extravió por los aires. Pervivió en quienes como él le guardaron lealtad y la mantuvieron viva en la memoria colectiva.

Roa nunca se fue a bolina. Se esforzó con otros sobrevivientes en crear nuevos instrumentos para la lucha revolucionaria. Fracasados estos intentos seguiría batallando más tarde “por la libre”, rebelde solitario, pero irreductible. Después de la derrota de aquella revolución, cuando mayor era la frustración y el desaliento, y más dolorosa la división y la apatía, él perseveró con el ánimo del primer día.

No se arredró ante el “espectáculo abominable” que ofrecían “los mercaderes, matones y tránsfugas de una revolución traicionada, vendida y mixtificada”. Declaró entonces sin aspaviento: “Seguiré pugnando, aunque se esfumara de la memoria de todo noble anhelo que nos llevó a la cárcel, al martirio y a la muerte”.

De regreso a su universidad, pese a los obstáculos con que trataron de cerrarle el paso, ganaría la cátedra que enalteció y convirtió en bastión y vivero de rebeldías. Sus lecciones anticipaban el futuro, sostenían la esperanza, convocaban e inspiraban. Nos enseñó entonces: “La lucha por lo ´irrealizable´ ha sido extraordinariamente fértil en consecuencias prácticas. Casi todo lo que podemos mostrar hoy como auténtico progreso, incluso la ciencia, fue en sus comienzos fantasmagoría de iluso, sueño sin sentido. La utopía es menos utópica de lo que creen los “realistas” del empirismo mostrenco”. En aquellos años deprimentes y turbios proclamó: “La utopía es, en última instancia, un acto de fe en el ilimitado poder creador de la razón humana”.

Escuchándolo, en su aula no estaban solo los alumnos de la facultad de Ciencias Sociales. A ella llegaban muchos otros de toda la colina. Era normal encontrar allí a José Antonio, a Fructuoso y a quienes con ellos perseguían la ilusión, querían darles sentido a los sueños y en el empeño entregarían sus vidas.

El golpe de estado del 10 de marzo de 1952 hundió a la república en el peor desconcierto y la más aguda crisis moral y política. A la juventud planteó un reto colosal. No podía confiar en otros, no contaba con organizaciones capaces de orientarla y conducirla frente a un régimen sanguinario y brutal usufructuario del respaldo ilimitado del imperialismo norteamericano, a la sazón en el cenit de su hegemonía mundial.

Los jóvenes deberían reinventar la revolución y hacerlo con sus propias manos, crear nuevas fuerzas, diseñar por sí mismos sus estrategias y tácticas. Fue un aprendizaje duro, a marcha forzada, bajo el terror, la tortura y la muerte. Aprendiendo del fracaso y el dolor buscaban en la historia la guía necesaria. Para auxiliarlos, desgraciadamente, no abundaban maestros. Raúl Roa García fue uno de los pocos.

Se incorporó a quienes combatieron a la turania, desde el principio, cornpartiendo con sus alumnos angustias y peligros. Volvió a conocer la persecución y el exilio. Luchó hasta que el tirano, sus verdugos y secuaces emprendieron la fuga vergonzosa.

Con el alba de 1959 llegó finalmente la utopía. Roa se entregó a la revolución triunfante con el brío, el entusiasmo y la ilusión que te había insuflado Mella en el Patio de Los Laureles en un noviembre ya lejano. A ella dio todo su talento y energía, por ella trabajó sin fatiga y lo hizo con desbordante alegría y ejemplar modestia, sin reclamar honores ni prerrogativas. Finalmente, y por primera vez, militó en un partido político, el Partido Comunista de Cuba, el de Fidel Castro, por quien guardaría lealtad a toda prueba. Dotado de grandeza verdadera nunca buscó la lisonja ni pudieron herirle rnezquindades ni bajezas que sabia disolver con el dardo de una frase.

Aceptó de buen grado y atesoró como el rnejor premio el título de Canciller de la Dignidad, porque se lo otorgó el pueblo anónimo sin ceremonia ni pergamino: 1os trabajadores humildes con quienes gustaba compartir en 1os cañaverales de Cayajabo, en el comedor obrero, en el juego de pelota o en cualquier esquina, hombres y mujeres que lo sabían su más esforzado defensor frente al genocidio imperialista y se regocijaban con su oratoria culta y brillante, llena de verdades que decía sin remilgos ni hipocresía, como las dice el pueblo.

Debió crear práctlcarnente de la nada el Ministerio de Relaciones Exteriores con un equipo casi todo integrado por jóvenes inexpertos procedentes de todas las corrientes antibatistianas, sin el más leve asomo de sectarismo. Entonces no teníamos computadoras ni correo electrónico o máquinas procesadoras de palabras; disponíamos de muy escasas conexiones aéreas. Las comunicaciones telefónicas dependían de los monopolios enemigos, y la casi totalidad de los gobiernos de este continente se habían plegado a la agresión yanqui y cortado sus relaciones con Cuba. La batalla diplomática, decisiva para la salvación de la patria, había que librarla, ante todo en los organismos internacionales en la OEA y en la ONU. En los años fundadores, necesariamente complejos, el principal responsable del ministerio tuvo que dirigirlo desde Nueva York y desde otros parajes donde se intentaba aislar y condenar a Cuba.

Fidelista de pura cepa, Roa estuvo siempre, como nuestro invicta Cornandante en Jefe, en la primera fila, en la avanzada más riesgosa, donde la reclamaba el deber. Su equito, reducido a un par de colaboradores, cabía holgadamente en el modesto apartamento de Manhattan que alguna vez ocupara el querido Fernando Álvarez Tabio, hombre bondadoso, jurista sin tacha y fiel seguidor de Roa en la ardorosa defensa de la patria, quien celebra también este afio su centenario.

Compañeras y compañeros,

Roa rebosaba genio. superioridad espiritual y dedicación absoluta a la causa de su pueblo y a la de todos los explotados y humillados en cualquier parte del mundo que tuvieron en él, como los cubanos, abogado constante y lúcido. Poseía también una paciencia a toda prueba. lmagino cuanto habrá sufrido teniendo que soportar, en aquellos tiempos por suerte superados, la mediocridad lacayuna de la diplomacia regional. Más de una vez divisamos a un habitante de aquel edificio de la Avenida York, funcionario subalterno de la misión yanqui, cuya sola ocupación era pastorear a los embajadores latinoamericanos, llevarlos a las salas de sesiones, y con voz nada discreta ordenarles qué hacer y cómo votar, algo que acataban, obviamente, con gozosa sumisión.

Amo y amanuenses fueron desenmascarados, una y otra vez, y enmudecieron ante aquel insólito orador que además de decir verdades o hacia con ilustrada pasión. Cuando Roa hablaba se colmaban los escasos, las galerías y pasillos, y no pocos empleados de la ONU abandonaban sus labores para escucharle.

Roa camina todavía por los salones de la ONU. Vive allí, como en Punta del Este, en Washington y en San José de Costa Rica. Tanta dignidad, tanta hidalguía, no podían surgir sin dejar una huella indeleble. Vive allí y vive acá en el corazón de un pueblo agradecido que nunca olvidara a su gallardo defensor. A Roa se aplica, con toda exactitud, lo que éI dijo en el sepelio de Enrique Josh Varona: (Quien fue leal a su tiempo, quien lo vivió y sintió entrañablemente, será de todos los tiempos).

Por eso Roa es de hoy y de mañana. A éI hay que regresar, a su pensamiento y a su ejemplo. Que en él se inspiren y de él aprendan las nuevas generaciones, porque grandes son los peligros que acechan a la patria y lo serán durante largo tiempo.

Bush, arrogante y zafio, urde los más siniestros planes para apoderarse de Cuba, intensifica la guerra económica, emplea centenares de millones de dólares para calumniar, engañar y ocultar la verdad. Entre esos planes están los peores crímenes. Lleva ya dos años protegiendo a Luis Posada Carriles con artimañas supuestamente judiciales para tratar de evadir su obligación ineludible de extraditarlo a Venezuela o someterlo a juicio en Estados Unidos por sus acciones terroristas.

Nuestros cinco hermanos -Gerardo, Ramon, Antonio, Fernando y René, genuinos discípulos de Roa y también ellos dignos cancilleres- se acercan a concluir su noveno afio de infame prisión, castigados injusta y cruelmente por haber sacrificado sus vidas defendiendo a Cuba y al mundo del terrorismo. Ambos casos, que prueban los malévolos designios del imperialismo contra nuestro pueblo, tienen lugar ante el silencio cómplice de los medios de prensa domesticados y políticos arrodillados ante la mesada innoble.

El ocultamiento de la verdad y la repetición constante de la mentira han sido armas predilectas del imperio contra Cuba. A6n veo el rostro congelado del embajador yanqui en la reunión de Panamá del Consejo de Seguridad cuando Roa leyó: Guardaos de la levadura de los fariseos que es la hipocresía. Porque nada hay encubierto, que no haya de descubrirse; ni oculto que no haya de saberse. Por tanto, todo lo que habéis dicho en tinieblas, a la luz se oirá, y lo que habéis hablado al oído en los aposentos, se proclamará en las azoteas.

Algo balbuceó aquel infeliz, pero Roa le replicó, Biblia en mano:

Esto no lo dijo Carlos Marx, sino Jesucristo según San Lucas (12.1, 2 y 3), no está en El capital, sino en este libro que usted tiene en la habitación del hotel y debería leer). Recuérdese que a la salida de la reunión el aturdido vocero del imperio resbalo y cayó ante cámaras de televisión que registraron el percance.

Si, Roa tiene que hacer mucho todavía. EI debe inspirar y guiar nuestra batalla hoy, rnañana y siempre. Vivimos un momento complejo, contradictorio, en el que están presentes desde riesgos inminentes para la supervivencia del hombre hasta la posibilidad real de conquistar un mundo rnejor. América Latina se transforma y ocupa la vanguardia'.

Cuba está en el vórtice de esa pelea. La resistencia abnegada de nuestro pueblo ha sido factor decisivo en la recuperación del movimiento revolucionario tras el derrumbe del llamado “socialismo real”. Nos convertimos en una alternativa, esa si es real, sin coronillas, en un punto de referencia y esperanza para miles de millones en todas partes. Tenemos una obligación hacia ellos: la de perfeccionar nuestro socialismo, la de hacerlo cada vez mejor, para que florezca siempre como expresión del humanismo y la ética de los fundadores de un ideal tan zarandeado a lo largo de la historia.

El socialismo del siglo XXI no será calco ni copia, sino creación heroica, coma advirtió Mariategui. Será fruto de la lucha de hombres pensantes y que piensen con cabeza propia cual quería Mella. Un socialismo que será diverso, multicolor, sin prejuicios ni barreras discriminatorias, que a nadie excluya ni abandone. Ese nuevo socialismo que forcejea por afirmarse, utopía salvadora de un mundo en bancarrota, requiere de pensadores revolucionarios que unan la ciencia a la conciencia. Ese otro mundo posible y la pelea por conquistarlo reclaman una teoría, no impuesta con ademanes burocráticos, sino fruto del estudio libre, abierto y creador, pero también militante y comprometida, al que nos acostumbró el maestro y camarada que hoy recordamos.

Grande es la responsabilidad de los intelectuales quienes pueden ver más hondo y lejanamente que los demás. Grande y hermosa la misión que sabrán cumplir los jóvenes cubanos. A unos y a otros, a todos, nos llama Roa ahora que sopla el viento sur con fuerza arrolladora. Sigámosle, el paso firme, unidos, con alegría, hasta la victoria siempre.

notas

1 Publicado en revista Política Internacional (2007). Instituto Superior de Relaciones Internacionales “Raúl Roa García”. Edición Semestral. No 9. Enero-Junio, pp. 109-118