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Dr. Raúl Roa García

Doctor en Derecho y Filosofía y Letras. Profesor Titular de Historia de las Doctrinas Sociales y de Filosofía social en la Facultad de Ciencias Sociales y Derecho Público de la Universidad de la Habana. Cuba. Ministro de Relaciones Exteriores de la República de Cuba (1959-1976). rpi@isri.minrex.gob.cu 0000-0002-8237-1547

 

Recibido: 2 de mayo de 2022

Aprobado: 22 de julio de 2022

 

La última vez que hablé con Che fue unos días antes de emproar quijotescamente hacia otras tierras del mundo que requerían su brazo, su pensamiento y su corazón. Departimos sobre variados temas y, especialmente, en torno a su reciente viaje o por África y Asia y a su comparecencia en la Asamblea General de Naciones Unidas.

Cada palabra suya efundía luz ardiente y un extraño júbilo asomaba a sus ojos inquietos y penetrantes. Mientras sorbía con moroso deleite el humo aromático de su tabaco, manoseaba la boina negra en que resplandecía la estrecha obtenida a punto de arrestos, abnegaciones y hazañas. De súbito, se puso en pie y, con un efusivo apretón de manos, me dijo a guisa de despedida: Mañana salgo para Oriente a cortar cañas un mes. ¿Eh, no vienes con nosotros”? “No, esta vez, no”. Y con su aire sencillo, su andar característico y su respiración cortada, se marchó saludando a cuantos le salieron al paso en el jardín del Ministerio.

Fue esa la última vez que hablé con Che. Pero no podía sospechar que sería, asimismo, la última vez que lo viera. Supe, después, donde estaba y, aunque morir peleando es gaje del oficio de guerrillero, tampoco dudé de verlo retornar vivo y triunfante, como entró en La Habana al frente de su columna invasora, tras desafiar rigores, asechanzas y peligros. No solo lo creía invencible, sino, además, invulnerable, como me ocurre con Fidel. Hombres excepcionalmente dotados para las más nobles y arduas empresas, siempre pensé que sería también excepcional el destino de un revolucionario que aún tenía mucho que hacer en el mundo. Su siembra en los surcos heridos de nuestra América - entre el follaje caliente de la selva y el frío fulgor de la montaña - me sorprendió en las Naciones Unidas y me dejó anonadado. Horas tan amargas como esa he padecido pocas veces en mi vida revolucionaria. Puedo enumerarlas: las subsiguientes a la muerte de Julio Antonio Mella, de Rubén Martínez Villena, de Antonio Guiteras, de Pablo de la Torriente Brau y de Camilo Cienfuegos, combatientes de vanguardia desaparecidos a mitad de jornada. En cuanto a la prematura caída del Che, me resistí a admitirla en tanto Fidel nos la confirmó en el más acongojado y enhiesto discurso que yo haya oído. Y no solo percibí entonces la magnitud de su significación para el pueblo cubano y los pueblos a que se había generosamente ofrendado, sino también me percaté de la hondura insondable del desgarramiento que entrañaba para sus familiares, amigos y compañeros.

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Conocí al Che durante mi destierro en México, una noche en que fue a visitar a su compatriota Ricardo Rojo. Acababa de llegar de Guatemala, donde había ejercitado adversamente sus primeras armas revolucionarias y antimperialistas. Aún le obsedía el recuerdo pugnaz de la batalla trunca.

Parecía y era muy joven. Su imagen se me clavó en la retina. Inteligencia lúcida, palidez ascética, respiración asmática, frente protuberante, cabellera tupida, talante seco, mentón enérgico, ademán sereno, mirada inquisitiva, pensamiento afilado, palabra reposada, sensorio vibrante, risa clara y como una irradiación de sueños magnos nimbándole la figura.

Empezaba a trabajar a la sazón en el Departamento de Alergia del Instituto de Cardiología. La plática se trenzó alrededor de Argentina, Guatemala y Cuba y de sus problemas como problema de América Latina. Ya Che había traspuesto el angosto horizonte de los “nacionalismos” criollos para transformarse en revolucionario continental. Nuestra América es la patria común y la lucha por su emancipación del dominio imperialista es una e indivisible. La vieja y nueva ruta de Bolívar, de San Martín, de Martí.

Su conocimiento de la dramática situación imperante en Cuba y de la estrategia revolucionaria planteada por Fidel Castro con su asalto al cuartel Moncada, lo debía, en buena medida, a sus largas conversaciones en Guatemala con Ñico López, sobreviviente de la audaz acción. El heroico episodio y la indoblegable determinación de Fidel de proseguir la contienda hasta coronarla le habían cimentado las convicciones y abierto nuevas perspectivas. Su posterior encuentro con aquel decide su total y definitiva incorporación a la Revolución Cubana y en los anales de la historia revolucionaria se inscribe un nombre tan breve como potencialmente henchido de resonancias descomunales: Che. Y en la Sierra Maestra, primer avatar de su biografía de revolucionario sin fronteras, encontraría Che su verdadero camino, el que ya había vislumbrado confusamente en sus andanzas por América Latina. Cronista de la epopeya que le cuentan entre sus protagonistas egrios, Che nos da su media humana y su talla guerrillera al referir las proezas de otros y vertebrar el desarrollo de la campaña a su cargo, que rivaliza, en coraje y arrojo, con las de Antonio Maceo y Máximo Gómez. Las páginas que dedicó a la invasión simultánea de su columna y la de Camilo Cienfuegos, figuran ya, por su lenguaje directo, sobrio y expresivo, traspasado por un sutil elán poético, como modelo en el género. Su estilo inconfundible transparenta al hombre.

En el campo de la acción y de la teoría revolucionaria, el aporte del Che es sobre manera valioso por su calado y alcance: ahí están, urgidos de colectarse, sus numerosos ensayos, artículos y discursos. Fue, a la par, consumado actor teórico de la guerra de guerrillas y, de fijo, un pensador profundo y vital que, a la luz de las peculiaridades del proceso revolucionario cubano, le insufló lozanía tonificante a la teoría marxista-leninista, aplicando sus concepciones creadoras a las múltiples y complejas tareas que se le confiaron. Entre sus méritos extraordinarios, sobresale el de haber sido uno de los arquitectos de la nueva sociedad socialista y comunista que edifica el pueblo cubano, sin darle cuartel al enemigo.

Che puede mostrarse a los intelectuales del Tercer Mundo como el arquetipo del intelectual revolucionario. Y, a todos los comunistas del mundo, como un comunista de cuerpo entero y, a la vez, como la más alta expresión de nuestro tiempo del internacionalismo proletario. Nada humano ni revolucionario, le fue ajeno. De ahí que sintiera como propia, la causa revolucionaria de todos los pueblos y estuviese dispuesto a pelear y morir bajo sus banderas. Su carta de despedida a Fidel y su mensaje a la Tricontinental constituyen su más puro e incitante legado a los revolucionarios de todos los parajes, comprometidos a hacer su revolución como parte indisoluble de la revolución mundial. Y Che hizo, con sobrecogedora naturalidad, lo que predicaba, sirviéndole de epitafio sus propias palabras premonitoras, que son un acto de fe revolucionaria y una exhortación a la prosecución del combate:

Toda nuestra acción es un grito de guerra contra el imperialismo y un clamor por la unidad de los pueblos contra el gran enemigo del género humano: los Estados Unidos de Norteamérica.

En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte bienvenida sea, siempre que ese, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo, y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria.

Y, como dijera Fidel, hablando por todos, “millones de manos inspiradas en el ejemplo del Che se extenderán para empuñar las armas”

No me ha sido dable ahora escribir sobre el Che lo que quisiera; lo haré pronto y largo, deteniéndome en sus hechos y sus dichos, que integran la síntesis palpitante de una de las vidas más limpias y erguidas que se recuerden y, por ende, digna de imitación cotidiana. Este es solo un férvido tributo de admiración, cariño y respeto al revolucionario y al hombre, cuya presencia es llama perenne en la conciencia de los humildes y explotados de América Latina, África y Asia. La estremecedora repercusión de su holocausto anticipa su posteridad militante. Como todos los adalides revolucionarios caídos en el cumplimiento de su deber, una vida nueva –resurrecta en símbolo actuante y dirigente- se inicia para Che, personaje legendario de la revolución ya en marcha en los tres continentes que el imperialismo saquea, sojuzga y enfrenta.

Si, como sentencia el poeta, “deja quien lleva y vive el que ha vivido”, al ser físicamente aniquilado Che deja el reservorio inagotable de su ejemplo. Y, porque solo “vive el que ha vivido”, la presencia viva del Che será eterna en la historia y en la vida, como primavera en constante renuevo. Codo con codo seguirá a nuestro lado, fulgiendo con destellos impares su estrella de comandante del pueblo, de apóstol de la revolución comunista, de forjador de victorias que ya se presienten, como lava que hierve en el subsuelo.

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1 Publicado en revista Política Internacional (1967). Instituto Superior de Relaciones Internacionales “Raúl Roa García”, La Habana. Año 5. No. 20. Cuarto Trimestre, pp. 21-24