Ética y política en el pensamiento sobre la cultura
de Raúl Roa García (1940-1958)1

Ethics and politics in Raúl Roa Garcia´s (1940-1958)
thoughts about culture

MSc. Juana Marta León Iglesias

Máster en Historia Regional y Local. Profesora en la Universidad “Hermanos Saiz Montes de Oca” de Pinar del Río . Cuba juanamarta@upr.edu.cu 0000-0002-3824-2641

 

Recibido: 2 de mayo de 2022

Aprobado: 12 de julio de 2022

 

RESUMEN El presente artículo tiene como objetivo, valorar el pensamiento en torno a la cultura de Raúl Roa García entre 1940 y 1958. Este fue un contexto marcado por los reajustes sociales posteriores a la Revolución del 30, la experiencia democrática de los gobiernos “auténticos”, la afirmación del nacionalismo en el ámbito artístico y literario; y las polémicas en torno a las esencias de la cultura cubana y el rol social del intelectual. En estos debates se insertan las concepciones de Raúl Roa, quien durante este período se desempeñó como profesor universitario y ocupó, entre 1949 y 1951, la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación. El análisis de los textos de Roa revela que sus reflexiones en torno a la cultura están estrechamente vinculados a su pensamiento político, y ambos están atravesados por una dimensión ética y humanista, que aflora en sus criterios relativos al carácter popular de la cultura, la necesidad de democratizarla, y la relación entre cultura, libertad y justicia social, así como en favor del compromiso social de la intelectualidad y en rechazo a la neutralidad y apoliticismo de la cultura. Se trata de un intelectual que unió la producción teórica a la práctica revolucionaria, por lo que este estudio pretende contribuir al conocimiento de la tradición cubana de fusión entre pensamiento y acción, desde la obra de uno de sus más conspicuos pensadores del siglo XX.

Palabras clave: Eticidad, política, pensamiento cultural

 

 

ABSTRACT This article aims to valuate Raúl Roa García´s thought about culture between 1940 and 1958. This was a time marked by the social readjustments after the Revolution of the 1930´s, the democratic experience of the “authentic” governments; the affirmation of nationalism in the artistic and literary field; and the controversies surrounding the essence of Cuban culture and the social role of the intellectual. These debates include the conceptions of Raúl Roa who, during this period, served as university professor and occupied the position of Director of Culture of the Ministry of Education between 1949 and 1951. The analysis of Roa's texts reveals that his reflections on culture are closely linked to his political thinking, and they are full of an ethical and humanistic dimension which emerges in his criteria regarding the popular nature of culture; the need to democratize it; and the relationship between culture, freedom and social justice; in addition, he is in favor of the social commitment of the intelligentsia and rejects the neutrality and a-politicism of culture. This is an intellectual who linked theoretical production to revolutionary practice; so this study aims to contribute to the knowledge of the Cuban tradition of fusion between thought and action, in the work of one of his most conspicuous thinkers of the twentieth century.

Keywords: Ethics, politics, cultural thought

 

 

INTRODUCCIÓN

El presente estudio propone un acercamiento al pensamiento en torno a la cultura del intelectual cubano Raúl Roa García (1907-1982) entre 1940 y 1958. El lector podría preguntarse ¿qué interés podría tener en nuestro convulso presente, cuando la reflexión sobre la cultura y sus problemas concomitantes parecen estar al final de las agendas gubernamentales y de la lista de preocupaciones cotidianas, volver sobre las concepciones culturales de un pensador de mediados del pasado siglo? La respuesta parecería ser que el único interés radica en la reconstrucción, siempre útil, de la historia intelectual cubana y latinoamericana. Y nada más. Sin embargo, más allá de la importancia que tendría una contribución a la comprensión de la historia de las ideas, cabe afirmar que el pensamiento de Raúl Roa García, si bien enmarcado en su contexto epocal, se mueve en clave de actualidad. En las actuales circunstancias socioculturales de nuestro subcontinente, revisitar el pensamiento de Roa puede ofrecer pautas útiles para recolocar la cultura como el basamento de alternativas teóricas y prácticas emancipadoras y humanistas.

La historia del pensamiento cultural cubano, en el marco del latinoamericano, acusa, desde el siglo XIX, la construcción de una reflexión cultural en la que se advierte la presencia de preocupaciones de carácter ético, entre las que se encuentran el reconocimiento de lo autóctono, la consecución de la libertad y la integración cultural, elementos que devienen relevantes para la proposición de un proyecto de nación ilustrada, próspera e independiente. Raúl Roa García, a mediados del siglo XX, se insertó, desde su orgánica intelección del marxismo y la herencia cultural cubana, en esta tradición en permanente renuevo. En el caso que nos ocupa, la obra de Roa permite, si no arribar a una teoría de la cultura, sí esbozar un conjunto de reflexiones en torno a cuestiones cardinales para su época y que aún son objeto de debate en la actualidad, como el papel social de la inteligencia y la relación que debe guardar la cultura, en particular el arte, con las capas más humildes de la sociedad.

Esta última afirmación conduce a una precisión conceptual, y se trata de acotar qué entender por cultura a la altura de la década de 1940. La intelectualidad cubana, de la que Roa formaba parte destacada, como sus pares latinoamericanos, estaba al tanto de los desarrollos del término, provenientes de diversas disciplinas como la filosofía, la sociología, la psicología y la antropología.

Sin pretender historiar la extensa genealogía del concepto de cultura en la tradición occidental, es dable apuntar que en las concepciones en torno a la misma durante la primera mitad del siglo XX se advierte, por un lado, la impronta del pensamiento kantiano, en cuyo corpus teórico se establece la relación entre cultura y moralidad como herramienta para la sana convivencia social y la libertad. De igual modo, en esta producción filosófica, la educación resulta esencial para alcanzar el estado de cultura, lo cual se avenían convenientemente a los postulados latinoamericanos que, desde el siglo XIX, pretendían impulsar el desarrollo económico y sociocultural de las naciones del continente, así como a las propias circunstancias políticas de nuestros países durante la primera mitad del siglo pasado. Por demás, en Kant, como en otros autores de la filosofía clásica alemana, se advierte la consideración de la cultura como diversidad, como enriquecimiento del espíritu y como medio para la emancipación del ser humano (Santiago, 2010).

El desarrollo de la ciencia antropológica amplió los límites de los contenidos tradicionalmente considerados propios de la cultura. Ello no impidió, sin embargo, que durante mucho tiempo sobreviviera una visión restringida de esta que la circunscribía al refinamiento del espíritu, al cultivo de las bellas artes y la literatura. Dado el criterio de que el disfrute de las bellas artes mejoraba el espíritu humano, era menester impulsar la educación para perfeccionar el funcionamiento de la sociedad (Santiago, 2010). Esta relación entre el disfrute estético y las cuestiones éticas y políticas ha sido considerada, según afirma (Rojas, 2017), bajo la perspectiva de la de la supeditación, en tanto esta propone entender el arte y su función social en tanto portador de un modelo de valores éticos, políticos y educativos.

Para Rojas, 2017, la supeditación se define como: Una forma de asignarle utilidad social, educativa, religiosa o económica a las prácticas artísticas. “Es decir, es el esquema que indica que el arte tiene una utilidad más allá de lo meramente estético (entendido como contemplación), en tanto prepara y forma al espíritu en general. Así, la supeditación puede ser comprendida, en parte, como formación del carácter humano a través del arte… Implica que lo estético se valida (para quien comparta la noción tradicional de supeditación) por su utilidad a una función ética, donde se convierte en un medio para lograr mejorar y educar al ser humano en determinado sistema de valores”.

En Cuba y en América Latina, dadas las particularidades de su desarrollo económico y sociopolítico durante la primera mitad del siglo XX, el esquema de la supeditación de la cultura deviene en marco interpretativo adecuado al presente estudio. En este período confluyeron la tendencia a la reivindicación de las identidades culturales latinoamericanas, la influencia de las ideas de Ortega y Gasset, la difusión del marxismo y la recepción de corrientes filosóficas como el decadentismo spengleriano, el vitalismo y el relativismo einsteniano; junto a la influencia de las vanguardias artísticas europeas, el ascenso de movimientos revolucionarios y nacionalistas en todo el continente y la experiencia de la reforma universitaria cordobesa. Estas circunstancias promovieron el debate en torno a la función social del intelectual y del arte en la construcción y representación de los escenarios sociopolíticos regionales. Como afirma (Schwartz, 2022), “hacia fines de los años veinte, la creciente politización de la cultura latinoamericana reintrodujo la polémica sobre el significado y el uso de la palabra ‘vanguardia’, mediante la clásica oposición del ‘arte por el arte’, y el ‘arte comprometido’. En realidad, la controversia… en el sentido más amplio de una definición del propio estatuto de arte”(40).

De esta forma se plantea uno de los dilemas recurrentes del período, cuyas ramificaciones llegan hasta nuestro presente. La contraposición de arte por el arte versus arte comprometido entraña una consideración que rebasa al hecho estrictamente estético, y le confiere contenidos de profunda significación ética: ¿debe el arte ser una abstracción, una expresión del genio del artista, o debe ser reflejo de anhelos colectivos? ¿El arte y la literatura solo sirven para el disfrute de una élite refinada, o deben ser patrimonio popular? ¿Los artistas deben permanecer inmutables ante las conmociones sociales, o les corresponde tomar partido a favor de los derechos de las mayorías?

La cosmovisión de Raúl Roa García en torno a la cultura se inserta en este panorama de las ideas en América Latina, que tuvo su correlato en los debates suscitados en Cuba fundamentalmente en el período posterior a 1923. Para la valoración de su pensamiento en torno a la cultura, nos proponemos analizar cómo sus reflexiones conectaron con la realidad que le tocó vivir y hasta qué punto eran viables sus concepciones, dadas las condiciones objetivas de la sociedad cubana de su período. Por ello, asumimos la idea expresada por (Torres Cuevas, 2006), en tanto constituye un método apropiado para el acercamiento al estudio de las ideas de manera general, y de una personalidad determinada de manera particular. Este autor plantea que “para comprender el pensamiento cubano es fundamental el estudio de su contenido. Se trata de la lectura de la relación textualidad/contextualidad para derivar el modo de interpretar la realidad, de conocer su conocimiento de la realidad y sus propuestas para interactuarla. Ello provoca la necesidad de conocer a fondo las mediaciones y las variedades de interpretación; las motivaciones y lo real-cotidiano; y las mentalidades que son previas a toda elaboración teórica y que interactúan en las búsquedas de inquietudes teóricas”.

DESARROLLO

En la formación del pensamiento de Raúl Roa García, la cercanía espiritual a su abuelo Ramón Roa Garí, quien fuera teniente coronel del Ejército Libertador, resultó fundamental. Bajo su tutela conoció la epopeya mambisa y se aproximó emocionalmente a la tradición patriótica e independentista. Por demás, a temprana edad descubrió a Martí, cuya lectura, según propia confesión, le “estrujó los huesos y me dio la preparación espiritual que me puso en el camino de Mella” (Roa, 1969, 350). El conocimiento de la obra martiana fue un deslumbramiento tanto para Roa como para los jóvenes de su generación; su lectura, propiciada por la publicación de la ingente papelería martiana en la década de 1910, puso a la segunda generación republicana de frente con el proyecto martiano y les permitió constatar la magnitud de la brecha entre la república realmente existente y la postulada por Martí.

La influencia martiana se advierte en la obra y la conducta de Roa. En uno y otro pensador, toda reflexión trasluce intenciones éticas y políticas, puesto que sus pensamientos, como su actuación, estuvieron dirigidos a la transformación social. Por ende, sus criterios, en particular los relacionados con la cultura, están marcados por una eticidad que tiene como fin la concreción de un proyecto de nación, que en Martí adquiere un carácter humanista, integrador, latinoamericanista, antirracista y donde la cultura deviene vía para la emancipación del individuo y espacio para su máxima realización (Álvarez & García, 2013). Muchas de estas concepciones se verán después desarrolladas en las reflexiones de Roa, incluso aquellas que no fueron originalmente pensadas para aportar al conocimiento de asuntos estrictamente culturales.

Las ideas de Roa en torno a la cultura no son, desde luego, mímesis acrítica del ideario martiano, sino que están en sintonía con los contenidos atribuidos a la cultura durante su contemporaneidad. La generación de Roa -que emerge a la vida pública en la década de 1920-, se reconoció a sí misma como portadora de una sensibilidad nueva, que le diferenciaba diametralmente de la de sus progenitores. Este sentimiento estaba en consonancia con la mística de heroicidad y altruismo que, tras la Reforma Universitaria de Córdoba, marcó la entrada de la juventud como sujeto sociopolítico en el escenario latinoamericano. El propio Raúl Roa explica este sentimiento cuando refiriéndose a sus coetáneos, afirmaba que “muchos componentes de nuestra generación se sentían, vagamente primero, nítidamente después, distintos a los de anteriores generaciones. No solo teníamos una concepción del mundo diferente y enfocábamos los problemas de Cuba desde una perspectiva diversa, sino que disentíamos también en la tabla de valores, en los gustos personales y en las actitudes privadas” (Fornet, 2007, 19).

En la conformación del pensamiento de Roa influyó también la asunción del marxismo. Siendo muy joven, según su propio testimonio, reconoce que había leído el 18 de brumario, Crítica al programa de Gotha, el Antidühring, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, y Crítica a la economía política y Crítica a la filosofía del Estado de Hegel, lecturas que había combinado con las de pensadores latinoamericanos como Domingo Sarmiento, José Enrique Rodó, José Ingenieros, José Carlos Mariátegui y Enrique José Varona (Fornet, 2007, 17). Sin embargo, aunque Roa se reconocía marxista, no perteneció al Partido Comunista Cubano (PCC), fundado en 1925 por Julio Antonio Mella y Carlos Baliño, entre otros. Raúl Roa García, por su amplio conocimiento del marxismo y de los errores de la implantación del comunismo en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) fue un crítico afilado de la línea dogmática implantada desde Moscú y replicada en América Latina por el Buró del Caribe. Su desconfianza sobre el autoritarismo estalinista en la construcción del socialismo soviético quedó expresada en un conjunto de artículos donde expuso sus opiniones sobre Stalin “nuevo zar para los imperios rivales y fementido abanderado de un hermoso ideal para millones de proletarios” (Roa, 1953, 77). Por demás, aunque consideraba que la política estalinista limitaba la libertad de creación, reconocía y admiraba la experiencia de la Revolución de Octubre, cuya impronta estimaba como uno de los acontecimientos mundiales de mayor relevancia de la historia universal.

La confluencia de ideas provenientes de diversas tendencias filosóficas, unido a la propia tradición de pensamiento cubano, hace que Roa sea un pensador imposible de encasillar dentro de una corriente determinada. Su cosmovisión en torno a la cultura se nutre, además de la influencia martiana y la del marxismo-leninismo, de su conocimientos de experiencias exitosas de implementación de políticas culturales que tuvieron como objetivo la difusión de la cultura entre las capas sociales más desposeídas: este es el caso de los logros obtenidos tras la institucionalización de la cultura en la Unión Soviética, la labor desplegada al frente de la Secretaría de Educación mexicana por José Vasconcelos tras la Revolución en ese país, y las Misiones Pedagógicas desarrolladas por la República Española, junto a la labor desplegada en la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación cubano por José María Chacón y Calvo: estos son antecedentes de sus esfuerzos por llevar la cultura a los rincones más intrincados de la Isla, durante su período como Director de Cultura. Entre sus influencias notables, deben citarse, además, sus contactos con las obras de intelectuales tan disímiles como Rubén Martínez Villena, Fernando de los Ríos, José Gaos, José Carlos Mariátegui y Bernard Werner Jaegger (Ramos, 2011).

Cuando Raúl Roa García entra en 1940 a formar parte del claustro de la Facultad de Ciencias Sociales y Derecho Público de la Universidad de La Habana, en Cuba se vivía un momento en el que -como herencia de la Revolución del 30 de la cual Roa fue brillante cronista y activo participante-, la clase política y los intelectuales cubanos se proponen refundar el país, a partir de eliminar los rezagos coloniales en la cultura cubana, y ubicar lo cubano en un contexto universal. En este empeño, el análisis de la obra martiana jugó un papel esencial en la construcción de mitos nacionales que cohesionaran y dieran sentido al país como comunidad imaginada. La reflexión en torno a la necesidad y capacidad del cubano de alcanzar una existencia nueva y soberana, sirvió de basamento a la amplia producción de intelectuales y agrupaciones del período, las cuales contribuyeron de manera valiosa, a la comprensión de la cultura cubana (Aguilar, 2014).

Cuando Raúl Roa ingresa como profesor en la Universidad habanera, la institución enfrentaba uno de los problemas políticos y morales más dañinos en su historia: la corrupción del movimiento estudiantil, la mixtificación de su tradición revolucionaria personificada en el llamado “bonche” (Pérez, 1975). Solo tres meses antes de su ingreso, había sido asesinado casi en los predios del alto centro docente, el también profesor Ramiro Valdés Daussá, su antiguo compañero de luchas contra Machado. Estaba claro que asumir posturas radicales, denunciar la corrupción política y combatirla, era sumamente peligroso, pues la violencia política no reconocía prestigios intelectuales ni revolucionarios para elegir sus víctimas.

Como profesor universitario, Raúl Roa García se irguió frente a los grupos bonchistas y se mantuvo al margen de rejuegos politiqueros de todo tipo. Durante el período 1940-1958, sus preocupaciones estuvieron dirigidas hacia la revalorización del rol social de la Universidad en el contexto de la república neocolonial, la defensa a ultranza del legado de la Revolución del 30, y la difusión de la cultura. En estas tres dimensiones, aunque aparentemente ajenas entre sí, encierran zonas importantes de su pensamiento en torno a la cultura, puesto que la universidad, como reflejo de la coyuntura nacional, precisaba para su salvación, recuperar una eticidad que le permitiera rescatar su función social eminentemente cultural. En este sentido, la universidad (entendida como la cumbre de la educación), el marxismo como herramienta teórica y como método de acción política y cultural, y la formación estética de la población, encerraban tres pilares de su pensamiento cultural.

En cuanto a la Universidad, Roa la consideraba “órgano generador de cultura [cuya misión social]… es poner al servicio de la comunidad su obra de creación cultural y científica” (Roa, 1966, 385), por ello no concebía el escarnio que significaban las luchas gangsteriles en la Universidad, así como la actitud de profesores que protegían o alentaban esas rivalidades por intereses personales, las cuales denunció oportunamente. En su criterio, la crisis universitaria no era exclusiva del alto centro de estudios habanero, sino que era reflejo de la crisis de la cultura occidental. Para (Roa, 1950), este conflicto se evidenciaba “cuando la Universidad no puede responder a la problemática que le plantea la existencia que la contorna” (Roa, 1966, p. 337).

Para Roa, la universidad ocupa un papel fundamental en la sociedad porque está dotada de una función investigativa, técnica y social-moral. El desempeño de estas tareas le hacía incompatible con el bonche y el gangsterismo, pues la universidad, además de generar investigación y alta cultura, debía ser la forja de conciencias en defensa de las libertades, la justicia social y la independencia. En la lucha de la universidad por la dignidad humana, estaba la clave del logro del progreso social y científico. Por ello, no concebía que los profesores no fueran ejemplo vivo y no contribuyeran, desde la práctica, a la forja de conciencias que estaba destinada a ser la universidad. “Cuando el profesor rehúye y olvida sus deberes civiles, so pretexto de considerarse homo pro se, se traiciona a sí mismo y a los valores cardinales de la cultura” (Roa, 1966, 338).

Su apasionada reivindicación de la Universidad va aparejada a su defensa de la ideología marxista, del legado de la Revolución del 30 y de la memoria de sus mártires. Esta reivindicación se inserta dentro de su quehacer intelectual no solo por el componente emotivo y vivencial que lógicamente reviste para Roa: el rescate del legado de la Revolución del 30, con la valoración de sus errores y éxitos, además de ser parte importante del pensamiento político de este autor, se inserta en sus reflexiones culturales por poner en su lugar la historia reciente del país, y por considerar que la revolución, como la generación que la hizo, si bien se movieron en las circunstancias que impuso su tiempo histórico, lograron actualizar la tradición revolucionaria cubana y proyectarla en clave de universalidad. Téngase en cuenta que los disímiles contenidos con que históricamente se ha enriquecido la tradición de lucha del pueblo cubano no poseen significados exclusivamente políticos, sino también culturales, en tanto forma parte de la espiritualidad y la idiosincrasia nacional.

Estos elementos aparecen reflejados en un amplio conjunto de sus textos escritos y publicados durante la década de 1940, y afloran con fuerza singular en la polémica sostenida con el periodista liberal Ramón Vasconcelos. En su extensa defensa de la generación del 30, Roa demuestra que, si bien parte de esa generación cedió a la corrupción y renegó de sus ideales juveniles, otros se mantuvieron firmes en sus posiciones y algunos ofrendaron hasta sus vidas. Para Roa, la revolución del 30, traicionada y calumniada, trasuntó el destino histórico de una generación que supo “transfundirse en realidad histórica, a la altura del tiempo, a los principios revolucionarios que las generaciones usufructuarias del legado mambí desconocieron y hollaron” (Roa, 1969, 306). De igual forma, planteaba su postura personal frente a la corrupción, el gangsterismo y la politiquería en la que había incurrido un sector de antiguos luchadores antimachadistas. Su postura vertical, profundamente ética, refrendaba su pensamiento, pues consideraba que uno y otro debían estar en estrecha sintonía. En este sentido, aclaraba que “ni el oficio académico, que he ejercido y ejerzo con dignidad y ponderación inherentes al mismo, ni mi desvinculación deliberada de los partidos y grupos efectiva o sedicentemente revolucionarios, han domesticado mi espíritu, ni transformado las concepciones políticas fundamentales, que me llevaron, en tiempos de prueba, a la cárcel y al destierro… He sido absolutamente fiel a los ensueños de la generación a que pertenezco… y por serlo, tengo la conciencia limpia, la cabeza en alto y la lengua sin pelos… vengo a lidiar por los ideales de una generación que ya en madurez biológica, intelectual y política afronta la hora decisiva de su existencia, en un mundo incierto, angustiado y convulso” (Roa, 1950, 17).

La eticidad como columna vertebral de su pensamiento también se pone de manifiesto al analizar los problemas de la cultura y las funciones sociales del intelectual. En cuanto a la cultura, Roa la concibe como un hecho profundamente político y moral. De esta suerte, la autenticidad de la cultura radicaba en su utilidad social, en lo que podía significar para el mejoramiento material y espiritual de las mayorías, y en que reflejara los verdaderos valores del humanismo: la búsqueda de la libertad, la justicia social, la solidaridad humana.

Estas posiciones aparecen refrendadas en sus propias definiciones de cultura, a la que define como “todo lo que el hombre ha hecho con su propio esfuerzo, todo lo que lleva la impronta de su voluntad creadora” (Roa, 2021, 18). De igual modo, reafirma su criterio del carácter popular de la cultura, en contraposición al carácter elitista atribuido a las bellas artes. En este sentido, plantea que “la cultura es la flor más preciada del alma de los pueblos” (Roa, 1953, 305). En esta frase, aparentemente literaria, extiende los contenidos de la cultura más allá de su materialidad, al incorporar la espiritualidad popular, devenida identidad cultural. Por otro lado, aprecia que no todo rasgo de una nación es de por sí, cultura: al hacer esta afirmación, tal vez pensaba en el racismo, el fascismo y los autoritarismos dictatoriales -aún hoy acuciantes-, que se negaba a incluir dentro de la cultura, pese a su reiteración en la historia universal. La exclusión estaba dada en que estas ideologías implicaban la alienación y la represión de amplios sectores de la población. En su criterio, la cultura debía ser, precisamente, todo lo contrario: consagración de la dignidad humana y espacio para la libertad.

Para Roa la cultura es una necesidad social, que tiene también una dimensión individual, puesto que está asociada a la naturaleza humana por definición. También reconoce la injusticia latente en la desigual distribución que se expresa en la relación cultura/clase social, en la que precisamente los agricultores - productores de cultura, siguiendo la etimología de la palabra - resultan ser los menos cultivados, considerando la acepción contemporánea del término (Altieri, 2011). Aun reconociendo que la alta cultura es generalmente ajena a las clases más humildes de la sociedad, Roa reconoce en ellos la necesidad de expresar inquietudes espirituales mediante el arte, cuando afirma que “aún los hombres más humildes y oscuros, los que únicamente “labran, generan y sueñan”, han sentido alguna vez la necesidad metafísica de expresar su gratitud y asombro a la flor, al lucero, al canto y al hombre que viene de todos porque viene de sí… El arrobo que el labriego siembra cuando genera, culto analfabeto que acendra el saber con la miel de su espontaneidad, sombra acusadora del filisteo, cariátide que siendo plasma germinal de la historia ha “llevado sobre su cuello toda la historia dorada de los otros” (Roa, 1944, 151).

Roa consideraba que hacer masivo el disfrute de la cultura implicaba poner en contacto a las mayorías con la auténtica producción científica, artística y literaria, sin adocenar su calidad, ni convertirla en mero entretenimiento, comprensible por todos, pero vacío de significado. La cultura debía contribuir al mejoramiento humano y sobre todo, a propiciar la libertad. Por ello, llama a que “no se olvide que la cultura es la más peraltada dimensión de la libertad y que, en consecuencia, es la antípoda de la barbarie y el despotismo. Y téngase así mismo presente que solo a través de la educación -riego de luces y abono de conciencias- las redenciones, como ansiaba José Martí, dejarán de ser teóricas y formales para ser efectivas y esenciales”. (Roa, 1959. P.59)

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Precisamente por considerar que la cultura es creación colectiva intrínseca al ser humano por el mero hecho de serlo, y no patrimonio de una clase social determinada, Roa se manifestó contra la consideración de que la cultura debía ser neutral y ajena a los avatares políticos y sociales del momento. Esta posición la refuerza cuando en el año 1949, su antiguo amigo y compañero del Ala Izquierda Estudiantil Aureliano Sánchez Arango, entonces ministro de Educación del gabinete de Carlos Prío, le propuso asumir la responsabilidad de Director de Cultura. Roa aceptó, sin por ello integrarse al Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) en el poder, cuya ejecutoria política desaprobaba. Hasta 1951 simultaneó la dirección de la política cultural del país con su labor como profesor universitario.

Como Director de Cultura, Roa trabajó en varias líneas: la reanimación en el campo de las publicaciones, la realización de conciertos populares, el impulso al teatro radial, la subvención a instituciones culturales y exposiciones, la promoción de las Misiones Culturales y la publicación de una nueva revista: el Mensuario de Arte, Literatura, Historia y Crítica, entre otras acciones (Ramos, 2011). Al asumir su responsabilidad gubernamental, Roa postuló las ideas cardinales de su gestión al frente de la Dirección de Cultura, que devinieron pilares de su pensamiento cultural: la cultura contra la dominación, la democracia cultural, la cultura como forma de alcanzar la libertad. De esta manera, refería que “la cultura es un proceso de elaboración colectiva que viene dado históricamente. De lo que se trata es de poner a quienes la conservan, transmiten o generan en sus plurales formas de expresión en condiciones de fecundarla, enriquecerla e impulsarla con ritmo sostenido y hacia horizontes en perenne renuevo. Y se trata también de sensibilizar las masas populares para que tengan acceso al banquete platónico sin limitaciones de ningún linaje. Democratizar la cultura no es precisamente aplebeyarla. Democratizar la cultura es proporcionarle al pueblo los elementos que son indispensables para que adquiera clara conciencia de sí y de su destino. Es elevarlo y no degradarlo. La cultura democráticamente administrada debe ser un saber de liberación y no un saber de dominación” (Roa, 1949, 462).

Estos criterios se pusieron en práctica en las Misiones Culturales impulsadas por Roa, las cuales fueron “lo más meritorio” de su actuación gubernamental. Constituyó también uno de los más serios intentos por exclaustrar la cultura de los marcos capitalinos, en tanto se acercaron a sitios donde nunca habían penetrado el ballet, la pintura, la literatura, el teatro y el guiñol, todo ello a partir de una articulación precisa que ponía en valor lo más logrado del repertorio cubano y universal. En esta iniciativa cultural tomaron parte intelectuales de la talla de Odilio Urfé y Julio García Espinosa (Ramos, 2011).

En consonancia con sus ideas y su praxis, Roa se manifestó a favor del compromiso social del intelectual. En diciembre de 1949, dejó plasmada su profesión de fe en el Mensuario de Arte, Literatura, Historia y Crítica, al afirmar con vocación marxista su negación de la cultura neutral y apolítica, así como la importancia de la libertad de expresión para que el arte dé sus más genuinos productos. De esta manera expresa que “en el ámbito de la cultura caben, como en un prisma, la refracción de todos los colores. No importa el significado de esos colores; lo que importa es que los colores tengan significado. Discrepo, radicalmente, de los ahítos sicofantes de la neutralidad de la cultura. La cultura es un proceso socialmente condicionado y expresa, en consecuencia, el sentido de la constelación dominante en cada ciclo de la historia. Pero, igualmente discrepo de los que intentan reducirla a feudo propio, mediante el desahucio de los que no piensan o sienten como ellos. Sin libertad de expresión, la capacidad creadora se agosta, languidece y marchita. El derecho a la herejía es ala y raíz de todo progreso cultural y humano” (Roa, 194, 1).

Esta postura de (Roa, 1959), parte de considerar que el papel del intelectual es eminentemente político, “los versos se han de hacer…para castigar con ellos, como un látigo, a los que quieren quitarles a los hombres su libertad; se han de hacer para ser útil al mundo”. (70). En este sentido, el compromiso del intelectual debe ser con el bien común, el cual solo podía realizarse desde posiciones activas e ideológicamente comprometidas con los anhelos de las mayorías desposeídas. Según sus criterios, los intelectuales que apuestan por un pretendido apoliticismo en realidad apuestan por un imposible, porque cuando la cultura no se define en pos de reivindicaciones para las masas populares y no refleja sus angustias y esperanzas y se refugia en lo neutral, en realidad está haciendo el juego a los opresores y refleja su cultura de depredación.

En el período 1940-1958, el tema de la militancia política del intelectual y su correlación con su papel social se convierte en un tema recurrente en sus escritos. En su conferencia sobre Antonio Machado, leída en el homenaje que la Universidad de La Habana dispensó al poeta español el 10 de abril de 1944, Roa hace un recuento de las virtudes del humanismo renacentista. De manera particular, vitupera a Erasmo de Rotterdam, portavoz de lo que denominó la postura “antihumanista de los humanistas” (Roa, 2015), quien, pese a sus aptitudes como pensador, era incapaz de sacrificar su personal comodidad por defender la búsqueda de la verdad y la justicia; postura que en su criterio continuaba vigente en su contemporaneidad. De igual modo, realiza un recuento de los filósofos posteriores al Renacimiento, quienes invariablemente despreciaron al pueblo, lo consideraron vil, ignorante y necesitado de ser gobernado con mano dura. En este sentido escribió que “la neutralidad de la cultura fue antes, como es ahora, como siempre será, el apoliticismo mentido de los que militan en el ‘partido de los saciados’, reverso cómplice de los intelectuales que se ponen militantemente al servicio de los intereses creados… Mi repulsa a los poetas de abanico y de cripta, a los escritores hermafroditas, a los santos y santones sin milagros, a los incultos analfabetos y a los cuelliparados de la plebe… Esclarecer, fundar o redimir es el oficio de la palabra” (Roa, 1944).

Para Roa, la mayor urgencia de su tiempo, a cuya resolución debía abocarse la intelectualidad, radicaba en la necesidad de enfrentar la descomposición moral del país que, podría conducir a la desintegración histórica del pueblo cubano. En su criterio, esta descomposición afectaba la conciencia ética del ciudadano común y de sus instituciones pretendidamente democráticas, y esto se expresaba en la pasividad con la que se contemplaban los turbios manejos gubernamentales, en particular, los de los gobiernos auténticos. Por ello, aunque no desdeña a los intelectuales dedicados exclusivamente al oficio artístico o literario, reafirma su postura en torno a lo que denomina deberes sociales de la inteligencia: “Ni siquiera en épocas orondas y satisfechas cabe admitir el ocioso regodeo de la inteligencia. Empujar incesantemente la rueda de la historia es su misión específica. Pero es en las coyunturas de prueba que adquieren carácter imperativo los deberes sociales de la inteligencia. No puede permanecer indiferente, ni agachada, ni inhibida, so pena de pervertirse o aborregarse a sabiendas… Milicia ha sido siempre la vida del hombre en la tierra. No constituye una excepción el escritor. El escritor es un soldado del espíritu. Su principal obligación es luchar por la libertad… El escritor que prefiere “el yugo que engorda y humilla” a la “estrella que ilumina y mata” se traiciona a sí mismo, a su pueblo y al espíritu” (Roa, 2015, 171).

Sus criterios en torno a la cultura los pone en función del análisis de un problema concreto que entre las décadas de 1920 y 1930 ocupaba a la intelectualidad latinoamericana: el problema de la identidad cultural. En 1929, la revista de avance le hizo una encuesta sobre el arte americano que pone en blanco y negro sus criterios acerca de las relaciones de la identidad latinoamericana con la expresión artística y la función de este arte en las sociedades postcoloniales, marcadas por cíclicas crisis políticas. Para Roa, la razón de ser del arte americano debe ser expresar la preocupación americana, por cuanto el artista americano auténtico, precisamente por su autenticidad, debe estar en sintonía con los logros y sobre todo, con las angustias del continente. Por tanto, la concepción sobre el arte de un artista americano genuina debe ser, en ese sentido, una preocupación revolucionaria.

La concepción de Roa sobre el arte lo considera vehículo y no fin en sí mismo. Con fino aliento marxista, considera que la americanidad, entendida como identidad cultural latinoamericana, está sustentada en la realidad política y económica de los países del subcontinente. En este sentido, la americanidad literaria no existe sin raíces, por lo que la expresión artística latinoamericana debe ser “vehículo, contenido y óptica por añadidura”: esto implica que la obra de arte no adquiere categoría de latinoamericana solo por ser producida por un oriundo del subcontinente en alguno de los países del área, sino que debe tener la forma peculiar y diferente con la que los latinoamericanos procesan la realidad, además de que debe contener la crónica de las angustias y esperanzas de los pueblos, y a su vez, ser vehículo de transformación social (Roa, 1966).

Roa toma partido por la reivindicación de la identidad y la búsqueda de los valores autóctonos de la cultura latinoamericana, y contra cualquier forma de colonialismo cultural. De esta forma, propone someter a crítica cualquier propuesta intelectual proveniente de Europa y combate a aquellos que alaban los beneficios de la conquista y colonización de América, como supuesta forma de salir de la barbarie rumbo a la civilización. Ante estos, propone evocar lo mejor de la cultura hispánica, que para Roa estaban materializados en los intelectuales emigrados por el franquismo y en la savia popular no institucionalizada y por tanto, no obediente al dictador español (Roa, 1966). Una vez más la concepción de cultura de Roa pasaba por el tamiz de la eticidad: la cultura auténtica era revolucionaria, popular y con alto contenido antidictatorial.

Desde luego, reconoce que aunque España forma parte de la cultura americana y cubana, como pueblos ya existían diferencias radicales: “Española es la lengua en la que hablamos y escribimos, pero americano es el espíritu que le infunde sentido y objeto al cristalizarse en formas de vida” (Roa, 1966, 178).

En este sentido, afirma que “la cultura es punto común de referencia de las agonías y esperanzas del hombre y obligado abrevadero si es raíz de la lengua. En ese campo, nuestra América ha sido, es y seguirá siendo, so pena de traicionarse a sí misma, española con acento impar, trasfondo indígena, élan criollo, aluvión africano y albedrío intransferible” (Roa, 1966, 179).

De lo anteriormente expuesto, pueden derivarse dos conclusiones: en primer lugar, que la ética ocupa un lugar predominante en las concepciones culturales de Roa. En segundo, que el pensamiento en torno a la cultura de Roa era esencialmente político, y está estrechamente vinculado a sus criterios relativos a la organización y funcionamiento de las sociedades. Luego, entre la política y la cultura, la eticidad viene siendo una mediación que posibilita la relación de estas categorías de su pensamiento.

Como afirma (Fajardo, 2007), la vida de Roa antes de 1959 transcurrió entre la realidad y la utopía. “La utopia que representa la defensa de una propuesta social no entendida ni practicada antes en América y necesaria como medio de liberación, y la realidad expresada a través de la mentalidad y la condición de subdesarrollo” (63). Utópicas fueron también para su contexto, la puesta en práctica de sus concepciones en torno a la cultura: su existencia a largo plazo requería transformaciones profundas de la estructura social, que modificara de igual modo la escala de valores vigente. El propio Roa explica el contraste entre sus pretensiones y el estado de la cultura cubana en el período, propiciado por el desinterés de los sucesivos gobiernos republicanos por la cultura, a la par que deja clara su profesión de fe, en que la cultura, a la manera martiana, es la única forma de alcanzar la libertad plena del hombre: “Diversos son los factores que han contribuido a este manifiesto retraso del proceso cultural en la época republicana. Ha faltado, sobre todo, la atmósfera espiritual indispensable a las empresas intelectuales de genuina envergadura. Sin cámara de resonancia no hay cultura. Y ha faltado también el interés, el calor y el apoyo del Estado. Hasta hoy Cuba ha carecido de una política de la cultura. Si bien la cultura es un proceso de elaboración colectiva históricamente dado, al Estado incumbe poner a quienes la conservan, trasmiten o generan en condiciones de fecundarla, enriquecerla o impulsarla hacia horizontes en perenne renuevo… Velar por el destino de la cultura es deber primario del Estado. La difusión de las luces es el más firme baluarte de la soberanía popular. Si la ignorancia es madre de todas las esclavitudes, la cultura ha sido siempre hontanar nutricio de la libertad” (Roa, 1949, 1).

CONCLUSIONES

El pensamiento en torno a la cultura de Raúl Roa entre 1940 y 1958, se inscribe en la tradición ética del pensamiento cubano, y retoma, ajustados a su momento histórico, algunos de los postulados de Varela y Luz y Caballero, además de lo más progresista del pensamiento filosófico universal. En sus concepciones se destacan la necesidad moral del compromiso social del intelectual, la relación de la cultura con el mejoramiento social y el bien común, y los vínculos entre cultura y libertad. Por demás, su concepción de cultura es profundamente humanista, popular y antidictatorial, y contribuye a la reivindicación de la identidad latinoamericana y cubana y a la oposición al colonialismo cultural.

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