Ni se propone ni se impone: se expone. Raúl Roa: el maestro 1

Neither Proposed nor Imposed: Exposed. Raul Roa: The Teacher

Dra. C. Dolores Vila Blanco

Doctora en Ciencias Filosóficas. Profesora Titular de la Universidad de La Habana. Cuba dvila@ffh.uh.cu

0000-0003-2911-8136

 

Recibido: 4 de mayo de 2022

Aprobado: 12 de julio de 2022

 

RESUMEN

Escribir, por primario que sea, sobre Raúl Roa intimida y a la vez convoca; es un estado en el cual pueden encontrarse muchos de los que han sido acunados al amparo del influjo de su imperecedera presencia; achica, por la intensa impresión de sus huellas en todos los ámbitos: íntimos y sociales. Toda teorización pasa, de este modo, por sus surcos siempre reverdecidos en la conciencia. En contraste con tal habitual postura -o impostura-, con la que riñó enérgicamente desde su peculiar modo de haber nacido «para las actitudes claras y lisas» , el pensamiento de Raúl Roa era el corolario de una praxis continuada en el saber, el verbo y el hacer, razón por la cual este profesor universitario ganó la condición de Maestro. Su más empinada misión fue elaborar y componer una clara y coherente imagen de su tiempo, exponer y discutir los temas fundamentales de la cultura y, plantear y aprontar soluciones a los grandes problemas que afectan al hombre, individual y colectivamente.

 

Palabras clave: Raúl Roa, Canciller de la Dignidad, Maestro, Marxismo, Diplomacia

 

 

ABSTRACT As primary as writing may be, doing so about Raúl Roa intimidates, and at the same time it is a calling; it is a state in which many who have been cradled under the sway of his presence may find themselves; it humbles, due to the intense impression of his traces in all areas intimate and social. All theorizing passes, in this way, through his grooves, always revived in our consciousness. In contrast to such a habitual posture -or imposture-, with which he vigorously quarreled from his peculiar way of having been born "for clear and plain attitudes", Raúl Roa's thought was the corollary of a continuous praxis in knowledge, speech, and action. This is why this university professor won the status of Master. His highest mission was to elaborate and compose a clear and coherent image of his time; expose and discuss the fundamental issues of culture; and propose and prepare solutions to the great problems that affect the human being, individually and collectively.

Keywords: Raúl Roa, Chancellor of Dignity, Teacher, Marxism, Diplomacy

 

INTRODUCCIÓN

Roa hizo historia, la forjó desde sus disímiles saberes, y el impar modo de fructificarle tributo es hacer que su legado trascienda.

El hombre que asumió la vida y por añadidura la cultura con el corazón, la mente y el carácter febriles de compromiso, latiendo al compás o por sobre los apremios de su tiempo, precisa ser desdibujado de la simple impronta de una herencia que se examina de vez en vez, y ser incorporado vitalmente desde ella, cual saeta refulgente a la existencia cierta que se requiere, donde muchas de sus alertas siguen rondando los espacios de una práctica aún incompleta fragmentada.

Nos proponemos así, como objetivo general en este ensayo, esbozar una semblanza del Canciller de la Dignidad como maestro de maestros.

Ser maestro es semilla y vocación humana, dar la cara y abrir el camino para que todos la den; es el gesto elemental en la epopeya de la libertad desde el deber moral individual y social, así asumió este atributo ese Roa de todas y todos.

DESARROLLO

El maestro es letra viva.

José Martí

Confesar que escribir por primario que sea sobre Raúl Roa intimida y a la vez convoca; es un estado en el cual pueden encontrarse muchos de los que han sido acunados al amparo del influjo de su imperecedera presencia; achica, por la intensa impresión de sus huellas un todos los ámbitos, íntimos y sociales, por lo que toda teorización «sobre lo que se medita­» es su impronta universal, pasa por sus surcos siempre reverdecidos en la conciencia. La impresión viva, fugaz y recurrente ilustra, moraliza y siempre se teme no poder aproximarse a reflejar las luces que perpetúa en la frente de cada cubano digno. Emplaza, por las honduras de sus sempiternas enseñanzas, por las ausencias continuadas de su legado en términos de aprehensión e internalización individual en el alcance del paradigma científico del magisterio del que, sin proponérselo, es un veraz dechado de irradiaciones, aquellas que son pertinentes reavivar diariamente para enrumbar a Cuba «hacia la estrella de su destino» (Roa, 1959, p. 1).

El Roa de hoy no puede ser el de la remembranza, el de la veneración fortuita por una fecha sugestiva; tal postura sería contraria a su connatura, pues solo alcanzaríamos «a evocar la historia y no hacerla» (Roa, 1959, 2), en oposición flagrante a su vivir en pie. El hombre de las «Peras al cuarto», (Roa, 1959, 185) aquel que rebosa de viril conciencia respecto a lo que significa una revolución social profunda, no podría justipreciarse jamás de que se justifique el presente desde el pasado glorioso, donde por supuesto se encuentra él, con palabra enérgica y mirada que escruta. ¿A dónde va Cuba? (Roa, 1959, 221) —hállese el país incluso en circunstancias de ventura— es una pregunta sobre la que ha de indagarse perpetuamente como proceso de progresión verídica de la nación a la que con su praxis le avivó el fuego de la identidad.

Por eso, la inteligencia ha de coadyuvar a erigir el presente constantemente a golpes de responsabilidad y deberes para con cada átomo humano y la civilización toda, pues «el primer deber del intelectual -aseveraba persuadido- es decir la verdad, sin para mientes en las consecuencias. El intelectual que la mixtifica o ignora, se traiciona a sí mismo y a la sociedad». (Roa, 1959, 403) O acaba pensando «por boca de ganso o al dictado de consignas petrificadas». (Roa, 1959, 409) La intelectualidad no se hace orgánica automática o declaradamente, por el contrario, se pone a prueba en ese proceso perdurable de deconstruir lo enmohecido, por muy enraizado que se encuentre, y construir lo nuevo a partir de la cualidad multifactorial que demanden las épocas, desde una probidad real y un civismo inmune. Ya que «no hay patria sin virtud». (Varela, 1996, 182).

Roa hizo historia, la forjó desde sus disímiles saberes, y el impar modo de fructificarle tributo es hacer que su legado trascienda a su centenario con la misma impronta y deleite con que bajo la égida de su faena alcanzó su cincuentenario: «He tenido la dicha de arribar a la cincuentena con el corazón sin canas, la mente sin arrugas y el carácter sin papada. Y tengo la absoluta certeza de que nunca me sentiré viejo. No en balde he preferido siempre la aurora al crepúsculo y la flecha al cangrejo» (Roa, 1959).

El hombre que asumió la vida y por añadidura la cultura con el corazón, la mente y el carácter febriles de compromiso, latiendo al compás o por sobre los apremios de su tiempo, precisa ser desdibujado de la simple impronta de una herencia que se examina de vez en vez, y ser incorporado vitalmente desde ella, cual saeta refulgente a la existencia cierta que se requiere, donde muchas de sus alertas siguen rondando los espacios de una práctica aún incompleta fragmentada, pues «el futuro veta de los que pugnen por cambiar el presente sin complicidades con el pasado».(Roa, 1959, 302). Es decir, desde una asimilación activa de sus memorias que se encuentran vigentes y grávidas de un pasado, que de no ser conectado creadoramente a la actualidad para el cambio que es menester, dejaríamos de ser lo que hemos sido desde el espíritu nacional y universal que nos es propio.

Estas reflexiones tienen por objeto revitalizar la obra de Raúl Roa desde una arista esencial de su quehacer: el magisterio, aquel que asumió desde la responsabilidad y complejidad que le eran inherentes y que nos legara como labor renovada para la cotidianidad de las acciones humanas. Parafraseando a José Antonio Saco, tengamos el magisterio y Cuba será nuestra.

Es imposible denotar a Roa solo como profesor universitario. Sus enseñanzas sobrepasaron con creces los muros de su bicentenaria, pues se adentraron en la realeza y maleza de la Cuba que ayudó a fraguar desde el yunque, el martillo y la esperanza en ciernes. Retoño legítimo «de la herencia fundacional universal de su tierra, dio continuidad a un empeño universitario colocado, según sus propias palabras, como «el órgano más genuino de expresión de la conciencia nacional y su más sublime baluarte» (Roa, 1959, 304)2.

 

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Fig. 1. Roa: maestro genuino de vocación humana. Internet.

Tal rango no era un agasajo concedido por obra y gracia, «está preñada de optimismo en el deber ser, donde la «realidad» se diluye- en «golpes de pecho desde la grandilocuencia y liturgia oficial, o en lemas que pululan por doquier y los vientos se pavonean en ellos. En contraste con tal habitual postura -o impostura-, con la que riñó enérgicamente desde su peculiar modo de haber nacido «para las actitudes claras y lisas» (Roa, 1959, 72), esta era corolario de una praxis continuada en el saber, el verbo, y el hacer, razón por la cual este profesor universitario ganó la condición de Maestro.

Es por ello que desde Roa y para el presente, desde los lances impuestos por las circunstancias y los denuedos que nos emplazan en el cómo hacer, es que se adentran estas arduas exploraciones -que sienten dejar tantas cosas por decir- acerca de lo que significa ser un educador legítimo, aquel que le toma el pulso al planeta, al terruño y concurre a la salvaguarda. «El profesor genuino —aquel que logra alcanzar el timbre y la jerarquía del maestro— ni se inhibe ni se embosca: da la cara. Predica con el ejemplo y concibe la historia como “hazaña de la libertad” [...]. La Universidad de La Habana puede sentirse orgullosa de haber contado, antaño y hogaño con numerosos profesores de este linaje. [...] yo también he sabido cumplir con mis responsabilidades sociales y morales como profesor». (Roa, 1959, 73)

La estirpe de evangelio vivo no es una suerte de bendecidos por fuerzas milagrosas, ni de elegidos o autonominados, y menos aún una apelación inalcanzable, pues parafraseándolo, el mejor sermón es la vida.

Ser maestro es semilla y vocación humana, dar la cara y abrir el camino para que todos la den; es el gesto elemental en la epopeya de la libertad desde el deber moral individual y social, pues cada hombre o mujer se encuentran aptos para hacerlo, falta solo que se aproximen a erigir mancomunadamente el hábitat humano que hace falta para tal magna empresa. Asumir este atributo como aquiescencia es el primer paso para compenetrarse y acoplarse en pos de la verídica emancipación, aquella sobre la que se ha argüido cronísticamente, por la que se ha luchado -y lucha-, y que es pertinente encauzar o aproximarse a enderezar.

Para el Apóstol, «cada alumno que progresa es un maestro», (Martí, 1953, 654) un creador, porque supone que porta, transmite ideas y valores, adquiridos no solo en las aulas donde estos se acrecientan. Tal progresión en el ámbito educacional incontestablemente emplazan otros requerimientos, ya que no son la simple suma de «conocimientos», la repetición de «nociones limpiecitas» avaladas por una «pedagogía impecable», de «excelencia» o en boga, modalidades estas que, sin formulárselo o formulándoselo, se engolosinan en asfixiar la «funesta manía de pensar» (Roa, 1959, 193) que daña tanto al intelecto, pues suscitan el empleo fútil de la mente en lo baldío, la angustiosa pérdida del tiempo, en fin, el narcótico de los intelectuales incapaces de evaluar o valorar, que solo acumulan -lo que les emplazan que acumulen- sin servir de guía para la solución a las incertidumbres, zozobras y sueños de cada individuo y de la civilización toda.

Estas arcaicas rutinas, modelos mentales cuantitativistas crónicos, de asumir el desarrollo cultural fragmentadamente, se encuentran asentados —pretendámoslo o no— en todo el sistema educacional cubano; y sin dar la espalda al desarrollo científico-tecnológico, se ha de hacer y rehacer infinitamente el cuerpo espiritual que se ha de potenciar desde la realidad de la existencia y no desde el mito que se fabrica desde afuera y a contrapelo de lo humano, por muy «humanista» o preocupado con que se nos engalane. La preocupación pertinaz por estos y otros problemas son asuntos a tener en la mira si de fundar cultura se trata. Los microescenarios, el cada alumno, el cada maestro, el cada hombre o mujer en íntimo correlato o hipervínculos multidimensionales con lo macrosocial, es donde se dirimen sin componendas los destinos formativos de los individuos, pueblos y la humanidad.

«La universidad -explicaba- no es un conjunto de compartimentos estancos, ni un conglomerado de edificios. Suele olvidarse, a veces, que la que la caracteriza y define es ser un corpus espiritual [...]. La universidad es un ayuntamiento de profesores, estudiantes y graduados con efectiva unidad orgánica y nítida conciencia de su quehacer, misión y destino. Existe como un todo y, únicamente como un todo, ha de concebirse y funcionar [...]. A la universidad le compete algo más que formar profesores cualificados, fomentar la investigación científica, difundir el saber y cultivar los valores estéticos, éticos y sociales. Su más empinada misión es elaborar y componer una clara y coherente imagen de su tiempo, exponer y discutir los temas fundamentales de la cultura, y plantear y aprontar soluciones a los grandes problemas que afectan al hombre, individual y colectivamente [...] no solo necesita contacto permanente con la ciencia, so pena de anquilosarse; necesita también contacto con la existencia pública, con la realidad histórica, con el presente, que es siempre un integrum y solo puede tomar en totalidad y sin amputaciones. La universidad ha de ser [...] sí no quiere adulterar y falsificar su vida, un principio promotor de historia”» (Roa, 1959, 282).

Pero la universidad enhiesta, generadora del cuerpo espiritual se encuentra inserta en el complejo integrum nacional, y en la especificidad de su inserción en nuestra realidad no puede dar curso a su misión, sin mutilaciones de no concebírsele desde la articulación veraz de la connatura de lo que debe ser su funcionamiento, el cual solo se construye desde su dinámico, diverso e integrador tributo a lo social. El contenido del «renquiciamiento y remolde» de la sociedad cubana y de la cultura trasciende épocas y permanece emplazando cualidades.

Este posicionamiento científico evita, entre otras posibles digresiones ante el nuevo contenido que le concurre, el que no se proscriba, consciente o inconscientemente, la elaboración de pensamientos, dándoseles garrafales rangos a los sucesos, para que no se les pauten rumbos intrusos en franca oposición a su cometido, para que no se la conduzca desde fuera, y a contrapelo, al teoricismo abstracto o al practicismo ramplón, o a una mezcolanza indiscriminada de ambos, según los aires que soplen o las urgencias esotéricas justificativas de la dirección de los procesos sociales, pues se termina administrando la ciencia según las necesidades del mercado ideológico particular o global, olvidando así la infinita gama de colores del arcoíris y la variedad de texturas que enaltecen lo cubano, al asumirse, por supuesto, que patria es humanidad.

«No basta -aleccionaba- con que un establecimiento dedicado a la enseñanza otorgue títulos y se denomine universidad para que efectivamente lo sea. En este caso, como en ningún otro, el nombre hace a la cosa si la cosa responde al nombre. Existir no es ser. Ser es conciencia de existir. La universidad existe, y es cuando esencia y forma, espíritu y cuerpo, contenido y continente, son elementos constitutivos de una realidad viva que funde cosa y nombre, y le imprime sentido y misión a sus manifestaciones» (Roa, 1959, 305).

La universidad, para que sea en cuanto a «realidad viva», ha de estar siéndolo, haciéndolo y rehaciéndolo no desde el imaginario, sino desde la realidad. El ancestral apego humano a lo ideal diluye, despersonaliza a la práctica, y con ello, la capacidad para subvertir, transformar los procesos sociales desde sus significados concretos. «Y sin duda nuestro tiempo [...] prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser [...] lo que es “sagrado” para él no es sino la ilusión, pero lo que es profano es la verdad. Mejor aún: lo sagrado aumenta a sus ojos a medida que disminuye la verdad y crece la ilusión, hasta el punto de que el colmo de la ilusión es también para él el colmo de lo sagrado» (Feuerbach, 1982, 2).

Este recurrente movimiento al predominio en teoría y praxis del imaginario aflora por doquier entorpeciendo los empeños, más allá, o en auxilio incluso de los intereses de supremacía de castas y/o grupos, motivos por los cuales estos entran al ruedo de la dominación desde los capilares mismos de la civilización. No es casual, entonces, que la reflexión sobre esta primaria trama humana florezca en Dulce María Loynaz, en ese legado filosófico concentradísimo en su poemario Juegos de agua. Cuando, desde su poema «Rebeldía» nos emplaza: «¿A qué amar la estrella en el lago? ¿A qué tender la mano hacia la frágil mentira del agua? Mendigo de bellezas, buceador de esperanzas, mira que solo la Verdad, digna de tus sueños: sé fuerte alguna vez y apedrea la estrella que no existe en el agua falaz y brilladora» (Loynaz, Dulce M. 2002, 105).

Tales lances penetran con hondura sin par en la faena educativa -no puede ser de otra manera-, adoptando diferentes ropajes según las épocas y trascendiendo en el pensamiento libertario, apuntando hacia los diversos y cambiantes elementos en pugna. Por eso, apedrear la estrella que no existe en el agua falaz y brilladora, sigue retando, persiguiendo -y por qué no atormentando- a la inteligencia que «no ha suscrito pactos expresos ni tácitos con la mentira, el silencio culpable o la verdad a media voz» (Roa, 1959, 70).

Relegar tales supuestos primordiales de lo humano en sus cronísticos «olvidos», de lo que ha de ser la universidad, desde la invariable atomización de la vida —cosa que sucede con más frecuencia de la que debiera— acarrearía entonces la imposibilidad de promover historia, ya que ni la Academia ni su claustro alcanzarían los matices propios de «preparar a sus alumnos mediante el libre examen crítico de los problemas políticos, económicos, sociales y culturales de nuestro tiempo, a fin de asegurar la intervención de sus graduados en la vida pública en forma tal que sus actividades se desenvuelvan con la serenidad, ponderación y conocimiento que solo pueden obtenerse por un proceso metódico de formación cultural» (Roa, 1959, 282). La libertad es voz recurrente en todo lo analizado -y en lo que no alcanzamos a evocar-, es eje, enigma e indefinición, por más que se quiera probar lo contrario. La cuestión está en proponernos al menos golpearle desde la indicación martiana de «conmover es moralizar» (Martí, 1953, 667).

La libertad no como gran relato, palabra pomposa, huera, vocinglera; es el atributo inacabado e inalcanzado —porque es búsqueda perenne- del insigne magisterio cubano, aquella que se ha reiterado, argüido y prosperado a lo largo de los anales de su conformación, la cual compone por adición la base de toda conexión humana. Libertad sin cortapisas, libertad sin subordinación o parcelación en esas absurdas, fatigosas y afligidas disquisiciones que llegan a derivar, incluso, entre qué es lo primario, si el individuo o la sociedad, quién se ha de subordinar primero para el futuro edulcorante, todo lo cual anula de manera prosaica toda perspectiva de convivencia social integradora y autointegradora. No siempre en esas y otras indagaciones se «puso a prueba la calidad de los espinazos, la hondura de las convicciones y el temple de los espíritus» (Roa, 1959, 1).

Qué mediaciones son pertinentes articular y dirimir hoy, en la labor cultural que nos asiste, desde esa reclamante misión emancipatoria que cualifica el desempeño del magisterio, para que la vincularidad orgánica que lo instituye tome cuerpo, a despecho de todos los vericuetos en que la impronta educacional cubana de los últimos cuarenta y ocho años se ha visto envuelta. Esas son preguntas inaplazables desde las raíces hasta el fruto que se va obteniendo.

El eje del enfoque en Roa respecto a la condición de maestro desde una cosmovisión de su desempeño totalizador como hazaña de la libertad proviene nítidamente al estudiar su obra, de aquella edificante propuesta martiana de que «la primera libertad, base de todas, es la de la mente: el profesor no ha de ser un molde donde los alumnos echan la inteligencia y el carácter, para salir con sus lobanillos y jorobas, sino un guía honrado, que enseñe de buena fe lo que hay que ver, y explica su pro lo mismo que el de sus enemigos. Para que se le fortalezca el carácter de hombre al alumno. Que es la flor que no se ha de secar en el herbario de las universidades [...] en la que ninguna metafísica se ha de enseñar, ni de la ideología, ni la de la ciencia» (Martí, 1953, 348).

Su «exponer, y no imponer o proponer», entronca directamente con el «guía honrado» martiano, con las sabias convicciones varelianas cuando este sostenía: «Estoy persuadido de que el gran arte de enseñar consiste en saber fingir que no se enseña» (Varela, 1960, 119). Pues enseñar significa también aprender por muy docto que se sea. Los lauros provienen de una autoridad ejercida desde el conocimiento que se abre, que aprende, que se vigoriza en el respeto a la independencia de la conciencia, en la aptitud promotora de nuevas experiencias en el gesto de amor, pues, «el índice pedagógico se aprecia por lo que el alumno aprende y no por lo que el profesor sabe [...]. Más sabe un burro preguntando que un sabio contestando» (Roa, 1959, 291).

Es decir, el maestro, en la intimidad de su intercambio con los educandos, abre espacios de intelección, de derivación, de composición y descomposición de los asuntos que se someten a examen. Se cultiva, asciende, pues se imbrican conjuntamente nuevos horizontes de conocimientos y afanes, auténticas aproximaciones a una progresión humana abierta al devenir, donde cada idea, postura y criterio gozan de valor, pues a cada uno se le confiere el derecho a ser respetado, a hacerse respetar. «Háganse respetables los maestros y serán respetados», alertaba Luz y Caballero ante la magna tarea de fomentar el magisterio que permitiría que Cuba fuese nuestra, a lo cual adicionaba abriendo caminos, «para aprender todo lo aprendible, sino muy singularmente para aprender a estudiar y para aprender a enseñar» (Luz y Cabellero, 1991, 194-196).

Resultan vitales entonces, para todos, las ideas diferentes o coincidentes fertilizadas de formas y contenidos inéditos, porque son individuales construidos desde el manantial común que hermana, lo cual hace sentir la calidad de las aportaciones por elementales que sean, lo que propulsa de esta manera verificada, las inagotables dudas, debates e inquietudes obtenidas aunadamente sin otra autoridad que no sea la del intercambio de saberes, maneras de enfocar y acercarse a los asuntos que a todos conciernen. Abonando e irrigando así, el herbario no se ha de secar en las universidades; de ahí «lo interesante que debe ser para vosotros -discernía Varela- enseñar al hombre a pensar desde su primeros años, o mejor dicho, quitarle los obstáculos de que piense» (Varela, 1996, 123).

Roa también practicó ese acervo esencial -asiento de la cultura- cuando excitaba en pensar para actuar, como condición cardinal que fragua espíritus y caracteres sólidos, librevolentes -según sus propias palabras- al impregnarle a su clase «el rumor de la colmena» (Roa, 2001, 15) el aleteo inefable de la faena diversa, pero encaminada a un fin común de realización, en un ambiente identificado como propio para todos. Por ello provocaba en los estudiantes con quienes interactuaba la necesidad interna de la indagación invariable de conocimientos, la circulación independiente de ideas, la polémica dinámica, la exigencia de ahondar en las circunstancias concretas de la convivencia social, y más aún, cuando sostenía, ya en ejercicio de su condición de decano al darle la bienvenida a los graduados, que se encontraban «en pleno rumor de la colmena», a lo que agregaba que «a nuevo continente nuevo contenido» (Roa, 1959, 289) lo cual le hacía rebosar de júbilo y orgullo, porque los contenidos transformadores se socializaban, tomaban cuerpo por la gestión que conducía junto a su claustro, en acontecimientos en extremo difíciles pero a su vez enjundiosos, donde el énfasis formativo tributaba a potenciar cardinalmente el valor de la justicia social.

La colmena del microcontexto docente se transformó en espacios más totalizadores del quehacer profesional universitario, corroborando, asimismo, desde la herencia preclara de la cubanía, que «antes quisiera yo ver desplomadas, no digo las instituciones de los hombres, sino las estrellas todas del firmamento que ver caer del pecho humano el sentimiento de la justicia, ese sol del mundo moral» (Luz y Caballero, 1962).

Dotar conciencia desde la ciencia, como atributo de esta en interconexión orgánica con la realidad, es excelsa tarea de una cultura que se reproduce ampliadamente al porvenir desde las circunstancias que las refuerzan y no por pautas que se establecen desde fuera de las funciones que le son consustanciales, y por encima de todo intento ajeno a su esencia, si de contribución a la civilización se habla. «¿Estoy propugnando acaso, al sustentar este punto de vista -defendía desde su tiempo al nuestro- que el profesor debe ser primero político y después profesor, o que la universidad debe adscribirse a determinado credo y tomar posición en la política de partido? En modo alguno. Ni palenque de actividades sectarias ha de ser la universidad, ni el profesor utilizarla como trampolín de sus ideas o aspiraciones. La universidad es, primariamente, un órgano generador de cultura, un centro de capacitación profesional y una fragua de conciencias; pero, justamente por serlo, su más alta incumbencia es formar hombres cada vez más aptos para realizar la plena vida humana y más capaces de asegurar a su país condiciones favorables al desarrollo armónico y continuado de sus elementos de bienestar, cultura y moralidad superior; debe, en suma, preparar ciudadanos con la firme resolución de resistir el mal y la injusticia, y el carácter templado para ese arduo empeño, con el corazón encendido en el amor a la patria y el anhelo del bien de la humanidad [...]. El profesor ha de ser, también, evangelio vivo, y norma para la vida y guía para la acción, la educación universitaria [...]. La ciencia sin conciencia es la más peligrosa de las aberraciones de la civilización industrial» (Roa, 1959, 289).

Mas la conciencia prefabricada para producir «ciencia o sociedad» es uno de los resquicios más temibles para abrir plaza a la barbarie, pues los individuos se desentienden de los dictados ajenos a sus realidades y comienzan a engendrar territorios segmentados de sobrevivencia, donde cada cual actúa desde su fortaleza como se le antoja o conviene, burlando lo impuesto y aplicando en el ámbito relacional humano la ley de la selva, en que las exclusiones son más salvajes y abominables, pues torturan el espíritu, nublan la inteligencia, cierran los caminos para subvertir los órdenes abusivos. Impera, en suma, la mediocridad del pantano.

Explicaciones, críticas y acercamientos al mejoramiento se convierten pues, encuéntrese donde se encuentre el devenir de la nación, en faena contributiva de las universidades y sus actores cardinales para realizar la vida plena, la convivencia cívica no virtual, sino actuante. Sin ello no hay ascenso ni utopía humana posible.

Cuando en Cartas a Elpidio elucidaba Varela sobre tales asuntos, cuestionaba e inquiría: «¿Qué quiere decir obediencia pasiva? ¿Obedecer sin pensar? ¿Y qué derecho tiene la política para manejar los pensamientos?» (Varela, 1996, 36). Y qué derecho, añadiríamos, en el plano cultural tiene nadie para atribuirse la corona acerca de qué se debe pensar, conocer y cambiar. Qué estrecho horizonte le deparan a lo humano tales extendidas y absorbentes posturas. Aquellas que se reproducen como hiedras modulando infinitas sujeciones hasta en el interior de los individuos impidiéndoles toda visión, algo así como «tienen ojos y no verán, tienen boca y no hablarán, tienen manos y no tocarán, tienen oídos y no oirán»?3

Porque se va perdiendo el activismo promotor de lo diverso, del impulso osado, de la fiebre que renueva, del entusiasmo que hurga, de la ensoñación por lo nuevo.

Al sol, para que no nos enceguezca un proyecto por extraordinario ¿que se bosqueje, y no siempre desde las alturas, sino desde las medianías, se le deben estudiar sus manchas, pues así como los eclipses parciales o totales se los provocan las propias estructuras, organizaciones y funcionamiento de las relaciones humanas, sean del tipo que sean, ninguna ha logrado aún reconocer la gama de colores que conforman al universo del cual formamos parte constitutiva esencial. Y esa, inexcusablemente esa, ha sido la lid histórica del pensamiento social más avanzado: quitarle las cinchas al espíritu.

La crítica, como cultura en progreso, no es ni constructiva ni destructiva. Esos son deslices del lenguaje que acepta lo que le conviene y reniega de un pensar y discurrir desde lo plural que lo incrementa, que omite los intereses, motivos y prácticas diversas por excelsitud, y que reduce la existencia a un mínimo preconcebido, a un estándar definido fuera de la esencia de la especie, al decir de Carlos Marx. «No se olvide -subrayaba Roa- que la cultura es la más peraltada dimensión de la libertad, y que en consecuencia es la antípoda de la barbarie y el despotismo. Y téngase, asimismo presente, que solo a través de la educación -riego de luces y abono de conciencias- las redenciones, como ansiaba José Martí, dejarán de ser teóricas y formales para ser efectivas y esenciales».4

La efectividad y esencialidad de la libertad, asumida esta como gesta de la cultura -promovida en especial desde lo universal-, es el soporte determinante de la condición humana; pensar en cómo se ha de potenciar y autopotenciar ese sujeto que demandan no los vientos de cuaresma, sino los redentores, no menos complejos que las épocas del ideario que nos socorre, donde ya no quedan intersticios ni estoicismos para redenciones teóricas y formales, esto solo puede enderezarse si se asume que «la libertad de la cultura no solo supone la libertad de la comunicación con los demás hombres y pueblos: afecta asimismo la integridad de la persona humana, y todos sus juicios de valor, ya sean políticos, económicos, morales, estéticos o religiosos».(Roa, 1959, 284). La pluralidad de aristas que han de considerarse aflora por doquier acumuladas y desoídas cronísticamente, en un mundo donde todos los elementos constitutivos, antes alertados por Roa, se encuentran en flagrante crisis, de la que Cuba no se encuentra exenta.

Es por ello que la diversidad de mediaciones activas por desplegar desde una memoria histórica consecuente, desde una crítica reorganizadora, desde sus cimientos mismos ha de encaminarse -y no manosearse- a que la «libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía» (Martí, 1953, 129). Se ha de «trabajar porque puedan ser honrados todos los hombres», y para ello debe serse «un hombre honrado», se ha de laborar para que la civilización promueva y autoengendre individuos honestos no como fábulas, sino como aproximaciones sopesadas de sus implicaciones reales y no paradisiacas, como ha venido sucediendo a despecho de lo declarado y/o alcanzado, lo cual no es suficiente ante la crisis existencial que se experimenta, donde los valores han tocado fondo -no podía resultar de otro talante- y continúan adentrándose en abismos insondables.

Cuando Raúl Roa discernía acerca de la responsabilidad de ser un profesor, en particular de las ciencias sociales, explicaba: «En la historia de las doctrinas sociales hay que penetrar con ademán sereno y pupila limpia de prejuicios, y su exposición académica debe estar presidida por la más pulcra objetividad. En ningún terreno, como en el de nuestra ciencia, son múltiples y variados los criterios, las perspectivas y las soluciones propuestas [...]. Ni se propone ni se impone: se expone. El espíritu científico y la intolerancia son incompatibles. El espíritu se nutre y enraíza en la libertad de investigación y crítica. La intolerancia -“esa extensión hacia fuera del dominio exclusivo ejercido dentro de nosotros mismos por la fe dogmática”- intoxica la inteligencia, deforma la sensibilidad y frustra la actividad científica, que es impulso libérrimo hacia la conquista y posesión de la verdad. El más alto deber de la inteligencia | ..] es ser inquebrantablemente fiel a esta misión, que es raíz y ala de todo progreso cultural y humano» (Roa, 1959, 24 y 25).

Las ciencias sociales, hoy más urgidas que nunca de pulcra objetividad y pluralidad, han de desmitificarse de la infalibilidad adjudicada desde fuera y dentro del sujeto de la enseñanza, donde las exclusividades, cotos de caza, ocultamientos de saberes y predominios clericales desmoronan todo sentido de cultura, por el del estancamiento y aislacionismo desintegrador de toda perspectiva, pues la veda del conocimiento es la veda del espíritu. De ahí, el inconfundible llamado de «yunques sonad, enmudeced campanas» (Roa, 1959, 279).

Nada de campanas tocando al vuelo para celebrar el imaginario cumplido, que entre otras cosas propende a lo acabado, aquel que en su insidiosa persistencia anula y usurpa el sueño, las potencialidades para el cambio. «La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando estos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionarias, es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva esencia de la historia universal». (Marx, 1955, 230-34).

Que suenen los yunques, que la herencia alerte porque sea conocida y aprehendida, no como opresora del cerebro de los vivos -pues eso es cosa de la dinastía de los Pachecos-, sino para que el nuevo contenido tenga raíces, identidad en crecimiento.

Roa es letra viva, maestro, ya que no pudo vivir sin dar curso consuetudinario a su esencia en cualquier escenario de convivencia humana, porque con su sermón abonó saberes, valores, significado reorganizador. A su vera la pasión se trastocó en esperanza cierta, entusiasmo, emoción. Y tomando su propia voz, pues no se acierta a otra su altura, «a honrarlo van estas palabras, trémula y encendida ofrenda quien por maestro de letras y conducta le tiene y comparte hoy» (Roa, 1959, 90).

CONCLUSIONES

Raúl Roa García fue forjador y pedagogo de la diplomacia cubana. Transformó el microcontexto docente en espacios más totalizadores del quehacer profesional universitario, corroborando, la herencia de la cubanía; invitó a pensar para actuar. Como vivo exponente de Varela y Luz, Roa hizo historia, la forjó desde sus disímiles saberes. Demostró que la intelectualidad no se hace orgánica automática o declaradamente, por el contrario, se pone a prueba en ese proceso perdurable de deconstruir lo enmohecido, por muy enraizado que se encuentre, y construir lo nuevo a partir de la cualidad multifactorial que demandan las épocas, desde un civismo inmune. Ya que «no hay patria sin virtud» (Varela, 1996, 182).

notas

1 Publicado en revista Política Internacional. Instituto Superior de Relaciones Internacionales “Raúl Roa García”. Edición Semestral. No 9, Enero-Junio 2007, La Habana, pp. 41-54.

2 «Oculos habent et non videbunt. Os habent et non loquentur. Manus habent et non palpaban. Aures habent et non audient», palabras extraídas del salmo «in iritu Israel»

3 Raúl Roa: «Cumpleaños de la universidad», En pie. Véanse también las pp 286 y 287 donde destaca que la «universidad, auténtica comunidad de hombres benevolentes, es el órgano más alto de expresión de la conciencia nacional».

4 Raúl Roa: «Yunques sonad,...». Véase mayores precisiones cuando argumenta: «Urge ahora organizar la victoria sobre el trípode de la libertad, de la justicia y de la cultura». Ibídem.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Feuerbach, L. (1998). Prefacio a la segunda edición de La esencia del cristianismo. En G. Debord, La sociedad del espectáculo.

Loynaz, D. M. (2002). Juegos de agua. Simancas.

Luz y Caballero, J. (1962). Aforismos. La Habana: Editorial Universidad de La Habana.

Luz y Caballero, J. (1991). Escritos educativos. La Habana: Editorial Pueblo y Educación.

Martí, J. (1953). Escenas mexicanas. Escultura. Obras completas, I. La Habana: Editorial Lex.

Martí, J. (1953). La Edad de Oro. Obras completas, Il. La Habana: Editorial Lex.

Marx, C. (1955). El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Moscú: Editorial Progreso.

Roa, R. (1959). En pie 1953-1958. Las Villas: Universidad Central de Departamento de Relaciones Culturales.

Roa, R. (2001). Introito. Historia de las doctrinas sociales. La Habana: Centro Cultural Pablo de la Torriente.

Varela, F. (1996). Cartas a Elpidio sobre la impiedad, la superstición y el fanatismo en sus relaciones con la sociedad. La Habana: Editorial Letras Cubanas.