De Truman a Trump. Estados Unidos: militarismo sin fronteras

From Truman to Trump United States: militarism without borders

Autor: Dr. C. Leyde E. Rodríguez Hernández

Dr. C. Jorge Hernández Martínez

Doctor en Ciencias Históricas. Sociólogo y politólogo. Profesor e Investigador Titular del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos, La Habana, jhernand@cehseu.uh.cu. 0000-0001-7264-6984

 

Recibido: 25 de abril de 2022

Aprobado: 17 de mayo de 2022

 

Sello Editorial “Ediciones de Política Internacional”, del Instituto Superior de Relaciones Internacionales “Raúl Roa García”1.

Prólogo (Tomado del libro).

La obra que el lector tiene en sus manos es resultado de una acuciosa investigación realizada sobre la base de la conjugación lograda por un esfuerzo personal creativo entre el ejercicio docente y el quehacer investigativo, ahora plasmada en una reciente y actualizada versión, que amplía el foco analítico inicial y extiende hasta el presente las reflexiones que, en el texto original, concebido hace más de diez años, tenían un alcance temático más limitado. El autor ha dedicado la mayor parte de su actividad profesional al estudio y a la enseñanza de la teoría de las relaciones políticas internacionales, pudiendo considerársele hoy como un destacado catedrático de esa disciplina en las universidades cubanas.

Leyde E. Rodríguez Hernández ha dado continuidad al camino que desbrozó el inolvidable Roberto González Gómez, el “Maestro”, de quien estuvo muy cerca, aprendiendo de su experiencia y conocimiento en el terreno de la historia mundial y la política internacional. A ambos profesores corresponden, por cierto, los dos libros sobre los paradigmas teóricos referidos a la sociedad internacional, a los procesos y las relaciones que la conforman, que han servido de soporte bibliográfico a numerosos cursos de pregrado y posgrado, gracias a los cuales los estudiantes han orientado su comprensión acerca de asuntos complicados, como, entre otros, los conceptos de política exterior de los Estados, geopolítica, sistema internacional, o los enfoques realistas y neorrealistas, los constructivistas y los concernientes al idealismo internacionalista, la interdependencia compleja, el sistema-mundo, el marxismo y, en general, las teorías enmarcadas en el pensamiento crítico contemporáneo. Haciendo camino al andar entre el aula y la biblioteca, no fue casual que Roberto escribiese unas notas, a modo de prólogo, de la versión embrionaria de lo que ahora es De Truman a Trump. Estados Unidos: militarismo sin fronteras. De alguna manera, la esencia de aquellas notas y, sobre todo, la inspiración que las animó están presentes en estas líneas. Si bien en su concepción inicial el libro se titulaba De Truman a Obama. Poder, militarismo y estrategia antimisil de los Estados Unidos, circunscribiéndose a un período anterior y a un ámbito más específico, su contenido fundamental, su lógica interna y eje interpretativo son los mismos. La diferencia entre ambas versiones consiste, básicamente, en el grado de actualización, con lo cual se hace aún más clara la continuidad, por encima de ajustes y modificaciones, del proceso de militarización de las proyecciones de Estados Unidos, sostenida a través del tiempo por la economía política del imperialismo norteamericano y sus expresiones institucionales en el llamado complejo militar-industrial, en el cual se entrelazan grupos financieros, corporaciones transnacionales, centros de pensamiento académico y estructuras gubernamentales. De ahí que el texto, tanto en su versión inicial como en la actual, como escribiera Roberto González ayer, “constituya una contribución importante a la bibliografía sobre esta temática específica, sobre la política exterior y de defensa de Estados Unidos, en ese vínculo indisoluble con su estrategia de seguridad nacional”. Queda claro que Rodríguez Hernández no detuvo su empeño investigativo, sino que, por el contrario, prosiguió la búsqueda y el escrutinio de la copiosa bibliografía sobre el tema, con la intención de captar y explicar el proceso de militarización en todo su despliegue y dinamismo.

En función del propósito sugerido desde el título, en el libro se examina, a través de sus tres capítulos: a) la concepción geopolítica que sostiene la proyección exterior norteamericana con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, durante el período conocido como Guerra Fría, en cuyo diseño ocupa un lugar central la estrategia nuclear, desde los gobiernos de Harry Truman y Dwight Eisenhower, en los cuales se fija el principio de la contención al comunismo como pivote de la militarización y de la carrera armamentista; b) la definición de la plataforma conceptual y operacional que propicia la articulación del sistema nacional de defensa antimisil en torno a los componentes políticos y militares de la Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE), bajo la administración de Ronald Reagan, al calor de la Revolución conservadora; c) el desarrollo de las tecnologías de armamentos y de las concepciones geopolíticas que se proyectan hacia el espacio exterior durante el gobierno de William Clinton, y la guerra global contra el terrorismo y el despliegue del sistema antimisil, en el período de George W. Bush; d) la “nueva” narrativa internacional del imperio, con Barack Obama, y el giro hacia el empleo de la fuerza y la militarización en todos los espacios por parte de Donald Trump. Ese es el hilo conductor, podría decirse de la manera más sintética, del análisis que lleva a cabo Leyde Rodríguez, mostrando al lector una pauta de continuidad, que no ignora los cambios.

No corresponde al prologuista de una obra ir más lejos, en cuanto a comentar los contenidos del libro, lo cual le atañe al autor, quien expone con seriedad y concisión los hallazgos de un notable esfuerzo investigativo que alimenta la historia de la militarización de la política exterior norteamericana. Las líneas que siguen solo intentan transmitir a aquellos que decidan emprender su lectura algunas pistas, con sentido no exhaustivo, sino selectivo, que les sirvan más bien de complementación y que les estimulen en ese camino. No tendría sentido adelantar o repetir lo que explica con profundidad y erudición el autor. Valdría la pena, sin embargo, resaltar algunos aspectos que le confieren un valor especial al texto, como recurso para motivar su lectura por parte de estudiosos o interesados en el tema, que podrían considerarlo como muy especializado.

En realidad, se trata de una investigación de carácter, fundamentalmente, histórico y politológico, estructurada a partir de la teoría de las relaciones políticas internacionales, que recorre de modo panorámico el período de la Guerra Fría y de la llamada posguerra fría, actualizando la expresión de las pretensiones mundiales hegemónicas de las distintas administraciones estadounidenses, hasta la actualidad. Y aunque la temática posee un definido componente técnico, el autor consigue evadir los tecnicismos y exponer de manera comprensible, dentro de las coordenadas del lenguaje de las ciencias sociales, sus análisis.

En el transcurso de la lectura de sus capítulos se encontrarán suficientes datos y ejemplos sobre el avance científico y tecnológico adquirido por Estados Unidos en su estrategia militar global y, en particular, en la tecnología antimisil; también explicaciones acerca de las ventajas políticas, militares e incluso económicas que se derivan del despliegue militar y los beneficios que ello representa para los sectores corporativos vinculados más estrechamente a la producción de armamentos, como los que integran el llamado complejo militar-industrial.

En este sentido, el autor examina, entre otros aspectos, los dividendos extraídos del mero proceso de investigación y desarrollo de los nuevos medios bélicos que conlleva la militarización del espacio cósmico.

De especial interés resulta el análisis referido al gobierno de Reagan, que no pudo concretar en la práctica su proyecto de militarizar el espacio, al utilizar la Iniciativa de Defensa Estratégica, llamada popularmente “Guerra de las Galaxias”, como un instrumento de poder militar y presión política sobre la Unión Soviética en los últimos años del período de Guerra Fría.

Entre los argumentos más sustanciales, importantes y novedosos que aporta el autor, se encuentra el análisis de la revitalización del proyecto de “defensa” antimisil, transformado en un elemento central de su proyección mundial de unilateralismo hegemonista. Como bien explica Leyde Rodríguez Hernández, el objetivo de concretar la militarización del espacio mediante la construcción de sistemas de “defensa” antimisil se dirige esencialmente contra aquellas potencias que pueden significar rivales eventuales para los Estados Unidos en el siglo XXI, como Rusia y China, calificadas en el discurso gubernamental más reciente como “revisionistas”, aunque la operación se encubra en la supuesta defensa del territorio estadounidense contra ataques provenientes de potenciales países calificados como “Estados villanos” o del “eje del mal” y adopte la forma de una de las medidas para protegerse de la llamada “proliferación nuclear”.

En ese contexto se examinan con acierto las posiciones asumidas por las otras grandes potencias frente a este nuevo desarrollo armamentista de Estados Unidos, junto a los esfuerzos y avances de Rusia y China en este terreno y las debilidades y contradicciones de la Unión Europea.

Teniendo en cuenta la importancia histórica del contexto en que surge la Guerra Fría al concluir la Segunda Guerra Mundial y la atención que el autor le presta en sus análisis sobre el proceso de militarización de la política exterior de Estados Unidos y sus imbricaciones con las concepciones de seguridad nacional y con el papel asignado a la estrategia nuclear, conviene subrayar algunas precisiones al respecto, a modo de complementación.

Como denominación que resalta el clima tensional, de índole bipolar y geopolítica, que caracteriza al cambiante sistema internacional luego de la culminación de la citada conflagración mundial, el término de Guerra Fría adquiere una indiscutible carta de ciudadanía en los medios políticos, académicos y periodísticos, aun cuando sus contenidos, de manera rigurosa, sean con frecuencia ambiguos, imprecisos, engañosos y, casi siempre, polémicos.

Para unos se trata de un periodo que concluyó en las postrimerías de 1962, con el fin de la Crisis de Octubre. Para otros, su vigencia se extendió un poco más, hasta el comienzo de la etapa conocida como de distensión internacional, asociada a la administración de Richard Nixon y a las concepciones multipolares de Henry Kissinger, al concluir el decenio de 1960, sobre la “balanza de fuerzas” o el “equilibrio de poderes”. Según la mayoría de los autores, dicha guerra se prolongó hasta el desplome del socialismo en Europa del Este y la desintegración de la Unión Soviética, a comienzos de la última década del siglo XX. Recuérdese que el proceso iniciado en Alemania Oriental en 1989, con la destrucción del Muro de Berlín, culminó en diciembre de 1991, con la disolución de la URSS.

Por encima de las discrepancias, se ha compartido el criterio común que identifica a la agresiva política exterior norteamericana, estructurada desde 1947, en torno a la llamada contención al comunismo —inspirada en las ideas de George Kennan y en la ejecutoria del gobierno de Truman—, como al principal responsable de la articulación de la mencionada atmósfera de tensión, extendida a nivel mundial. El pretexto, como se sabe, argumentaba el requerimiento de la fuerza militar, de un esquema estratégico para enfrentar la nueva fuente de la “amenaza comunista” que surge una vez derrotado el fascismo.

Aunque la paternidad de la noción de Guerra Fría —en un sentido más conceptual que terminológico— se le atribuye, de modo consensual, al conocido publicista Walter Lippman, otros autores de similar celebridad (principalmente del ámbito académico) han reafirmado su pertinencia analítica, como William Appleman Williams, John Lewis Gaddis, Stanley Hoffman y Arthur Schlesinger, Jr., entre los más notorios. Más allá de su carácter metafórico y de las diferencias de matices interpretativos, lo más sustancial es que dicha noción alude, como lo definiera Roberto González (autor cubano que trata el tema con mayor permanencia y profundidad), a una forma de conflicto peculiar en que no se llega a la guerra, en el sentido de general y mundial, pero que se desarrolla bajo agudas tensiones excluyentes de verdaderas relaciones pacíficas. En suma, señalaba: una situación de ni paz ni guerra.

Son disímiles las aproximaciones al tema desde la historiografía, la ciencia política y la teoría de las relaciones internacionales; en consecuencia, diversas son las propuestas de conceptualización y periodización que coexisten en la literatura especializada. Sin embargo, en la mayor parte de las obras, sus autores convergen en la argumentación acerca de lo que se considera un lugar común: la Guerra Fría terminó, y su fin se ubica en el proceso que se gesta, según ya se señaló, entre 1989 y 1991, al desaparecer una de las dos superpotencias que encarnaban su confrontación: la Unión Soviética y el sistema socialista que encabezaba. Bajo esta óptica, la bipolaridad concluía, el mundo se tornaba unipolar, y con diferentes enfoques —desde las perspectivas revitalizadas sobre el fin de las utopías (Kart Manheim) y de las ideologías (Daniel Bell) hasta la tesis sobre el fin de la historia (Francis Fukuyama) y el choque civilizatorio (Samuel Huntington)— el nuevo término, de posguerra fría, es el que prevalece a la hora de designar, a partir de los últimos quince años, el actual clima mundial.

Por último, viene al caso una observación, si se quiere, circunstancial, pero oportuna, pertinente y, quizás, necesaria. El libro se publica, coincidentemente, en el contexto del vigésimo aniversario de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, de la promulgación de la Ley Patriótica, de las definiciones que fija la Estrategia de Seguridad Nacional, en 2002, y del inicio de la invasión norteamericana a Afganistán. Tales acontecimientos tendrían su mayor resonancia unos años después, bajo la conocida Doctrina Bush, y cuando W. Bush es electo en los comicios de 2004 (y no reelecto, ya que como resultado del prolongado, irregular y fraudulento proceso electoral de 2000 no fue electo, sino designado presidente por la Corte Suprema).

El gobierno actual conmemoró la tragedia de 2001 en circunstancias en las que, al mirar en retrospectiva los veinte años transcurridos, los problemas con los talibanes no se han resuelto, no se encontraron armas de destrucción masiva en Irak y el saldo de la guerra con Afganistán, aunque no se presente así por la administración de Joe Biden, se parece más a una derrota general, y lo es desde un punto de vista ético y simbólico. Con Trump, la última conmemoración anual de los atentados se había producido a la sombra de las conversaciones de paz con los talibanes, cuyo reconocimiento como interlocutores no se había materializado.

La política imperialista de dicho presidente se caracterizó por una evidente carga regresiva en lo interno y hacia el exterior, afincada en la cultura política nacional, visible en una desbordada retórica de índole populista, nativista, racista, xenófoba, misógina, con rasgos fascistas, cuya proyección internacional se resumió en las consignas “America First” y “Make America Great Again”; y su manifestación hacia América Latina se concretó en la profunda reacción antinmigrante contra México, la obsesión con la construcción del muro fronterizo y la beligerancia contra Venezuela, Nicaragua y Cuba —ubicados dentro de la “troika” de las tiranías—, a lo que se suma su posición explícita contra toda alternativa socialista. En su visión estratégica global le concedió tratamientos específicos a cada proceso y país, pero guiado por la simbología de avanzar, en cada acción en América Latina, hacia el derrocamiento de la Revolución Cubana.

La novedad atribuida a la narrativa geopolítica que servía de soporte a dicha proyección, sin embargo, era bien relativa. Trump retomaba el enfoque geopolítico bipolar, o sea, la relación binaria “amigo-enemigo”, que aplica a nuevas percepciones de amenaza. Ya no se trataba del comunismo, ni tampoco del terrorismo internacional, sino de “nuevas” potencias revisionistas, identificadas con supuestos enemigos vigentes, como Rusia, China, Corea del Norte e Irán. Así, si bien el lenguaje fijado desde el 11 de septiembre ha variado, se advierte una línea de continuidad estratégica al definirse las supuestas amenazas. Con otro lenguaje, estilo y método, Biden no abandonará el camino que recurrirá al uso de la fuerza (la militar incluida), cuando lo considere imperioso, para “defender” los intereses y la seguridad nacional norteamericana.

Para un país imperialista no ha podido ser, ni podrá ser, de otra manera. Ese ha sido el enfoque más funcional a la hora de enfrentar lo que consideraban como retos estratégicos en el mapa internacional (en su mayor parte provenientes de Estados, como los mencionados, pero también de procesos de cambio, movimientos sociales, organizaciones políticas u otros actores, estimados preocupantes) con el propósito de neutralizarlos, en función de ajustar su poderío a las nuevas condiciones. Todo ello se organizaba en torno a los temas de significación geopolítica, como la seguridad nacional, que ha ocupado un sitio central, abordados en estrecha ligazón con los valores del ideario fundacional norteamericano, situando la defensa de la identidad, la patria y los intereses nacionales como foco de una narrativa permanente, que con frecuencia se maquilla o disfraza, y que en ciertas etapas, gobiernos, mandatarios y estrategas de turno se empeñan en calificar como “nueva”, con la intención de presentarse con imágenes innovadoras, como liderazgos intelectuales o políticos trascendentes.

Con Trump se prolongaría, si bien con matices y expresiones diferentes, en un contexto distinto, el enfoque que hicieron suyo en este siglo los anteriores presidentes en su política exterior, confrontando lo que consideraban, con apelaciones más o menos histéricas, como conductas antinorteamericanas. Esto es un hilo conductor, más allá de los giros retóricos, que muestra la vigencia de las codificaciones norteamericanas a partir del 11 de septiembre, proyectándose contra los enemigos o peligros que en el sistema internacional rodean a Estados Unidos desde los atentados terroristas, ubicándolos en un presumible mundo hostil. Las ilustraciones más diáfanas de ello aparecen en la Estrategia de Seguridad Nacional de 2017, en las que le anteceden —como las de 2002 y 2006, el caso de W. Bush y en el de Obama, las de 2010 y 2015—, así como en el documento que le sigue, con Biden: la Guía Estratégica Interina de Seguridad Nacional, de 2021, dada a conocer en el mes de marzo de ese año.

En este último documento se expresan elementos de continuidad con la política norteamericana en los últimos veinte años, aunque también algunas cuestiones que la diferencian de la del gobierno de Trump. Como línea general, se señala que se mantiene la intención de preservar el papel de Estados Unidos como potencia hegemónica a nivel mundial, ejerciendo un “liderazgo” más coordinado con sus aliados y recuperando el protagonismo en el sistema de organizaciones internacionales. Se afirma que se utilizarán todas las herramientas del poderío nacional, dando prioridad a la diplomacia y la economía, preservando la condición de principal potencia militar y la opción de emplear la fuerza cuando consideren afectados sus intereses. Se mantiene la visión de que China es el principal rival a nivel global, se califica a Rusia como un contrincante estratégico y se sigue considerando a Irán y a Corea del Norte como Estados que “desestabilizan” regiones de interés para Estados Unidos.

Al apreciar en su interrelación las proyecciones de las cuatro figuras que han ocupado la presidencia norteamericana durante los veinte años transcurridos en el siglo XXI, es posible concluir que Biden no se ha distanciado realmente de las líneas de acción de su predecesor ante determinados temas y regiones, como, por ejemplo, hacia América Latina, manteniendo hacia Cuba la política heredada, aunque en el plano internacional global ha dado importantes pasos en función de restablecer las relaciones con los aliados europeos, de retornar a tratados e impulsar un enfoque multilateral, procurando desmontar la herencia de Trump.

Biden recibiría exigencias reiteradas, que no satisfizo, para que se revelasen informaciones aún clasificadas sobre los atentados de 2001, en el marco del vigésimo aniversario del siniestro, usualmente realizado en la llamada Zona Cero, donde otrora se erigían las torres gemelas, convertida en monumento como lugar de homenaje a las víctimas. Más allá de lo que pueda aportar la desclasificación y el escrutinio historiográfico acerca de detalles relacionados con la autoría y la naturaleza de los atentados —lo cual no ha ocurrido, y que han sido objeto, según es bien conocido, de numerosas interpretaciones, plasmadas en textos, investigaciones y materiales audiovisuales, en los que aún se duda y discute sobre la participación de Al Qaeda y de terroristas internos, como lo que se expone en la versión conspirativa, que sostiene la idea de la autoagresión—, lo más trascendente hasta la fecha han sido las repercusiones o consecuencias objetivas de dichos acontecimientos, que aportaron legitimidad y funcionalidad a la ideología de la seguridad nacional norteamericana, alejando la historia real y alimentando las reacciones de histeria con que se abraza la cultura del miedo y la representación de que Estados Unidos viven en un mundo hostil, como lo presentó con intención manipuladora Zbigniew Brzezinski a mediados del decenio de 1970, entre interpretaciones mediáticas y hegemónicas que abruman con verdades a medias y escamotean la realidad.

Al apreciar desde una perspectiva histórica más amplia la manera en que Estados Unidos se presenta ante el mundo, justificando sus proyecciones militaristas, incluidas sus concepciones doctrinales habituales de seguridad nacional y geopolíticas, que contemplan el control y la dominación tecnológica en todos los espacios, más allá del económico, el político y el cultural, como el ecológico, el cibernético y el sideral, podría afirmarse que, aunque no se declare así, se vive en un clima de renovada Guerra Fría, entre percepciones de amenaza y una creciente militarización imperialista. Pareciera que, en efecto, como sugiere Leyde E. Rodríguez Hernández, al contrastar a Estados Unidos en dos tiempos (el de Truman y el de Trump), el militarismo es un fenómeno global, que no conoce fronteras. Comprender este proceso es una buena razón para emprender la lectura del presente libro.

La Habana, diciembre de 2021