Trump, los cubanoamericanos y el fetichismo de la política: una perspectiva desde las relaciones de poder

Trump, the Cuban Americans, and the fetishism of politics: a perspective from power relations.

Dr. C. Rodney A. González Maestrey

Doctor en Ciencias Políticas. Consejero, Dirección General de EE. UU., Ministerio de Relaciones Exteriores de la República de Cuba. comercial2@usadc.embacuba.cu 0000-0002-1494-5529

 

Recibido: 21 de enero de 2022

Aprobado: 2 de marzo de 2022

 

RESUMEN El presente trabajo analiza la forma transfigurada en que el presidente Donald Trump y este grupo ejercieron el poder, sus rasgos, así como la construcción de lo que Michel Foucault llamó un régimen de verdad para crear una aparente comunidad de intereses y ocultar los verdaderos objetivos. Para ello toma como referencia perspectivas teóricas acerca de la naturaleza del poder en las relaciones internacionales y la sociedad en su conjunto. Se aborda la comunidad de origen cubano, fundamentalmente en la Florida, como subconjunto de la base de apoyo al Presidente. Se concluye que más allá del discurso con que se disfraza la política, el objetivo de Trump y la extrema derecha cubanoamericana, fue mantener la estructura de poder de la que se han beneficiado, ante el impacto nocivo percibido para ella de las políticas de Barack Obama.

Palabras clave: política de EE.UU. hacia Cuba, cubanoamericanos, política identitaria, régimen de verdad, relaciones de poder

 

ABSTRACT This paper analyzes the transfigured form in which President Trump and the Cuban American hardliners exercised their power, its features, as well as the construction of what Michel Foucault named truth regime to create an apparent community of interests and hide the true objectives. In this endeavor, theoretical perspectives about the nature of power in international relations and society as a whole are taken as reference. The Cuban American community origin, fundamentally in Florida, is evaluated as a subset of the base of support for the President, hence the conclusion that beyond the discourse with which politics is disguised, their goal was to maintain the power structure which Cuban-American hardliners and the President himself have benefited from, given the perceived harmful impact of Barack Obama’s policies.

Key words: US Cuba policy, Cuban Americans, identity politics, American hardliners truth regime, power relations

 

 

INTRODUCCIÓN

La política de EE.UU. hacia Cuba durante la administración de Donald Trump fue una de las más agresivas después del triunfo de la Revolución en la Isla en 1959. Ello significó una ruptura con el enfoque planteado por el gobierno de Barack Obama, de influir en la sociedad cubana a través de la multiplicación de las áreas de intercambio entre los dos países. Del diálogo dirigido a normalizar las relaciones bilaterales y el predominio de uso de herramientas asociadas al “poder suave”, la política transitó nuevamente a la confrontación, guiada por instrumentos “duros”, con el abierto propósito de propiciar un “cambio de régimen” en la Isla.

En este proceso la extrema derecha cubanoamericana desempeñó un papel fundamental, a partir de su funcionalidad para una parte de las élites de poder en EE.UU., derivada de su capacidad para intercambiar política interna por política exterior.1 Una de las consecuencias más chocantes del regreso a la confrontación ha sido el apoyo mayoritario de los emigrados a la política de “máxima presión” y sanciones a Cuba, propugnada por Trump y la extrema derecha cubanoamericana, 73%, según la encuesta conducida en 2020 por la Universidad Internacional de la Florida, incluido un 59% de los que emigraron después de 1995 (Grenier y Lai, 2020: 11). La imposición de la matriz de opinión de que tales medidas se adoptaban para apoyar al pueblo cubano simboliza de manera única la naturaleza engañosa de las relaciones de poder subyacentes entre el gobierno de Trump y los cubanoamericanos del sur de la Florida.

Según la Real Academia española, un fetiche es un ídolo u objeto de culto al que los pueblos primitivos atribuyen poderes sobrenaturales. Referido a la economía política, Carlos Marx (1867) conceptualizó el fetichismo mercantil. Su definición establece una clara diferencia entre lo esencial –lo real- y lo fenoménico –su expresión en el ámbito de las percepciones. Marx expuso la forma transfigurada en que aparece la explotación y la apropiación de la plusvalía bajo el capitalismo. En un ciclo productivo, el capitalista adelanta medios de producción, contrata mano de obra y aparentemente “crea” ganancia, lo cual esconde la cualidad única del obrero de crear riqueza mediante su fuerza de trabajo, de la que el capitalista se apropia.

Cuando en esta reflexión se alude al fetichismo de la política, se hace referencia a la capacidad de las élites o grupos dominantes de esconder las verdaderas relaciones que priman sobre los que el poder es ejercido. Como en la economía política, estas, rara vez, se presentan de modo explícito y abierto. Quizá como ningún otro mandatorio estadounidense, Donald Trump encarne el fetichismo en la política estadounidense. La forma metamorfoseada en que condujo la política fue distintiva.

El presente trabajo se propone analizar los mecanismos empleados para ocultar las relaciones de poder subyacentes en el proceso de la política en EE.UU. durante el gobierno de Trump, y dentro de esta, la política hacia Cuba como caso particular. Su desarrollo se dispuso en dos epígrafes. El primero analiza la conducta velada del Presidente para consolidar una base popular de apoyo a su gestión, en un contexto de crecientes tensiones sociales, inconformidad de la sociedad con la política tradicional y de desafíos a la hegemonía estadounidense en el plano internacional. Considerando a la comunidad cubanoamericana, principalmente en el estado de la Florida, como parte de esta base, el segundo epígrafe evalúa la acción oportunista de la extrema derecha para restaurar y ampliar los espacios de poder perdido durante el gobierno de Obama, tanto a nivel local como federal. No es este trabajo una evaluación exhaustiva de las acciones de la administración Trump contra Cuba, sino un intento de articular un marco para la comprensión del comportamiento de este gobierno y la extrema derecha cubanoamericana en función de preservar la estructura de poder de la que se han beneficiado, tomando en cuenta diferentes perspectivas teóricas sobre las relaciones de poder.

Conviene entonces establecer una conceptualización sobre el poder y algunos de sus rasgos y manifestaciones. Joseph Nye (2004) lo define como la capacidad de influir en el comportamiento de otros para obtener los resultados que se desean. Hans Morgenthau, uno de los padres del realismo político, opina que el poder puede comprender cualquier ámbito e instrumentos que establezcan y mantengan el control de unos hombres sobre otros. “El poder abarca todas las relaciones sociales que sirven a ese fin, desde la violencia física hasta el más sutil lazo mediante el cual una mente controla a otra” (Morgenthau, 1948: 20). Morgenthau admite que el objetivo de la lucha por el poder puede asumir múltiples formas, tales como: la libertad, la seguridad, la prosperidad o el propio poder; definirse en términos religiosos, filosóficos, económicos, sociales, y materializarse mediante su propia fuerza u otros medios no políticos, como la cooperación técnica bilateral u organizaciones internacionales (1948: 41).

Nye distingue tres formas a través de las cuales el poder puede ser ejercido: la coerción, la inducción mediante pagos o la atracción para que el público objetivo haga lo que se desea. La coerción se asocia con el “poder duro” (ejemplo: la acción militar o las sanciones económicas) mientras la atracción se vincula con el “poder blando” (ejemplo: la cultura, la apreciación sobre la legitimidad de las políticas e instituciones, etc.). Nye amplía que ambos están relacionados, puesto que son aspectos de la capacidad de lograr el propósito de afectar el comportamiento de los demás.

Aquí es importante recordar el concepto de política de Max Weber por su adecuación tanto a la política interna como la política internacional. Weber entendía la política como una actividad orientada para compartir el poder o influir en la distribución del poder, ya sea entre estados o entre grupos dentro de un estado (Weber, 1946: 78). La dominación que se manifiesta al acatarse las reglas impuestas por los grupos que ejercen el poder, se legitima mediante tres tipologías básicas: “tradicional”, o el respeto de la mayoría al orden de cosas en virtud de la costumbre y la herencia; “carismática”, derivada de las cualidades personales atribuidas a políticos, líderes, militares; y la “legal”, que emana de la creencia en la validez del estatuto legal y la competencia funcional basada en reglas creadas racionalmente.

Para el análisis de la política de EE.UU. hacia Cuba resulta adecuado considerar el cuerpo cognoscitivo legado en fuentes marxistas-leninistas como Marx (1850), Marx y Engels (1848), Engels (1884) y Lenin (1917, 1918), a partir de sus revelaciones sobre la división en clases de la sociedad, la interpretación del Estado como expresión de las contradicciones de estas, la representación de la clase dominante por el Estado, y por ende, la interrelación entre la clase dominante y la política exterior.

Los pilares sobre los que se funda la política estadounidense hacia la Isla han sido consensuados durante siglos de formación de una visión elitista, excepcionalista, mesiánica e imperialista del papel de EE.UU. en el sistema internacional. De ahí que el objetivo estratégico de incorporar a Cuba a un sistema de reproducción económico y de seguridad de conformidad con sus intereses hegemónicos haya permanecido esencialmente invariable en el tiempo, más allá de los instrumentos empleados en función de su disponibilidad y las particularidades del contexto histórico-concreto.

Debido a la necesidad de evaluar el comportamiento de los cubanoamericanos y su papel en el proceso de formulación y ejecución de la política hacia Cuba, también es oportuno la aplicación de postulados vinculados al poder social. Michel Foucault (Foucault: 2002, 1999) puso énfasis en las sutiles manifestaciones de poder a través de todo el tejido social (universidades, cárceles, escuela, familia, hospitales). Se asemeja a Marx, en cuanto ambos rasgan fenómenos sociales para poner al descubierto complejas relaciones subsumidas. Para Foucault el poder persiste en toda relación donde hay desequilibrio, desigualdad o asimetría.

Una distinción particularmente significativa de Foucault es que cada sociedad posee su régimen de verdad, entendido como “el conjunto de reglas según las cuales se discrimina lo verdadero de lo falso y se ligan a los verdaderos efectos políticos de poder (…) No se trata de un combate en favor de la verdad, sino en torno al estatuto de verdad y al papel económico-político que juega” (Foucault, 2002: 54). La verdad es producida gracias a múltiples imposiciones, y produce efectos reglados de poder. La “política general de la verdad” define los tipos de discursos que acoge y hace funcionar como verdaderos; los mecanismos y las instancias que permiten distinguir los enunciados verdaderos o falsos, la manera de sancionar a unos y a otros; las técnicas y los procedimientos que son valorados en orden a la obtención de la verdad, el estatuto de quienes se encargan de decir qué es lo que funciona como verdadero.

Por último, en el cuerpo del trabajo se emplea frecuentemente el término élites de poder. Se hace en el sentido de la interpretación de Charles W. Mills sobre la estructura de poder en EE.UU. Mills remarca la existencia de altos círculos de los sectores políticos, corporativos y militares que conforman un triángulo de poder estructural, con capacidad superior de influir en el proceso de toma de decisiones fundamentales, tanto a nivel interno como en política exterior, que configuran la élite de poder. Su unidad de acción se concretiza a través de la afinidad psicológica social de sus miembros, la similaridad de sus intereses, origen, educación, estilo de vida, lo cual propicia un alto tráfico e intercambiabilidad entre las tres ramas; se estructura mediante instituciones jerárquicas formadas e integradas por los miembros de estos círculos; y evidencia una coordinación de su accionar en mayor o menor medida (Mills, 1987).

DESARROLLO

Trump y la fetichización de la política

Donald Trump llegó a la presidencia sobre el hastío generalizado del electorado y la sociedad estadounidenses con los políticos tradicionales y las promesas incumplidas de su antecesor. El propio Barack Obama había hecho soñar a muchos con la posibilidad de superación del racismo, y otros problemas políticos, económicos y sociales estructurales. Su campaña y ejercicio de gobierno se apoyaron en el fracaso de la doctrina de guerras preventivas en la lucha global contra el terrorismo, promulgada por George W. Bush y los neoconservadores, como mecanismo de cohesión interna y legitimación internacional.

Crecía entonces el cuestionamiento al “excepcionalismo” estadounidense, en un escenario interno distinguido por la crisis financiera y económica y el incremento de las inequidades económicas y sociales, con marcadas diferencias en cuanto a origen de género y étnico (mujeres, negros y latinos cargan el mayor fardo). En un testimonio ante el Congreso de EE.UU., Elise Gould, economista jefa del Economic Policy Institute, señaló que la desigualdad en los ingresos era uno de los desafíos económicos más grandes de la nación. Demostró cómo desde 1980 los resultados de la productividad fueron a parar, fundamentalmente, al 1% ubicado en los más alto de la pirámide económica (Gould, 2017).

Comparativamente, EE.UU. ostenta la condición de ser el país dentro del G-7 con más alto índice de coeficiente Gini de desigualdad (Center for American Progress, 2008). No sorprende que, en 2015, 48% de los llamados “millenials”, en rango de edad 18-29 años, consideraron que el “sueño americano” estaba muerto (Bump, 2015). En Requiem for the american dream (2017) el destacado intelectual Noam Chomsky apunta que la concentración de la riqueza en EE.UU. ha implicado la concentración del poder, y conllevado a una parálisis política que obstaculiza la atención a los verdaderos problemas que aquejan a la sociedad estadounidense.

Obama no pudo concretar una ambiciosa agenda que respondía al reconocimiento de una parte de las élites políticas acerca de la necesidad de introducir ajustes a un sistema esencialmente injusto, a fin de garantizar su reproducción y supervivencia a largo plazo.2 Resulta poco relevante si parte de este fracaso se debió a la estrategia obstruccionista de los republicanos y a la falta de decisión demócrata para actuar de forma más radical. La masa electoral buscaba un responsable frente a sus frustraciones y la incertidumbre. La alternativa, Hillary Clinton, asociada a una dinastía política, era la objetivación del modelo demócrata elitista rechazado por amplios segmentos del electorado.

En las antípodas de los grupos que respaldaron a Obama, se identifican otros con comportamientos nativistas, racistas, xenófobos, presentes en el seno de la sociedad estadounidense desde el mismo surgimiento de la nación, tal como demuestra Erika Lee, en su documentada obra America for Americans, a history of xenophobia in the United States (2019). Según la autora, situaciones de crisis económica, cambio social, urbanización, introducción de nuevas tecnologías, transformación en la estructura del empleo, entre otros, han servido de caldo de cultivo para su proliferación. De este bloque derivan el apoyo de capitales más tradicionales vinculados a la agricultura, los hidrocarburos, entre otros, y su base de votantes han sido blancos, practicantes religiosos, de menor instrucción relativa, y de zonas rurales y suburbanas.

Son estos los grupos que el candidato Donald Trump intentó atraer: sectores marginados por la política demócrata durante Obama y el liberalismo internacional, los recelosos del elitismo hollywoodense, el glamour citadino y la modernidad asociada a las redes sociales y la diversidad étnica, en un contexto de transformaciones urbanas, de predominio de los servicios financieros frente al trabajo agrícola e industrial, y la mudanza de empleos hacia América Latina y Asia por encontrar mejores tasas de ganancia, como dicta el capital.

La incorreción política, vocabulario simple y color de piel constituyeron aspectos superficiales que hicieron contrastar a Trump con la sofisticación e intelectualidad de Obama, cuya pigmentación, o el rechazo a esta, estuvieron en el centro de la oposición política. El propio Trump fue promotor fundamental en 2012 de la idea de que Obama no debía ser presidente, puesto que no había ni siquiera nacido en EE.UU., el cual estimuló el desarrollo del movimiento birtherism. Por el contrario, este se enorgullecía de sus “genes alemanes” en presentaciones públicas, lo cual no solo daba fe de sus convicciones racistas, sino del interés de exacerbar resquemores sobre un futuro de mayor representación étnica en EE.UU.

Trump manipuló rencillas históricas culturales: habitantes del campo contra los de la ciudad, blancos contra negros, inmigrantes, poco estudiados contra aquellos con alto nivel de instrucción. Intentó redefinir el credo americano como el “éxito”, en lugar de valores alegadamente compartidos como la democracia, la libertad, el sueño americano. Lo anterior pretendió ocultar el carácter cada vez más elusivo de este sueño para la mayoría de los estadounidenses, la contradicción fundamental que supone la opresión de la clase corporativa contra la trabajadora y las endémicas y crecientes desigualdades estructurales sociales, económicas y políticas. En ese empeño, Trump se valió no de líderes de estatura moral por sus luchas por los derechos civiles y la justicia social; sino en celebridades negras como Lil Wayne, Ice Cube, 50 cents, Kanye West; y otros religiosos y políticos de fortuna, que intentaron legitimar el nuevo credo.

El aspirante republicano realizó su campaña electoral alrededor del eslogan “Hacer a EE.UU. grande de nuevo” (Make America Great Again). La frase había sido utilizada por primera vez en la campaña electoral de 1980 por el candidato republicano Ronald Reagan, quien encabezaría al movimiento conservador y neoliberal predominante en la política estadounidense en las cuatro décadas subsiguientes. Este emergió de la inconformidad de un segmento de las élites de poder con la incrementada participación del Estado en la economía y la sociedad estadounidenses desde el New Deal de Franklyn D. Roosevelt; así como con la democratización del proceso político, al amparo de fuertes movimientos sociales progresistas y antibelicistas, entre cuyos logros se cuentan la Ley de Derechos Civiles, la Ley de Derecho al Voto, el Medicaid y Medicare.

Convenientemente, las élites políticas republicanas suelen utilizar la figura de Reagan como factor de cohesión de las bases sociales conservadoras; aun cuando se oculta su papel en la creación de las condiciones objetivas de la situación que motiva la insatisfacción de dichas bases en la actualidad. El modelo neoliberal propugnado por el actor-presidente preconizó las supuestas bondades del libre mercado, la privatización y desregulación de la economía, en detrimento de la funciones sociales y reguladoras del Estado, bajo las premisas de la economía oferente y de efecto derrame. Entidades como el Standford Center for Poverty and Inequality (2011) han señalado las consecuencias de las políticas neoliberales en EE.UU., en términos de deterioro de parámetros como: niveles de ingreso, sindicalización del trabajo, acceso a seguro de salud, discriminación racial, rendimiento escolar, tasas de encarcelamiento, índice de pobreza, segregación residencial y movilidad social.

Las reglas del juego ya no funcionaban para una parte de estas élites, cuya posición de poder, a lo interno y en el ámbito internacional, se vio amenazada. Estos grupos, asociados en las últimas décadas al partido republicano, han apreciado con horror el crecimiento de la inmigración latina, asiática, africana y de Medio Oriente en EE.UU. Enfocado en el caso hispano, el sociólogo conservador Samuel Huntington (2004) ha argumentado el peligro que suponen estas tendencias para la identidad estadounidense, en términos de la erosión de los valores étnico-culturales supuestamente establecidos por los padres fundadores. En ese aspecto cobran sentido las tan constantes como difusas alusiones del candidato y el presidente Trump a “los viejos tiempos” (“the good old times”) como anhelo de un sistema donde prevalezca una clara estructura clasista y de poder en favor de los blancos ricos, en el que las llamadas minorías, pobres y las mujeres tienen sus derechos limitados y subordinados a la voluntad de los primeros.

Actores importantes para la socialización de los valores conservadores como el medio digital Town Hall y el presentador radial Rush Limbaugh llegaron a evaluar que la eventual legalización de millones de inmigrantes irregulares cimentaría la ideología liberal y significaría el fin del conservadurismo y el partido republicano en EE.UU. Con mayor claridad, James Gimpel (2014), del tanque pensante conservador Centro de Estudios de la Inmigración (CIS, por sus siglas en inglés), concluyó que el sistema de inmigración legal ya ha reconfigurado el electorado uniformemente en favor del partido demócrata, por lo que sugiere reducir sus niveles en el futuro a fin de contener la disminución en el voto republicano.

Trump se vendió a sí mismo como un outsider, contrario a los poderes instituidos, representante del hombre común, de los “deplorables” a los que Hillary Clinton hiciera desafortunada referencia en la campaña electoral de 2016. Fueron frecuentes sus acusaciones sobre la existencia de un “estado profundo” (“deep state”) en su contra; y de su misión “drenar el pantano”, para evocar la necesidad de transformar la política tradicional en Washington D.C., percibida por la masa como ineficiente, intrusiva, alejada de las necesidades sociales, esencialmente corrupta e influida desproporcionadamente por intereses especiales. Este quizá sea uno de los aspectos del discurso de Trump que exprese en mejor medida el fetichismo en la política estadounidense.

En realidad, Trump intentaba borrar las profundas diferencias de clase entre él, y la base de apoyo a la que pretendía apelar para acceder al poder y desde ahí, respaldar a los verdaderamente suyos: las élites perdedoras del liberalismo institucional. En su proselitismo, espetaba frases como “me encantan los pobres” esencialmente vacías, pero llenas de significado para trabajadores dependientes de la extracción de hidrocarburos, temerosos ante inminentes cambios en los patrones de producción de energía a favor de fuentes menos dañinas del medio ambiente; o de industrias cuyas operaciones fueron mudadas.

En la práctica, con Trump, nada cambió en Washington DC; posiblemente se convirtió en un lugar más pantanoso. Drenar el pantano significaba en realidad despojarse de la función intermediaria que desde inicios de la nación han desempeñado los políticos. Entonces el poder corporativo ejerció el poder político directamente, sin ambages, como quien toma lo que es suyo por derecho propio. Para ello, el Presidente se rodeó de sus iguales, permitió el florecimiento de la actividad de lobby dirigido a la presidencia y la corrupción fue distintiva de su administración, como señala un artículo el Center for the American Progress (2018).

Asesores cercanos al presidente llegaron a calificar su administración como “la más amistosa con los funcionarios principales ejecutivos” (CEO, por sus siglas en inglés) (The Economist, 2019: 13), lo cual refuerza la idea sobre su filiación natural de clase hacia los miembros del 1% mejor ubicado en la pirámide económica, como se refirió antes en este trabajo. Ello es coherente con uno de los principios de la concentración de la riqueza y el poder expuesto por Chomsky (2017), referido a la capacidad de estos actores de administrar las agencias reguladoras en función de determinar las reglas del juego a su favor.

La capacidad de Trump de articular una aparente comunidad de intereses entre las élites que representa y el imaginario de la base electoral que terminó votando a su favor en 2016, no solo puede explicarse sobre la base de la frustración de esta con la política tradicional en aquel país. Ello solo fue posible por la susceptibilidad de una masa crítica de ser convencida por los argumentos presentados por Trump. Para ello, el entonces candidato y luego presidente, conformó lo que en términos de Foucault, podría llamarse un “régimen de verdad”.

Primero, desde la campaña electoral, Trump lanzó una guerra campal contra el régimen de verdad vigente. Declaró a la prensa “enemigo del pueblo”,3 no por su conducta antidemocrática al actuar en función de los sectores que le sirven de financieros y patrocinadores. Tampoco por la comunión de clase de los medios con otras corporaciones que configuran las élites de poder en EE.UU., lo cual explica su activo papel en la manufactura del consenso, tal como denuncian Herman y Chomsky en Manufacturing Consent. The Political Economy of Mass Media (Herman y Chomsky: 1988), sino para exacerbar la desconfianza hacia todo lo que represente a los grupos dominantes a fin de cimentar su propio régimen de verdad.

Luego, como casi todo en su gobierno, el nuevo régimen de verdad se centró en el propio presidente. Algunos medios llamaron a Trump “tuitero en jefe”, aludiendo a la manera intensiva en que empleó Twitter para (des) informar a seguidores y proveer a la prensa tradicional (ejemplo: Fox News), alternativa (Breitbart news, NewsMax TV) y una red de usuarios de las plataformas digitales, con vistas a la reproducción de su verdad. El periódico The Washington Post llegó a contabilizar más de 30 mil declaraciones falsas o engañosas por parte de Trump durante sus cuatro años de gobierno, incluido 189 en un solo día (Kessler, Kelly, Rizzo & Yee Hee Lee, 2021). El término “posverdad” comenzó a emplearse en la jerga política y popular para tipificar la forma en que los hechos son remplazados por “hechos alternativos”, los sentimientos tienen más peso que la evidencia en las actitudes sociales, así como la ciencia es abandonada por las creencias personales. Estos fenómenos no surgieron con Trump, pero proliferaron durante su gobierno, y fueron orientados intencionadamente con fines políticos.

Sin embargo, el estilo poco convencional del Presidente no puede ocultar que en la praxis su gobierno hizo avanzar la agenda conservadora tradicional de las élites republicanas, sin tener que pasar por el habitual proceso de negociaciones inter partidistas, que aunque legitimador, resulta engorroso para conducir cambios profundos. Trump empleó activamente la capacidad de nombrar jueces conservadores a la Corte Suprema y a cortes de apelación; restringió el ingreso de inmigrantes de nacionalidades indeseadas; redujo los impuestos a los más ricos, adoptó políticas para desregular la industria de los hidrocarburos en detrimento de las fuentes de energía renovables, bajo su égida incrementó la privatización de la educación y otros sectores sociales; encabezó el esfuerzo republicano para restringir el ejercicio político de las minorías mediante la obstaculización del derecho al voto y la manipulación del proceso de reconfiguración de los distritos electorales.

Lo anterior contribuye a explicar en buena medida el alineamiento de las élites políticas republicanas con Trump, después de haber trabajado para evitar su nominación como candidato en las elecciones de 2016. Otro factor en tal sentido fue la capacidad del candidato primero, y luego del presidente, para movilizar las bases electorales conservadoras. En ese empeño fue típico el uso de una retórica apocalíptica acerca de la existencia de amenazas internas y externas a la nación, entre ellas, el socialismo. Existe una base objetiva para tal postura, pues en los últimos años se aprecian signos de mayor conciencia social acerca de la naturaleza y las causas de los problemas que aquejan aquella nación. Los movimientos Occupy Wall Street, Black Lives Matter y Antifa, son evidencia de ello. El modesto aumento de la membresía y representación a nivel federal, estadual y local, de agrupaciones políticas como Socialistas Demócratas de EE.UU. (DSA, por sus siglas en inglés), impulsado por las candidaturas presidenciales del senador Bernie Sanders en 2016 y 2020, da fe de las posibilidades de organización y participación política de estos grupos, aun cuando sea dentro de los confines del sistema imperante.4

El antisocialismo fue entonces otro de los rasgos de la administración Trump que ilustra fehacientemente el fetichismo en la política estadounidense. Su doble uso en la política interna y la política exterior, se comprende al considerar la advertencia de Zbigniew Brzezinski (2005), en The dilemma of the last sovereign, sobre el peligro en ciernes de cambios en la estructura de poder en múltiples países, y por ende, en las relaciones internacionales, a partir de la marginación de grandes mayorías de los beneficios preconizados del neoliberalismo predominante. Brzezinski convoca a la acción para enfrentar la realidad que supone el “despertar global político”, en referencia a grandes masas a nivel mundial, fundamentalmente compuesta por jóvenes, susceptibles de ser movilizados políticamente en la era de las tecnologías de la información y las telecomunicaciones.

Al decir de G. William Domhoff (2007), los miembros de las élites de poder tienen la capacidad de trabajar juntos hacia objetivos comunes, y “no hay nada como un enemigo común para aunar a la gente”. Trump empleó el antisocialismo con fines de cohesión de las bases conservadoras, que incluyeron grupos supremacistas blancos y de extrema derecha, así como para dividir la base de apoyo demócrata, a partir de los prejuicios enraizados en esa sociedad acerca del socialismo y el comunismo, provenientes de la etapa de la guerra fría y el macartismo. Además, intentó evitar que la ciudadanía cuente con herramientas ideológicas, epistemológicas y metodológicas derivadas del marxismo, que les permita analizar los problemas de forma estructural y sistémica, y en consecuencia, proponer cursos alternativos. Las acusaciones a los críticos del régimen imperante de querer librar una “guerra de clases” (class warfare), buscan ocultar que, de hecho, dicha guerra existe, y se libra por las élites contra el 99% de la población. Se busca entonces mantener fragmentada a la sociedad a fin de preservar la estructura económica, social y de poder.

En ese sentido, la política de EE.UU. hacia la región, y particularmente hacia Cuba, contribuyó a objetivar en las percepciones públicas, la política antisocialista propugnada. Mediante la articulación de una retórica al estilo de la Guerra Fría para, el gobierno estadounidense promovió la idea de que Cuba representaba una influencia perniciosa para la seguridad y la prosperidad, de ese pais y de la región, a partir de preceptos netamente ideológicos. El Consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, definió simbólicamente la amenaza comunista en la existencia de “una troika”, integrada por Cuba, Venezuela y Nicaragua. Reorientó los objetivos declarados hacia el logro de un “cambio de régimen”, para lo cual desarrolló una campaña de “máxima presión” en los ámbitos económico, político-diplomático, propagandístico y subversivo.

La extrema derecha cubanoamericana y el fetichismo de la política hacia Cuba

No hay evidencia de que Trump valorase a los migrantes cubanos diferente que los mexicanos. Las dinámicas presentes en el enclave de Miami, en la que los cubanos no necesitan integrarse a la sociedad estadounidense para realizar sus proyectos de vida, contradicen de hecho la posición de Trump favorable a la total asimilación. El candidato cuestionó la doble ciudadanía de los senadores contendientes cubanoamericanos Marco Rubio y Ted Cruz, y estuvo de acuerdo con la Declaración Conjunta sobre relaciones migratorias, de enero de 2017, que puso fin al tratamiento preferencial recibido por los migrantes cubanos, al eliminar la política de “pies secos-pies mojados”.

1

Al decir de Samuel Huntington (2005), el valor fundamental de la emigración cubana, en tanto parte de una migración hispana indeseada para el tejido social de la nación, es su garantía de oposición al gobierno cubano. Sin dudas este grupo, como en etapas anteriores, supo atraer en 2016 a un candidato presidencial débil, rechazado por las élites políticas tradicionales de ambos partidos, deseoso de demostrar la validez de sus argumentos y dispuesto a gobernar para una minoría. A ello se suman características personales del presidente Trump: vengativo, transaccional, con delirio de grandeza y alta apreciación de la lealtad personal por encima de lo que resulta correcto, que lo hicieron más susceptible a las peticiones de la extrema derecha cubanoamericana.

Este grupo vino a convertirse en aliado natural del presidente Trump a partir de una comunidad amplia de intereses, asociados al similar origen de clase, más allá de la filiación partidista. Ambos compartían un sentimiento de derrota, traición y resentimiento hacia la administración Obama; un sentido de necesidad de actuar con urgencia debido a los peligros avistados para su relevancia como clase, derivados del impacto socioeconómico, cultural y político de los inmigrantes; una reverencia a un pasado supuestamente glorioso asociado al régimen de privilegios que gozan; y la justificación del uso de métodos violentos y coercitivos para lograr sus objetivos, en relación con una similar (a) moralidad.

El senador Marco Rubio, republicano por la Florida y uno de los principales exponentes de la extrema derecha anticubana en el Congreso, llegó a ser considerado como el secretario de estado en funciones para América Latina, debido al acceso e influencia que logró durante el gobierno de Trump. El propio Trump resumió la política hacia la región y hacia Cuba en particular: hacer a Rubio feliz.

A fines de 2018 era un secreto a voces en Washington DC el pacto que había hecho la extrema derecha de origen cubano con Trump, de conseguir 100 mil votos adicionales en el sur de la Florida, a cambio de un papel más preponderante en la política hacia Cuba. Esta cifra debió resultar atractiva a un presidente que ganó ese estado en 2016 por apenas 120 mil votos, después que Obama se impusiera por dos ciclos electorales consecutivos; y que, en las elecciones a gobernador en 2018, consideradas como un medidor del desempeño del partido a nivel estadual, el candidato republicano Ron DeSantis superó a su contrincante demócrata Andrew Gillum por escasos 32 mil votos. Posiblemente de mayor significación, el pacto ocurría en el contexto de dos importantes derrotas de cubanoamericanos republicanos: el congresista Carlos Curbelo y la candidata María Elvira Salazar, quien aspiraba al simbólico escaño disponible como resultado del retiro de la influyente representante de la extrema derecha de origen cubano, Ileana Ros-Lehtinen.

Las derrotas de Curbelo y Salazar vinieron a confirmar las tendencias en el comportamiento político de los cubanoamericanos desde el ciclo electoral 2008. Con anterioridad, este grupo étnico era considerado un bloque monolítico en favor del partido republicano. Después de todo, la Fundación Nacional Cubanoamericana (FNCA), grupo de presión sobre Cuba más preponderante hasta fines de la década de 1990, creada por iniciativa de la Agencia Central de Inteligencia a fin de agrupar elementos conservadores de origen cubano en los ámbitos intelectual, político y económico, estuvo afiliada al partido republicano desde sus orígenes. La FNCA sirvió de punta de lanza para políticas agresivas contra Cuba y las fuerzas progresistas en América Latina y África fundamentalmente (Arboleya, 2013: 178-192).

La socióloga Susan Eckstein (2009) ha hecho notar la estructura de clase bien definida en la emigración cubana, a partir de su concentración en el sur de la Florida, en correlación con las diferentes oleadas migratorias, lo cual va a determinar el proceso de adaptación política. Los que emigraron durante la década de 1960, autorreconocidos como “exilio”, tienen una mayor participación política que aquellos que arribaron durante la oleada del Mariel y en adelante. Retomando las cuatro expresiones de poder de G. William Domhoff (2006), en Who Rules America?, este es el grupo que cabildea en el Congreso federal para el mantenimiento de la política de hostilidad contra Cuba; participa en el proceso de planificación política al incidir en altas esferas de medios de prensa, tanques pensantes, líderes de opinión, etc.; influye determinantemente en la conformación de la opinión pública, así como en el proceso de selección de candidatos políticos, a nivel local, estadual y federal.

Luego de confirmar la mayor presencia negra y mestiza y los vínculos más cercanos con su país de origen en comparación con oleadas anteriores, Antonio Aja concluye que, este grupo, los nuevos emigrados, constituyen un “elemento de heterogeneidad social y polarización clasista a lo interno de la comunidad cubana en Estados Unidos” (Aja, 2000: 21). Portes y Puhrman (2015) explican la menor adaptación social de los migrantes cubanos con posterioridad a los eventos del Mariel, no solo por los inferiores niveles de educación y habilidades ocupacionales sino por el menor apoyo recibido desde el enclave (menor solidaridad coétnica), y una tendencia estructural a comportarse de modo transnacional.

En el ciclo electoral de 2008, se apreció que los cambios demográficos ocurridos en la comunidad de origen cubano en la Florida después del Mariel comenzaron a traducirse en cambios en la conducta política. Se expresaron fundamentalmente en un deseo de retomar los viajes y el envío de remesas restringidos por George W. Bush, asesorado por congresistas cubanoamericanos republicanos como Mario Díaz-Balart e Ileana Ros Lehtinen. Estos cambios se profundizaron durante el gobierno de Obama. De ahí que el presidente demócrata intentó proponer una política que reflejara las variaciones en el comportamiento de los cubanoamericanos y, al mismo tiempo, capitalizar estas en términos de las dinámicas electorales en Miami, y el estado de la Florida (González, 2021).

En 2016, el respaldo entre cubanoamericanos de Miami al restablecimiento de vínculos diplomáticos ascendió en comparación con el año 2008. Se ubicó en 69%, contra 65% respectivamente (Grenier & Gladwin, 2008 y 2016). El rechazo al bloqueo económico, comercial y financiero de EE.UU. creció de 55% a 63%. La oposición fue mayor entre aquellos entre 19 y 59 años, 72%; reflejo de las diferencias de actitudes por generación y oleadas migratorias. El respaldo al incremento en las relaciones de negocios fue de 57%, guiado por un 90% de apoyo entre los nuevos arribos.

El enfoque planteado por Obama se tradujo en beneficios electorales, puesto que obtuvo 35% del voto cubanoamericano en 2008 -el más alto jamás conseguido por un candidato demócrata desde la medición de este parámetro en 1980-, y el 48% en 2012 (Allen, 2016), para consolidar la noción de que era posible incursionar en este segmento de votantes con una política constructiva hacia Cuba. La victoria en 2012 de Joe García ante el republicano David Rivera, cubanoamericano conservador, evidenció la posibilidad de que un candidato moderado en sus posiciones respecto de Cuba, ganase un cargo electo federal en el sur de la Florida. En 2016, la candidata demócrata Hillary Clinton obtuvo mejores resultados que Donald Trump en distritos con fuerte presencia cubana como Miami Dade, Westchester y Hialeah, y que Obama cuatro años antes (Sopo, 2016).

Investigadores como Darío Moreno y James Wyatt plantearon incluso la posibilidad de un “realineamiento secular” del voto cubanoamericano en favor de los demócratas, en referencia al posible impacto de largo plazo de los patrones de votación y filiación política de este grupo étnico (Moreno & Wyatt, 2016), con todas las implicaciones que esto tendría para el mapa electoral nacional.

Es con este telón de fondo que debe comprenderse la agresividad de la extrema derecha cubanoamericana en la defensa de una política de línea dura contra Cuba, durante el gobierno de Trump. Invocando el pensamiento de Morgenthau, en el caso de la política hacia Cuba, los derechos humanos, el énfasis en una excesiva influencia del sector militar en la economía cubana, los vínculos de Cuba con terceros países como Venezuela y Nicaragua o los padecimientos de salud reportados por el personal diplomático y consular de EE.UU. en La Habana, constituyen un disfraz bajo el que se oculta una verdadera pugna por el poder.

El sociólogo estadounidense Floyd Hunter, al analizar las estructuras de poder en EE.UU., tanto a nivel nacional como a nivel de comunidades, observa que este es un factor relativamente constante en las relaciones sociales que tienen a las políticas como variables; y la riqueza, el estatus social y el prestigio, son factores de dicha constante. El poder se estructura socialmente en una relación dual entre autoridades gubernamentales y económicas. Las referidas autoridades pueden tener unidades de poder subsidiarias de tipo funcional, social e institucional; es decir niveles medios y bajos de distribución y reproducción. Significativamente, Hunter observa que las variaciones en la fuerza de las unidades de poder, o un cambio en política dentro de estas unidades, afectan a la estructura completa (Hunter, 1953).

De lo anterior se deduce que la política de intercambios oficiales y a todos los niveles entre las sociedades de Cuba y EE.UU. tendía a erosionar la estructura de poder construida por el “exilio histórico”, al interior del sistema político estadounidense, en tanto grupo dominante en la comunidad de origen cubano. El antisocialismo objetivado en la política hacia Cuba y las acusaciones a los candidatos demócratas, fueron un préstamo conveniente del trumpismo como método de hacer política. Pero la esencia de la conducta de la extrema derecha cubanoamericana se explica mejor mediante un análisis de las relaciones de poder.

A estos grupos dominantes no les conviene un Miami de migración cubana transnacional, pues socava la lógica de que todos los cubanos son “refugiados” y que “huyen de una dictadura” que debe ser derrocada, como han reiterado por décadas. No es ventajoso para estas élites que exista una relación entre gobiernos de naturaleza cooperativa, incluido en áreas de seguridad nacional, porque se diluye la falsa percepción de que Cuba es una amenaza para EE.UU. De igual manera, los viajes familiares y los intercambios culturales entre La Habana y Miami son perjudiciales a su poder, puesto que la memoria afectiva, fundamentalmente en emigrados recientes, es antídoto eficaz contra la industria del odio.

Igualmente, durante el gobierno de Obama el envío de remesas funcionó con frecuencia como inversiones indirectas, creando comunidad de intereses y nuevos capitales desasociados de la política anticubana. Resulta irónico que mientras este grupo aboga en público por romper los vínculos entre los cubanos de la Isla y su gobierno, no desea que se rompan los vínculos de los cubanoamericanos con la estructura de poder que han construido en Miami y Washington. No les conviene que los estadounidenses viajen libremente ni inviertan en la economía cubana, pues ello les permitiría conformar una opinión propia sobre Cuba, que frecuentemente suele diferir de la narrativa de hostilidad perpetua que promueven. El funcionamiento armónico y estable de la sociedad cubana derrumbaría el mito del fracaso revolucionario.

El discurso procedente de la Casa Blanca sirvió de cobertura para la imposición de un régimen de verdad sobre Cuba, al estilo del que Michel Foucault describió. Ese régimen se desarrolló en todo su esplendor hacia su público objetivo fundamental, la comunidad de origen cubano. Ello explica que Miami haya sido el lugar seleccionado para presentar el Memorando mediante el que Trump revirtió la política de Obama (Trump, 2017), en junio de 2017; al igual que posteriores actualizaciones anunciadas por John Bolton para hacer esta política más agresiva, en 2018 y 2019, incluido ante la Brigada 2506 que encabezó la agresión armada contra Cuba en abril de 1961.

Es de notar que la primera acción de naturaleza política llevada a cabo por la extrema derecha cubanoamericana para proteger la estructura de poder vigente en Miami, fue la limitación de la migración cubana, a fin de reducir la masa crítica potencial de cubanos portadores de conceptos de migración transnacional, y posiciones constructivas con relación a Cuba. A fin de ilustrar este punto, vale mencionar que de 2009 a 2016, EE.UU. otorgó residencia legal permanente a más de 340 mil cubanos (Departamento de Seguridad Interna, 2017: tabla 3).

Este grupo respaldó la eliminación de la política de “pies secos-pies mojados”. El también republicano David Rivera había intentado despojar de la residencia legal permanente a aquellos que viajasen a Cuba en un periodo de 5 años después de haber obtenido esta condición. Los representantes de la extrema derecha cubanoamericana cuestionaron la legitimidad del comportamiento transnacional de los nuevos emigrados y enfatizaron la intención de detener el flujo, sin eliminar la Ley de Ajuste Cubano. El propósito velado es preservarla como instrumento ideológico contra Cuba y herramienta de control social para incidir en el comportamiento político de los emigrados, fundamentalmene los de más reciente arribo (González, 2021).

Tampoco utilizaron su influencia sobre la Casa Blanca para restaurar el Programa de Parole para la Reunificación Familiar, -suspendido por Trump-, que desde 2007 garantizaba más del 70% del mínimo de 20 mil documentos de viaje comprometidos por EE.UU. para garantizar la migración legal desde Cuba, según los acuerdos migratorios vigentes. Marco Rubio y Mario Diaz-Balart, no respaldaron la iniciativa H. R. 4884 de la entonces congresista Debbie Mucarsel-Powell, demócrata de la Florida, para reiniciar el programa. Con este accionar, este grupo evitó el ingreso legal de unos 100 mil cubanos, que al cabo de los 5 años hubieran sido elegibles para votar, y por ende, con capacidad para incidir en la política local, estadual y federal.

Una vez limitado el ingreso de nuevos emigrados cubanos, la extrema derecha se dio a la tarea de construir un régimen de verdad, en el que se distinguen dos grandes rasgos, interrelacionados. El primero es la demonización de fuentes de información procedentes de la Isla, a fin de consolidar una infraestructura (des) informativa sobre ella, desde EE.UU.

Si a Obama interesaba facilitar el flujo de información “desde, hacia y dentro de Cuba”, a Trump y la extrema derecha interesó generar un flujo hacia la Isla estilo propaganda y su reproducción al interior del país. Al propio tiempo, condujeron una campaña de descrédito de las fuentes de información cubanas, tales como sitios digitales de agencias gubernamentales, medios y líderes de opinión (Ej.: artistas, locutores, conductores de espacios televisivos o medios digitales, deportistas), radicados en Cuba y en Miami, favorables al proceso revolucionario, a relaciones de respeto entre los dos paises, o que simplemente contradijeran la narrativa impuesta por el régimen de verdad.

En general, el espacio digital fue convertido en un verdadero campo de guerra informativa contra Cuba. El gobierno de Trump tomó como base la arquitectura de medios financiados por el Congreso de EE.UU. en virtud de la Sección 109 de la neocolonial ley Helms-Burton, que durante el gobierno de Obama fueron empleados dentro de una gama más amplia de herramientas de “poder blando”. Entre ellos puede mencionarse a Ciber Cuba, Cubanos por el Mundo, ADN Cuba, Diario de Cuba, CubaNet, por solo citar algunos, a quienes se les asignaron nuevas funciones en pos de la racionalización de la política de línea dura5.

Estos se integraron a una red mayor compuesta por “influencers”, usuarios de redes sociales digitales en plataformas como Facebook, YouTube, WhatsApp y Twitter, elemento distintivo del trumpismo; ONGs (ejemplo: Inspire America, la FNCA) que agrupan a las élites políticas, económicas y sociales de la comunidad de origen cubano; medios tradicionales dirigidos al público hispano de la Florida (Diario de las Américas, Univisión, América TV), bajo la influencia de dichas élites; y otros actores, en Cuba y el Sur de la Florida, receptores de fondos para la subversión interna en la Isla. En este periodo, en la práctica, estos fondos funcionaron como dinero de campaña electoral a favor del partido republicano de la Florida.

La forma en que operó el régimen de verdad a través de esta estructura cumplió casi literalmente los cinco rasgos de la “economía política” de la verdad de Foucault (2002: 55).6 Los contenidos sobre Cuba a través de ella fueron ampliamente difundidos en todo el cuerpo social; constituyeron el núcleo del debate político y las luchas ideológicas sobre el tema Cuba; funcionarios electos (congresistas, alcalde de Miami, comisionados) legitimaron estos instrumentos al conferirle primicias noticiosas y entrevistas y se legitimaron ante el público a través de ellos; y el financiamiento tanto gubernamental y de capitales asociados con la contrarrevolución histórica denotaron su proyección eminentemente política.

El segundo rasgo que caracteriza al régimen de verdad es el intento de reducción de la brecha generacional en la comunidad de origen cubano y legitimación de la estructura de poder vigente.

Este rasgo tiene que ver con el objetivo primordial de ganar adeptos entre los migrantes cubanos posteriores a 1980, pues como se evaluó antes en este trabajo, son portadores de potenciales cambios para la estructura de poder tradicional en Miami. Para este grupo el crecimiento de sus filas resulta vital, debido a la extinción paulatina de su base original por causas naturales. De ahí que la estructura del régimen de verdad emplee personas jóvenes de reciente emigración como racionalizadores de la política de hostilidad, en aras de conferirle legitimidad.

La frase “Hacer a Cuba Grande de Nuevo (Make Cuba Great Again), promovida en el ciclo electoral 2020, es una de las que mejor ilustra el fetichismo de la política en el espacio cubano, pues desciende directamente de “Make America Great Again”, síntesis del trumpismo. La una y la otra tienen el objetivo de movilizar políticamente mediante la evocación de un pasado de supuesta grandeza, que la mayoría de los emigrados, a dos décadas de entrado el siglo XXI, conocieron por la historia aprendida desde Cuba, y que una vez arriban a Miami se revisita ferozmente.

Entre las más grandes contradicciones que se expresan en este intento está la justificación de los ataques contra la agenda familiar. Así, parte de los nuevos emigrados termina favoreciendo posiciones que atentan contra sus intereses; pues la conciencia de clase ha sido borrada. La extrema derecha crea la ilusión de ceder una parte fundamental del poder, al manipular transacciones estrictamente personales, como las recargas telefónicas o las remesas, como instrumentos de poder microsocial sobre los cubanos, con el propósito de lograr cambios en su conducta política. En ese sentido, los cubanoamericanos actúan como poleas de trasmisión hacia los cubanos de la Isla, en el funcionamiento del régimen de verdad.

La aparente legitimidad de tal ejercicio está dada por el diferencial de ingresos personales entre miembros de la familia y residentes en Cuba y EE.UU. Se diluye la relación de clase y poder subyacente, así como el carácter jerárquico de este, ejercido de arriba hacia abajo, en la que la extrema derecha cubanoamericana y el gobierno estadounidense ocupan la cima de la estructura, y orientan su funcionamiento mediante el diseño, financiamiento, estímulo y organización de acciones que quedan disfrazadas como familiares.

Los actores que en esta estructura participan asumen los mismos códigos de conducta y comunicacionales elitistas de sus proveedores, emplean el término “exilio” de modo inclusivo (nosotros los “exiliados”), generan historias falsas sobre las razones supuestamente políticas que los motivaron a emigrar; sobredimensionan el poder político de “toda” la comunidad de origen cubano y el éxito de los nuevos emigrados, todo ello, con el objetivo de proyectar una supuesta comunidad de intereses.

Promueven el revisionismo histórico y la destrucción de símbolos de la Revolución para erosionar los referentes éticos, ideológicos, culturales y sociales de los nuevos emigrados.7 Emplean un discurso igualmente dicotómico. No se aceptan posiciones ambiguas. Contra los que desafíen la estructura de poder, se emplea una gama de medidas coercitivas que funcionan como “sanciones normalizadoras”, orientadas a encauzar la conducta, de acuerdo con el análisis de Foucault (2002: 167). En Vigilar y Castigar, Foucault aborda el castigo en tanto instrumento para corregir desviaciones, como un sistema doble: gratificación-sanción, en el que se establece no una simple división de lo vedado, sino una distribución entre polo negativo y positivo. Se califican las conductas y las cualidades a partir de dos valores opuestos del bien y del mal. La adopción de este enfoque es conveniente por la estructura visiblemente jerarquizada de la comunidad de origen cubano en la Florida.

Entre las “sanciones normalizadoras” se evidenciaron amenazas psicológicas, verbales y a la integridad física; la pérdida de derechos, como la exhortación para que las autoridades migratorias remuevan la condición de residente legal permanente; la revelación de información personal potencialmente perjudicial; amenazas de pérdida de empleos; el sabotaje de conciertos y de los espacios de expresión artística (en el caso de los artistas); denigración pública de los cubanoamericanos que abogan por una relación respetuosa con Cuba; quema de pasaportes cubanos como símbolo del vínculo con el país de origen, entre otros.

Uno de los ejemplos más notorios de estas medidas correctivas es la pérdida del empleo por parte del jefe de la policía de Miami, Art Acevedo, en 2021, luego de declarar que la ciudad está dirigida por la “mafia cubana”. De acuerdo con Max Weber (1946) la dominación organizada requiere condicionar la obediencia hacia los amos que claman ser portadores del poder legítimo, requiere el control material (instituciones, personal y medios materiales) para el uso de la violencia. Parte de las instituciones que participan en la dominación organizada de un grupo social sobre otro es la policía. La conducta de Acevedo fue sin dudas apreciada por la extrema derecha cubanoamericana como un desafío a su poder y su prestigio.

Casi todo vale para demostrar a los nuevos emigrados que deben reconocer y respetar la estructura de poder vigente. A cambio se les permite vivir dentro de ella, y a algunos, si trabajan para reproducirla, ciertas cuotas de poder. Como sucede con otros subgrupos de la base de apoyo a Trump, la cohesión social deviene factor de segundo orden ante la posibilidad de radicalizar y movilizar políticamente a través de las emociones.

CONCLUSIONES

Tanto las élites de poder como la sociedad estadounidense atraviesan un complejo proceso de búsqueda de alternativas para enfrentar las consecuencias del modelo neoliberal implantado a partir de la década de 1980. Las implicaciones partidistas, electorales, étnico-identitarias y culturales para esa nación, determinan que este proceso devenga una verdadera pugna por el poder, con un alto costo para la cohesión social de una sociedad ya polarizada y dividida.

Se corroboró que la filiación de clase entre la extrema derecha de origen cubano y el gobierno de Donald Trump, permitió a los primeros una preponderancia sin precedentes en la formulación y ejecución de la política hacia Cuba, a partir de la funcionalidad de este grupo en el mantenimiento de la estructura de poder en Miami, el estado de la Florida y del país, a favor del partido republicano.

La política de acercamiento de Obama implicó una ruptura con esta estructura de poder, por lo que su reversión resultó vital para los grupos evaluados. Los cambios sociodemográficos ocurridos en el seno de la comunidad de origen cubano en Miami después de 1980, ofrecen un considerable potencial para transformar las relaciones de poder en esa ciudad, a partir del comportamiento crecientemente transnacional de los nuevos emigrados.

En sus objetivos, el gobierno de EE.UU. y la extrema derecha cubanoamericana emplearon métodos similares para radicalizar y movilizar políticamente a sus bases y dividir a la oposición, en lo que puede resumirse como el trumpismo. Igualmente, construyeron lo que Michel Foucault llamó “régimen de verdad” dirigido a preservar la estructura de poder vigente.

Entre las técnicas empleadas por Trump y la extrema derecha para influir en sus respectivos públicos objetivo están: minar la confianza pública del poder que consideran amenazante, desarrollar una red de actores dispuestos a reproducir el nuevo “régimen de verdad”, reducir artificialmente la brechas de clases, establecer sanciones o castigos para los que se atrevan a desafiar la estructura de poder e incentivar a los que la legitimen y reproduzcan.

La interrelación del régimen de verdad con la política oficial del gobierno de EE.UU., la identificación de clase de elementos en ambos partidos con la extrema derecha cubanoamericana y su financiamiento con presupuestos oficiales dificulta la superación de la estructura del régimen de verdad que se construye. La continuidad de este régimen dependerá de la política oficial, y la voluntad y capacidad de los nuevos emigrados de construir un nuevo régimen de verdad, de acuerdo con sus propios intereses.

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1 El investigador cubano Dr.C. Jesús Arboleya Cervera ha definido el término extrema derecha cubanoamericana, como: “Corriente de pensamiento político que en el seno de la comunidad cubanoamericana se define por su hostilidad hacia la Revolución Cubana y promueve la intervención estadounidense para derrocarla. Se opone a cualquier tipo de contacto entre los dos países y desde el punto de vista ideológico entronca con las posiciones más agresivas de la política exterior de Estados Unidos con respecto a Cuba” (González, 2021: 10-11).

2 Parte de la agenda era: reforma al sistema financiero, de salud, migratorio, energético, abordaje del cambio climático, reducción de brechas de género en los ingresos y mayor respeto a los representantes de las llamadas minorías.

3 Fueron frecuentes las acusaciones de fake, o falsos, a trabajos y periodistas de emporios como CNN, MSNBC, The Washington Post, y The New York Times, los intentos de descrédito contra líderes de opinión considerados liberales, y las diatribas contra las directivas de las plataformas de las llamadas redes sociales digitales de mayor uso, como Facebook, Twitter y Youtube, por supuestamente censurar contenidos violentos o engañosos de grupos partidarios al presidente.

4 En las elecciones de 2016, 15 miembros de DSA fueron electos para cargos estaduales y locales, cifra que creció en 2018 (40) y 2020 (36). En 2018, Alexandria Ocasio-Cortez y Rashida Tlaib, miembros de DSA, afiliadas al partido demócrata, fueron electas como representantes al Congreso federal por Nueva York y Michigan. En el ciclo siguiente se unieron Cori Bush y Jamal Bowman, por Texas y Nueva York. De manera significativa, en 2021, los miembros de DSA asumieron una mayoría en la estructura del partido demócrata en el estado pendular de Nevada, antiguamente dominado por la maquinaria política del Senador del establishment Harry Reid.

5 Aunque fuera del marco temporal seleccionado para este trabajo, es conveniente notar que en determinados contextos, por ejemplo, las protestas en Cuba del 11 de julio de 2021, fue perceptible el uso de estas plataformas para ejercer influencia de persona a persona, en el sentido Miami-Cuba, en redes sociales digitales compuestas por cubanos a ambos lados del estrecho de la Florida.

6 Según Foucault (2002: 55), la “economía política” de la verdad se caracteriza por cinco rasgos históricamente importantes: la “verdad” se centra en la forma del discurso científico y en las instituciones que lo producen; está sometida a una constante incitación económica y política (necesidad de verdad tanto para la producción económica como para el poder político); es objeto, bajo formas diversas, de una inmensa difusión y consumo (circula en aparatos de educación o de información cuya extensión es relativamente amplia en el cuerpo social, pese a ciertas limitaciones estrictas); es producida y transmitida bajo el control, no exclusivo pero si dominante, de algunos grandes aparatos políticos o económicos (universidad, ejército, escritura, medios de comunicación); en fin, constituye el núcleo de todo un debate político, y de toda una serie de enfrentamientos sociales (luchas “ideológicas”).

7 Entre los temas promovidos por la estructura del régimen de verdad están: la supuesta traición de la revolución y su líder histórico Fidel Castro a sus ideales “democráticos” fundacionales; la limpieza de los antecedentes violentos de personajes asociados a la dictadura de Batista; la aparente legitimidad del capital e influencia construido por el “exilio histórico”; la distorsión del desempeño de indicadores macroeconómicos de la Cuba prerrevolucionaria, en detrimento de parámetros como desigualdad social, desempleo, deformaciones económicas, subordinación a EE.UU., analfabetismo, desnutrición, etc.; la manipulación de hechos de la historia revolucionaria de impacto popular, por ejemplo: la lucha clandestina (para calificarla de terrorista), la salida del Che de Cuba y la muerte de Camilo Cienfuegos (ordenadas supuestamente por Fidel Castro para concentrar el poder), la Causa No. 1 de 1989 (para proyectar una injusticia de la revolución con el general Arnaldo Ochoa y el resto de los involucrados en tráfico internacional de drogas), la participación de Cuba en los movimientos de liberación en África (por un supuesto interés material), el fenómeno migratorio cubano, incluido en el ámbito deportivo (para responsabilizar únicamente al gobierno cubano de limitaciones a la libertad personal, ignorando el uso por EE.UU. de la migración como arma contra Cuba); la campaña de alfabetización (difamada como operación de adoctrinamiento); la transformación de connotados contrarrevolucionarios y terroristas en heroicos combatientes por la libertad de Cuba (Brigada 2506, Huber Matos, Orlando Gutiérrez Boronat, Félix Rodríguez Mendigutía, Ramón Saúl Sánchez, Luis Posada Carriles, Orlando Bosch).