Estados Unidos por dentro: dominación imperialista y poder simbólico (Teoría e ideología)*
Inside the United States: Imperialist Domination and Symbolic Power (Theory and Ideology)
Dr. C. Jorge Hernández Martínez
Doctor en Ciencias Históricas. Sociólogo y politólogo. Profesor e Investigador Titular del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos, (CEHSEU), La Habana, jhernand@cehseu.uh.cu. 0000-0001-7264-6984
Recibido: 15 de febrero de 2022
Aprobado: 2 de marzo de 2022
RESUMEN El ensayo se aproxima a la dinámica política e ideológica interna de Estados Unidos desde una perspectiva teórica afincada en la concepción materialista de la historia, la teoría marxista del imperialismo, y las contribuciones a las ciencias sociales del pensamiento crítico latinoamericano contemporáneo. Esa mirada dialéctica holística no excluye otras aproximaciones enriquecedoras que complementen o completen un marco interpretativo, que con un sentido ecuménico se integren en una visión consecuente con la definición de la perspectiva mencionada. Se examina la esencia imperialista, de raíz geopolítica, del sistema que define la formación social estadounidense, y el carácter clasista de sus relaciones de poder y dominación, destacando el papel del factor ideológico y la producción simbólica. Se exponen premisas, conceptos y referentes teóricos básicos, a manera de claves analíticas, que pueden beneficiar las indagaciones concretas y contribuir a la sistematización en el terreno de disciplinas como la sociología y la ciencia política. Se destaca el elevado coeficiente ideológico de las mismas.
Palabras clave: Estados Unidos, imperialismo, dominación, ideología, poder simbólico
ABSTRACT The essay approaches the internal political and ideological dynamics of the United States from a theoretical perspective based on the materialist conception of history, the Marxist theory of imperialism, and the contributions to the social sciences of contemporary Latin American critical thought. This holistic dialectical view does not exclude other enriching approaches that complement or complete an interpretive framework, which with an ecumenical sense, is integrated into a vision consistent with the definition of the aforementioned perspective. The paper examines the imperialist essence, of geopolitical roots, of the system that defines the American social formation, and the class nature of its relations of power and domination are examined, highlighting the role of the ideological factor and symbolic production. Premises, concepts and basic theoretical references are exposed, as analytical keys, which can benefit concrete inquiries and contribute to the systematization in the field of disciplines such as sociology and political science. Their high ideological coefficient stands out.
Keywords: United States, imperialism, domination, ideology, symbolic power
*El presente trabajo resume ideas, como avance investigativo del autor, que forman parte del resultado del proyecto del Centro en que labora, asociado al Programa Nacional de Ciencia e Innovación Tecnológica sobre Ciencias Sociales.
INTRODUCCIÓN
En las últimas décadas, Estados Unidos ha sido objeto de atención permanente en Cuba y en sentido más amplio, en América Latina, dada la importancia del conocimiento de los procesos que tienen lugar en esta región para la independencia, soberanía y seguridad de los países situados al sur del Río Bravo. Ahí no solo termina la frontera territorial sureña estadounidense, sino que, en términos geopolíticos, comienza el espacio continental que motivó la formulación de la primera doctrina norteamericana de política exterior, el monroísmo, donde se establecerá un abarcador sistema de dominación, injerencia, influencia y control.
Ese conocimiento ha permitido enriquecer, profundizar y difundir una visión objetiva, adecuadamente documentada, que ha aportado diagnósticos y pronósticos, bien confirmando hipótesis, bien sugiriendo otras, para ulteriores indagaciones. Para Nuestra América -dada la inmediatez geográfica y la histórica vecindad conflictual, basada en la condición de “patio trasero” que se le atribuye-, es válida la conocida frase de Porfirio Díaz referida a México: “tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”. Ello justifica la mencionada atención, comprometida con la certeza de que un mundo mejor es posible, así como la no menos necesaria continuidad de tales estudios con una visión latinoamericana —la cubana incluida—, con beneficios académicos para el desarrollo del conocimiento científico, la enseñanza universitaria, el quehacer extensionista, el asesoramiento institucional y la capacitación política. Debemos asumirlos con el espíritu con que el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz convocó, en el contexto de la Batalla de Ideas, a elevar la cultura general e integral del pueblo y con el impulso dado hoy por el liderazgo actual de la Revolución al trabajo científico y a la introducción de sus resultados en la práctica social.
De ahí que resulte oportuno en el presente mirar a Estados Unidos por dentro, trascendiendo lo fenoménico, penetrando en sus interioridades esenciales, desde una perspectiva teórica, afincada en la concepción materialista de la historia, la teoría marxista del imperialismo, y las contribuciones a las ciencias sociales del pensamiento crítico latinoamericano contemporáneo. Bajo la mirada dialéctica multidimensional u holística implicada no se excluyen otras aproximaciones enriquecedoras que complementen o completen un marco interpretativo, que con un sentido ecuménico se integren en una visión consecuente con la definición de tal perspectiva en las condiciones de la década en curso, la tercera del siglo XXI, ajena al reduccionismo y mecanicismo con el que se ha asumido en ocasiones un pretendido pensamiento marxista, que le desnaturaliza y convierte en dogma. Ello supone no perder de vista la esencia imperialista, de raíz geopolítica, del sistema que define la formación social estadounidense, ni el carácter clasista de sus relaciones de poder y dominación. Sucede que, en ocasiones, ante el apremio de comprender determinadas situaciones y procesos coyunturales, de urgente atención analítica, como ciertas crisis, elecciones presidenciales, debates legislativos, acciones militares, la precisión en el empleo de los conceptos y en la adscripción a la teoría permanece en un segundo o hasta tercer plano. En algunos casos, se alude a ello de manera implícita o difusa. En otros, se omiten definiciones claras y consecuentes, como las que corresponderían al enfoque científico. Si bien ello conlleva utilidad indudable para caracterizar o describir los fenómenos examinados, e incluso, para identificar escenarios futuros, desde el punto de vista del conocimiento científico se desdibujan a veces los contornos conceptuales y los referentes teóricos de las relaciones de dominación y poder que articulan el sistema capitalista allí, sin los cuales no es posible colocar la comprensión de Estados Unidos en su justo lugar dentro de la teoría de las relaciones internacionales. Adicionalmente, la relevancia de la dimensión económica y militar exige, como es lógico, una atención prioritaria incuestionable al poder imperialista en esos ámbitos. No siempre, sin embargo, reciben la atención requerida las relaciones políticas de dominación que se despliegan en la esfera de la ideología, que adquieren acentuada centralidad y funcionalidad para el ejercicio del poder imperialista, alimentando la dinámica cultural y simbólica del sistema, permitiendo así mantener, consolidar, rearticular y reproducir el consenso que le sostiene y requiere. Del análisis de estas cuestiones se ocupa el presente trabajo.
Dadas las implicaciones de las ciencias sociales para la legitimación o el cuestionamiento del status quo o del orden vigente, el asunto no solo reviste importancia epistemológica, sino también ideológica. Lo señalado tiene que ver con la identificación teórica de los presupuestos de partida y de las interpretaciones que se exponen al analizar las prácticas imperialistas, las relaciones de poder y dominación norteamericanas. Los estudios sobre Estados Unidos requieren conjugar dialécticamente la ponderación histórica —situando antecedentes y reteniendo contextos—, con el análisis estructural y el escrutinio coyuntural, con un nítido encuadramiento conceptual y el consiguiente posicionamiento ideológico. Como lo puntualiza la certera apreciación leninista: “en una sociedad que tiene como base la lucha de clases, no puede existir una ciencia social imparcial” (Lenin, 1977: 61).
De ahí que no se puede subestimar el esfuerzo epistemológico de corrientes teóricas como el positivismo y el accionalismo hermenéutico, encaminadas desde temprano a legitimar el orden burgués, a ignorar el condicionamiento socioclasista del conocimiento desde las obras germinales respectivas, de Augusto Comte y de Max Weber, de pretender una ciencia social amparada, en un caso, en el objetivismo naturalista, y en el otro, en la neutralidad axiológica, hasta las que hoy exhiben los teóricos del pensamiento burgués, cuyos trabajos deben ser objeto de acucioso escrutinio crítico, toda vez que su lenguaje se abre paso con cierta frecuencia, confundiendo o persuadiendo. En el conocimiento social no hay espacio para la ingenuidad intelectual o la asepsia ideológica.
Sobre la base de lo planteado se exponen consideraciones dirigidas a destacar premisas, conceptos y referentes teóricos básicos, a manera de claves analíticas, que pueden beneficiar las indagaciones concretas y contribuir a la sistematización en el terreno de disciplinas como la sociología y la ciencia política. Se presenta un recorrido abreviado a través de aproximaciones y definiciones con un criterio selectivo, argumentando abordajes posibles desde la teoría, con el propósito de llamar la atención sobre lo aludido. En este sentido, no se interpelan directamente datos empíricos. Las reflexiones que siguen giran, desde luego, en torno a ellos, y se derivan de la investigación sostenida y del quehacer docente del autor.
DESARROLLO
Estados Unidos vive desde comienzos del siglo en curso una crisis inconclusa, definida no solo por problemas y dificultades de carácter económico, sino por un complejo de contradicciones que abarca lo político, social, ideológico, cultural, simbólico, ecológico y estratégico. La primera década comenzó, en 2001, con las conmociones de los atentados del 11 de septiembre; la tercera con el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021. Ambas crisis estremecieron la sociedad norteamericana con implicaciones para la estabilidad y la seguridad de la nación, para la credibilidad y legitimidad del sistema, generando una cultura del miedo de diversos alcances, en tiempos y contextos distintos, pero con implicaciones hasta cierto punto comunes. Entre ellos, sobresale el hecho de que el imperialismo norteamericano ha mostrado su capacidad de asimilar y de remontar los agrietamientos, sin mayores tropiezos, mediante reacomodos en el consenso interno, con costos para los gobiernos de turno, sin afectaciones significativas para las estructuras de dominación y los círculos de poder permanentes, consustanciales al Estado. En la veintena de años que han trascurrido, las consecuencias y expresiones de las sucesivas crisis económicas puntuales que han tenido lugar —dejando a un lado por su especificidad la que se ha superpuesto con la sanitaria y epidemiológica suscitada por la pandemia de la COVID-19—, han llevado consigo determinado grado de recuperación. El sistema ha mostrado su capacidad de asimilación y de salida de las situaciones más graves. Papel decisivo ha jugado en ello el factor ideológico, a través del cual la dominación imperialista se concreta en expresiones de poder simbólico, capaces de manipular, neutralizar manifestaciones de cuestionamiento, crítica, protesta, resistencia, de imponer matrices de pensamiento favorables al consenso clasista que incorpora determinados niveles de aceptación, conformismo, obediencia, por parte de amplios sectores sociales subordinados. La ideología opera como un mecanismo de dominación funcional al proveer de forma convincente relatos o narrativas que se canalizan por la comunicación pública, propiciando la introyección o internalización –en términos psicológicos y sociológicos—, en el sentido de que la población hace propios puntos de vista, representaciones, metas y conductas que le interesa promover y hacer creer a las clases dominantes (Martin Serrano, 2009), como si se tratara de un proceso de recepción comunicacional en que los dominados son cómplices de la dominación, interiorizando el discurso de los que dominan (Martin Barbero, 2010).
Asumiendo a Marx y Lenin, y siguiendo a Gramsci y Foucault, se trata de que las concepciones del mundo de las clases dominantes nutren, consolidan y reproducen las estructuras de poder que establecen la dominación y la hegemonía. La producción ideológica se halla, así, en el centro mismo de la dinámica del imperialismo contemporáneo en Estados Unidos, entendido este último, según la mirada de Samir Amin, como el carácter permanente del capitalismo allí (Amin, 2001). Esa ideología se aparta a pasos agigantados, desde hace cuatro décadas, de los valores y mitos de la democracia liberal burguesa representativa que ha acompañado al modo de producción capitalista y a la cultura nacional en ese país a través de su historia, que se expandieron en el marco de la consolidación hegemónica resultante de la segunda posguerra mundial, desde mediados y hasta finales del siglo XX, entre conmociones y reajustes. Ello se acrecienta en la nueva articulación del consenso que necesita la hegemonía imperialista en el siglo XXI, dados sus notables alcances geopolíticos, presentando rasgos que la acercan en ocasiones al pensamiento fascista, ahondando ello las contradicciones con el sistema de valores y la simbología con que se asocia la fundación misma de la nación y se representa a Estados Unidos como modelo democrático universal.
Con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, la historia norteamericana demuestra que las estructuras y contextos que han acompañado al desarrollo capitalista han condicionado una gran capacidad adaptativa del imperialismo contemporáneo, el cual ha sido capaz de realizar ajustes y reajustes que le han permitido absorber y superar los efectos recurrentes de sus propias crisis. Ese proceso incluye, entre las principales tendencias que definen al sistema internacional, la mencionada consolidación hegemónica norteamericana, el afianzamiento del bipolarismo geopolítico entre los dos sistemas opuestos (capitalismo y socialismo) y el comienzo de la Guerra Fría. Así, el desarrollo del imperialismo en Estados Unidos entra en una nueva etapa, adquiriendo un nuevo lugar y papel a finales de la década de 1940. Desde entonces, se han convertido, entre crisis y recomposiciones, en la potencia más poderosa del orbe y en el líder del capitalismo mundial. En ese proceso, las proyecciones geopolíticas estadounidenses desempeñan un rol fundamental en la restructuración global de las relaciones internacionales, al redefinir sus alianzas con los países que se consideran amigos, sus rivalidades con los que se definen como enemigos y sus intromisiones en las regiones del llamado Tercer Mundo, donde se disputan con la Unión Soviética y el sistema socialista mundial los espacios de influencia y control. El afán por la hegemonía es, desde ese tiempo, hasta las postrimerías del siglo XX, el eje principal de la geopolítica imperialista. Ello adquiere mayor notoriedad a partir del decenio de 1970, cuando aparecen definidas las grietas en el sistema de dominación, al interior de la nación y en su proyección mundial, prefiguradas en algunos ámbitos desde los años de 1960, al articularse una crisis hegemónica con recuperaciones parciales o relativas en la siguiente década. Esa crisis se ha remontado con cierta recurrencia, pero en rigor, aún sigue inconclusa e incluso, agravada en determinadas dimensiones, en el presente. En la literatura especializada se aprecia el debate acerca de la declinación o decadencia norteamericana.
Imperialismo, geopolítica y dominación
Conviene entonces fijar algunos referentes teóricos imprescindibles. Ante todo, se impone, al abordar el estudio de Estados Unidos, la noción de imperialismo y retener la perspectiva marxista desarrollada según la concepción leninista. Ello lleva consigo otras precisiones, tan necesarias y útiles como la anterior. Entre las que no podrían omitirse se encuentran aquellas que (i) hacen explícita la referencia a la geopolítica, como racionalización del espacio (inicialmente delimitado en un sentido geográfico convencional -pero entendido hoy más allá de lo territorial, marítimo y aéreo, también en términos de los espacios productivos, comerciales, financieros, culturales, simbólicos, diplomáticos, astrales y cibernéticos-, atendiendo a su significación política; (ii) involucran el ejercicio del poder; (iii) a partir de esto último, posibilitan las relaciones clasistas de dominación, que en su manifestación plena suponen la hegemonía; (iv) el desarrollo del sistema capitalista mundial a través del proceso de globalización neoliberal, acompañante de la etapa imperialista en las últimas décadas, conduce a una nueva fase transnacional, palpable en una transición de la sociedad o economía mundial a una global, cuya distinción es crucial; (v) el ejercicio del poder y la dominación (hegemónica o no) imperialista se manifiesta dentro y fuera de Estados Unidos a través de interrelaciones estrechas, que se acrecientan en virtud de la transnacionalización capitalista aludida, conformando una situación que se ha denominado “interméstica”, que vincula dialécticamente procesos y fenómenos internacionales con los del plano doméstico1.
El mundo del siglo XXI no es el del XX. Es el del capitalismo global (Robinson, 2013).
En este sentido, conviene recordar que la definición que hizo Lenin del imperialismo hace más de un siglo estaba referida al contexto histórico de la Primera Guerra Mundial y a los años siguientes, cuando dicho fenómeno adquiría visibilidad y plenitud multidimensional, como resultado de la monopolización y del nacimiento del capital financiero, que dejaban atrás la época del capitalismo de libre competencia. Como precisó en su conocida obra El imperialismo, fase superior del capitalismo, cuyo título resumía lo fundamental de su comprensión, su análisis se enfocaba sobre un periodo histórico específico, era principalmente teórico y se limitaba a sus rasgos económicos fundamentales, sin contemplar otros aspectos importantes, con lo cual indicaba que su aproximación no era exhaustiva, si bien fijaba en términos esenciales la fenomenología de un patrón histórico, que entonces apenas se prefiguraba (Lenin, 1968). Por eso mismo -aunque no se trataba de una definición acabada ni ambiciosa-, su implicación metodológica, como guía para ulteriores indagaciones y como marco general, ha seguido siendo válida. A la vez, su caracterización estructural expuesta en El imperialismo y la escisión del socialismo ha mantenido vigencia como articulación económica global, a pesar de los cambios que desde entonces han tenido lugar y de que el imperialismo, como todo fenómeno histórico, se ha transformado (Lenin, 1973).
Esta precisión no debe perderse de vista, ya que es frecuente encontrar interpretaciones unilaterales, economicistas, que deforman el enfoque leninista, minimizando o ignorando las dimensiones políticas e ideológicas del poder imperial y se sacan de contexto categorías como las de inversiones, comercio y mercados (Petras y Veltmeter, 2012).
El proceso que sigue a la Segunda Guerra Mundial le imprime al imperialismo contemporáneo su fisonomía como sistema internacional que, sobre la base de tales rasgos, coloca su epicentro en Estados Unidos, exhibiendo una rápida consolidación de su hegemonía que desde entonces se manifiesta -entre rivalidades interimperialistas, contradicciones globales, competencias productivas y tecnológicas, conflictos bélicos y redes de alianzas-, con una definida proyección estratégica, ampliando su radio de influencia por los espacios más diversos: geográficos, económicos, políticos, militares, ideológicos, culturales, y en periodos más recientes, cibernéticos. En ese marco, tan importante como la identificación de los amigos y aliados del imperialismo norteamericano, son las percepciones de amenaza ante los que se consideran como enemigos, reales o no, en cuya construcción simbólica es determinante el papel de la ideología, como activo factor subjetivo.
En correspondencia con ello, la capacidad de dominación —y sobre todo, la condición hegemónica de Estados Unidos—, como expresión multidimensional que alcanza en el citado contexto posbélico, es integral y dinámica. Se manifiesta con ritmo creciente en los espacios mencionados, alcanzando su plenitud en menos de un decenio. Tanto al interior de la nación norteamericana como en sus relaciones externas impera desde los años de 1950 un consenso que se materializa a través de una diversidad de aparatos ideológicos del Estado, que incluyen instituciones educativas y culturales, medios de comunicación, organizaciones sociales, cuyo accionar conjunto propicia dinamismo mediático-propagandístico, construcción de símbolos e imágenes, optimismo sociocultural, desarrollo de alianzas diplomáticas y militares internacionales, expansión ideológica y auge económico-financiero.
Las nuevas codificaciones acerca de la “amenaza”, que se estructuran bajo la Guerra Fría, sustituyen el peligro fascista por el comunista, erigiéndose la confrontación geopolítica en un mundo bipolar -entre el “Este” y el “Oeste”-, en la piedra angular de la política exterior norteamericana, en cuya narrativa se jerarquiza la importancia de defender la seguridad nacional, concebida como pretexto y función de la hegemonía internacional. Ese complejo y contradictorio proceso ideológico condiciona -y a la vez, es resultado- de una profundización creciente de la condición hegemónica de Estados Unidos o para expresarlo con mayor exactitud, del imperialismo norteamericano. En la medida en que se afirma el consenso, difundiendo y generalizando representaciones simbólicas (como las figuras de los superhéroes y los arquetipos que conforman el estereotipo del american way of life), se convierte en fuente de legitimidad de las políticas en curso, sin que aparezcan dentro de esa sociedad límites morales o legales trascendentes en su despliegue. Esa legitimación posee un valor agregado y expresa los intereses de una clase dominante -que si bien no es monolítica proyecta una visión que recoge el consenso de sus diversas fracciones-, es resultado de la legitimación ideológica del poder simbólico del Estado, impregnando la conciencia de las clases dominadas.
Se trata del consenso que necesita el imperialismo2. En este sentido, se manifiesta la función de la ideología como mecanismo de poder, según lo concibe Foucault: el poder no es algo que se posee, sino que se ejerce. Para Foucault, el poder es ante todo despliegue de relaciones de fuerza, de dominación. Y la ideología sella la creación de consenso, sin tener que apelar a la coerción (Foucault, 2001). Desde este punto de vista, se corrobora la interpretación gramsciana, según la cual la clase dominante ejerce su poder no sólo por la coacción, sino porque logra imponer su visión del mundo a través de los mencionados aparatos ideológicos del Estado, que garantizan el reconocimiento y la internalización de su dominación por las clases dominadas. Se trata del proceso de conformación de consensos para asegurar su hegemonía, incorporando algunos de los intereses de las clases oprimidas y grupos dominados. La mejor expresión de la hegemonía, o su momento de mayor eficiencia, es cuando no necesita estar acorazada de coerción (Gramsci, 1974). Para que ello ocurra es necesario identificar aquellas concepciones ideológicas -formalizadas o no a través de una factura teórica- que resultan decisivas en la construcción, alimentación y preservación de tales consensos, las cuales se hallan en estrecha relación con los instrumentos que se utilizan, entre los cuales se distinguen, en una relación dialéctica, no pocas de esas concepciones, apreciables en sus diversas expresiones en la cultura nacional, bien como mitos, valores, tradiciones, símbolos, o como enfoques en el pensamiento social y el discurso político. En buena medida, el ejercicio del poder que viabiliza la dominación clasista en esa sociedad se basa en concepciones de esa naturaleza y en la aplicación de instrumentos de similar connotación, es decir, ideológica, cultural, simbólica. La dominación se realiza a través de la apelación a los valores fundacionales de la nación, al manejarse por ejemplo la libertad, la democracia y los derechos que consagraron documentos como la Declaración de Independencia y la Constitución de Filadelfia, o las falacias contenidas en mitos que se asumen como verdades incuestionables, al estilo del Destino Manifiesto o el Excepcionalismo Norteamericano. La ideología opera ahí en un doble plano, al fijar los contenidos de un consenso o main stream en el imaginario colectivo, que la cultura dominante traslada a la diversidad social y clasista, y al actuar de manera instrumental mediante los ya aludidos aparatos ideológicos del Estado.
Junto a lo anotado, no puede perderse de vista la interrelación entre las cuestiones concernidas (poder, dominación, hegemonía), cuya identificación teórica es muy variada y motivo de polémica entre las diferentes posiciones intelectuales y políticas de los autores y corrientes que las abordan en las ciencias sociales.
Dominación y poder
Desde la perspectiva marxista, viene al caso destacar, siquiera brevemente, la cuestión del poder, y en particular, del poder político, comprendiéndosele a partir de las relaciones de clase, de los intereses y objetivos que le dan sentido a su ejercicio, y de la lucha de clases (Montbrun, 2010). Desde este punto de vista, y en su acepción tal vez más básica y elemental, el concepto de poder aparece ligado siempre, en su expresión a través de sujetos sociales individuales, a la capacidad de unas personas de imponer determinadas conductas a otras, aún contra la voluntad de estas, en función de alcanzar determinados propósitos o proteger ciertos intereses, lo cual se extiende a los sujetos colectivos, que trascienden la acción personal e involucran a instituciones de connotación política (o sea, vinculadas a las relaciones clasistas). El poder, según se ha señalado antes, no es algo que se posee, como un objeto, sino que expresa una relación, palpable, al decir de Foucault, en su ejercicio. Poder es la capacidad de superar resistencias, a fin de imponer voluntades, de introducir cambios a pesar de la oposición que exista. La relación de poder es asimétrica, supone una jerarquía: es decir, existe una persona o instancia, grupo, clase, que manda y una que obedece y se subordina, tomando como referencia una estructura social y clasista dada, sobre la base de relaciones de propiedad y control de los medios de producción. Entendiendo la política como expresión concentrada de las relaciones económicas y de clases, se comprende la esencia del poder político (Lenin, 1977).
Para Max Weber, poder es “la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aún contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad” (Weber, 1993: 43). Según su visión, el ejercicio efectivo del poder se traduce en un marco de relaciones de dominación que sigue el esquema asimétrico aludido, que establece relaciones del tipo “mando y obediencia”, pero incorpora como variable central de esa relación el concepto de legitimidad, entendida genéricamente como la coherencia entre las decisiones de poder y el sistema de valores de los que deben obedecerlas. De allí se extrae la conclusión de que la dominación implica un elemento adicional: la autoridad, que implica una relación subjetiva, es decir, de aceptación de la dominación por los subordinados. Justamente, así radica su criterio, cuando valora como legítima determinada relación de dominación. La autoridad para dicho autor se define a partir de la combinación de poder y de legitimidad, y en el caso opuesto, sería necesario el uso de la fuerza a fin de garantizar la dominación. La propuesta weberiana resulta útil, aunque su concepción teórica se ve limitada por el desconocimiento del factor clasista, lo cual contrasta con su posicionamiento práctico, como ideólogo del pensamiento burgués, ya que su obra es un definido instrumento de legitimación clasista del capitalismo en ascenso, en contrapunto con el marxismo, que a través de la concepción materialista de la historia, se proyecta ideológicamente hacia la transformación del orden establecido por las revoluciones burguesas.
Hannah Arendt, considera lamentable que la ciencia política perdiera la capacidad para distinguir los conceptos de poder, autoridad y fuerza, al extremo de que aparecieran en esa disciplina, en su opinión, como sinónimos. Para esta autora, cuya lectura crítica de Marx es bien conocida, si bien polémica, el poder es la capacidad humana de actuar concertadamente. Señala que la autoridad es el poder que ejercen unos pocos con el reconocimiento de aquellos a quienes se les pide obedecer y que no necesita del miedo ni de la coerción. La fuerza o violencia se utilizan cuando la autoridad fracasa, lo cual acerca el criterio de Arendt al de Weber, al argumentar que, en sentido estricto, el poder sólo puede ser realmente efectivo, si incluye el consentimiento de los gobernados. Para Arendt, el ejercicio pleno del poder está estrechamente asociado al grado de adhesión que logre suscitar y mantener en la ciudadanía (Arendt, 1993). En esa medida, su visión no es desestimable, como contribución analítica compatible con la interpretación marxista, destacada a menudo por Engels, acerca del papel activo del factor ideológico (Engels, 1974). Con base en esta consideración, se comprende que dicho factor sea determinante en la articulación del consenso que establece la clase dominante, incorporando la aceptación de los dominados.
Manuel Castells se ha aproximado al asunto en varias ocasiones. Es de los autores que con mayores precisiones expone delimitaciones conceptuales, con una mirada marxista, que contribuyen a la clarificación teórica. En uno de sus textos afirma que “definimos las relaciones de poder como relaciones entre clases sociales y las clases sociales como combinaciones de lugares contradictorios definidos en el conjunto de la estructura social, concibiendo al poder como la capacidad de una clase o fracción de clase para realizar sus intereses objetivos, a expensas de las clases, o conjunto de clases, contradictorias, con quienes están en contradicción” (Castells 1972: 289). En otro trabajo apunta que “la política designa el sistema de relaciones de poder. El lugar teórico del concepto de poder es el de las relaciones de clase. Se entiende por poder la capacidad de una clase social para realizar sus intereses objetivos específicos a expensas de las otras. Por intereses objetivos entendemos el predominio de los elementos estructurales (que definen, por su combinación, una clase) sobre los otros elementos que están en contradicción” (Castells 1973: 309). Y en otro texto, añade lo que sigue, cuya claridad justifica que se reproduzca en extenso la cita que sigue: “Puesto que, como es sabido -señala-, el poder no es un objeto, un atributo, una entidad material que se pueda apropiar, sino una relación social, una capacidad de realizar los intereses de clase… Pero tal situación no puede desorientar sino a quienes desligan el análisis del poder del análisis de los intereses de las clases en lucha. En cambio, si se parte de la estrecha relación entre unos y otros, si el poder no es dominación, sino dominación para realizar intereses objetivos anclados en la estructura económica, entonces la respuesta puede ser dada a través del análisis de la lucha de clases en las principales contradicciones que caracterizan una sociedad, en particular en aquellas relativas a las relaciones de producción y a la apropiación del producto por ellas determinada” (Castells 1974: 151).
Los fragmentos que se han reproducido muestran las posibilidades de llevar a cabo un análisis teórico fecundo del poder y la dominación con el prisma de la concepción marxista. Convendría avanzar desde una óptica semejante en el estudio específico de la realidad norteamericana actual, retomando las tempranas interpelaciones de la realidad empírica capitalista europea (en Francia e Inglaterra) que llevaron a cabo Marx y Engels, aportando excelentes referencias metodológicas que trascienden sus caracterizaciones sobre las relaciones de poder y la lucha de clases, así como las reflexiones teóricas de Lenin en el contexto de la Revolución Rusa, que también meditaban acerca de la dinámica clasista y la lucha por el poder (Marx, 1973 y 1981, Engels, 1963, Lenin, 1975 y 1981).
En cuanto a los estudios sobre los aspectos relacionados con la temática examinada, pero referido específicamente a Estados Unidos, el principal y primer referente teórico con trascendencia para ulteriores indagaciones, con una visión que toma elementos del marxismo, no puede obviarse el libro La élite del poder, del sociólogo crítico norteamericano Charles Wright Mills (Mills,1969). Fue uno de los primeros trabajos que analizó en profundidad la estructura y configuración de los altos círculos estadounidenses, a los que denominó como élites, donde residía el poder. Afiliado a las teorías clásicas existentes, elaboradas por Vilfredo Pareto, Gaetano Mosca y Robert Mitchels, Mills explica que estas élites constituyen la minoría que toma las decisiones sobre los asuntos de mayor relevancia, en momentos que, a la postre, resultan definitivos para la vida histórica de un país. Asimismo, examina de manera crítica la relación de los tres grandes grupos de poder que ha identificado en Estados Unidos (las élites militar, empresarial y política) con la sociedad en su conjunto y el equilibrio o estabilidad del sistema. Las ideas de Mills, ampliamente difundidas, con sus aportes y limitaciones, las retoma G. William Domhoff en su texto ¿Quién gobierna a Estados Unidos? (Domhoff, 1973). Ambos constituyen los principales exponentes de tales concepciones, que desdibujan los enfoques que exhiben visiones edulcoradas y engañosas de las relaciones de poder en la sociedad estadounidense, al mostrar el verdadero carácter antidemocrático del proceso político allí, donde las decisiones que afectan a las grandes mayorías son tomadas por élites minoritarias. Las tesis de Mills y Domhoff, si bien no reconocen explícitamente una filiación marxista ni utilizan las nociones clasistas en el mismo sentido como la emplea tal perspectiva, constituyen intentos avanzados de penetrar en el estudio del poder y los procesos políticos en Estados Unidos, entendiendo que esos procesos consistían en luchas por el dominio y el prestigio. Hablan de “clase altas”, de sectores de “cuello blanco” y “azul”, aludiendo a la clase media y obrera, y de élites. Con ello fertilizan con creatividad y sentido de compromiso crítico la caracterización de las desigualdades en la sociedad estadounidense, estableciendo una bisagra funcional o vaso comunicante con la visión marxista (Mills, 1969 y Domhoff, 1973).
Gilberto Valdés Gutiérrez ha insistido, con razón, en que el análisis de la dominación capitalista debe realizarse teniendo en cuenta sus dimensiones económica, política, social, educativa, cultural y simbólica. En ese sentido, señala que “el campo económico y social del capital completa su fortaleza con su conversión en capital simbólico”, lo que “ha hecho de la enajenación mediático-cultural la norma de la vida contemporánea en las sociedades capitalistas, generando a la vez ilusiones y tensiones insolubles tanto en el centro como en la periferia del sistema. La hegemonía se presenta como lo que es: una praxis y un modo de pensamiento, de subjetividad, que se elabora desde las matrices ideológicas de los dominadores” (Valdés Gutiérrez, 2009: 12-13).
A partir de esas reflexiones, ese autor propone una interesante y fecunda aproximación teórica, la cual constituye un funcional referente. “Con la categoría de sistema de dominación múltiple -señala-, podremos visualizar el conjunto de formas de dominio y sujeción, algunas de las cuales han permanecido invisibilizadas para el pensamiento crítico” (Valdés Gutiérrez, 2009: 14). En su concepción, dicho sistema abarca las prácticas de explotación económica y exclusión social; opresión política en el marco de la democracia formal; discriminación étnica, racial, de género, de edades, de opciones sociales, por diferencias regionales, entre otras; enajenación mediático-cultural; depredación ecológica.
La utilización de la categoría propuesta facilita el análisis integral de las prácticas de dominación en las condiciones del capitalismo transnacional actual. Su esencia coincide con la formulación que hace István Meszárov para caracterizar lo que llama la “civilización del capital”. En sus palabras, “el capital no es simplemente un conjunto de mecanismos económicos, como a menudo se le conceptualiza, sino un modo multifacético de producción metabólica social, que lo abarca todo y que afecta profundamente cada aspecto de la vida, desde lo directamente material y económico, hasta las relaciones culturales más mediadas” (Meszarov, 2002).
La concepción dialéctica concibe, como elementos inseparables, la economía y la política. Lenin definía la segunda como expresión concentrada de la primera, en términos histórico-genético, y en términos de funcionalidad, que la segunda es determinante con respecto a la primera. Sobre la importancia teórica de no olvidar ese nexo, Néstor Kohan advertiría sobre las consecuencias que ha tenido la infiltración del pensamiento dicotómico burgués de los siglos XVII y XVIII en el pensamiento social del siglo XX, incluido el de fundamento marxista. La más conocida y nociva de esas dicotomías ha sido, justamente, la separación entre economía y política, derivada de las lecturas simplistas y de la vulgarización de la metáfora de Marx sobre la relación entre la base y la superestructura, que propicia las visiones deterministas y mecanicistas, ajenas a la concepción materialista de la historia (Kohan, 2011). La comprensión de las relaciones de poder y dominación, incluyendo la hegemonía en las condiciones del imperialismo contemporáneo exige no perder de vista la dialéctica entre esas dos esferas, como base de un enfoque totalizador. Por eso conviene, una vez más, destacar la importancia del concepto de imperialismo.
En este contexto conviene recordar que al producirse el llamado “fin” de la Guerra Fría, a comienzos de la década de 1990, el término de imperialismo había prácticamente desaparecido del lenguaje periodístico, académico, partidista y gubernamental. Como lo señalara Atilio Borón, el irresistible ascenso del neoliberalismo como ideología de la globalización capitalista en las últimas dos décadas del siglo pasado conducía en unos casos a ignorar su significado conceptual y en otros, a cuestionar las premisas mismas de las teorías clásicas del imperialismo, formuladas por Hobson, Hilferding, Lenin, Bujarin y Rosa Luxemburgo (Borón, 2004).
Desde que comienza la actual centuria, existe en Estados Unidos un renovado entramado de dominación ajustado a las circunstancias cambiantes del sistema-mundo, que difiere bastante del que existía en la época en que Lenin lo caracterizó, en los primeros decenios del siglo XX. Teniendo en cuenta el condicionamiento histórico de todo proceso social, está claro que no se trata de un fenómeno inmutable.
Su lógica de funcionamiento no es la misma desde el punto de vista de la forma, pero en cuanto a sus contenidos y esencia sí lo es. Como también lo es la ideología que justifica su existencia, los actores que la dinamizan y los resultados de las relaciones de dominación y hegemónicas, de opresión, explotación y control que promueve. En este sentido, la práctica imperialista es, por definición, profundamente geopolítica. El sistema de dominación que construye no puede sino desarrollarse a partir del ejercicio del poder en todos los espacios, incluyendo en el siglo XXI, de manera prioritaria, el ideológico, el cultural, el simbólico y el cibernético, según ya se ha señalado. Más allá de los territorios y los océanos, la conquista de las mentes y los corazones se inserta en el centro mismo de la disputa hegemónica actual.
Hegemonía, ideología, poder simbólico
Ahora procede abordar la cuestión de la hegemonía, la que, como se conoce, es una de las cuestiones centrales en los estudios sobre la realidad imperialista norteamericana, que aparece y reaparece en todo tipo de literatura especializada, con tratamientos disímiles.
En opinión de Kohan, se ha vuelto algo tan común en el lenguaje académico y político en los últimos años que, a menudo, la palabra misma parece correr el riesgo de trivializarse (Kohan, 2005). Si bien la hegemonía adquiere una renovada presencia en el pensamiento social, a veces se desdibujan sus contornos teóricos, asumiéndosele más desde el punto de vista terminológico que conceptual (Poulantzas, 1975). En otras ocasiones, se aborda la hegemonía desde una perspectiva reduccionista, mecanicista, simplificadora, que remite al positivismo y al marxismo dogmático. En ambos casos se pierden de vista tanto la esencia de la misma como alguna de sus diversas dimensiones. Y también se suele obviar el entramado de cuestiones en el que ella se inserta, sin cuya consideración su análisis se empobrece o mutila. La hegemonía no puede comprenderse sino en su entrelazamiento dialéctico con otras cuestiones, como las concernientes a la legitimidad y el consenso, configurando fibras de un mismo tejido ideológico y político.
Como lo señaló Héctor Castaño de modo gráfico, “la formulación del concepto de hegemonía presupone la inclusión de los aspectos cualitativos del conflicto de poder que subyace en las relaciones económicas capitalistas” (…). El concepto de hegemonía es fundamental para la crítica del capitalismo, al referirse al contexto de las relaciones de poder desde el punto de vista de las actividades que resultan esenciales para la reproducción del sistema capitalista, cuyo control implica el mantenimiento del liderazgo económico a nivel internacional” (Castaño, 2008: 12).
A fin de clarificar más sus ideas, agrega que “la recuperación del concepto de hegemonía resulta fundamental para explicar la situación actual. La hegemonía es una construcción social que tiene en la coerción y en el consenso sus medios generales de acción. La hegemonía está constituida por tres dimensiones principales: la político-militar, la económica y la cultural. Lo anterior posibilita evitar los enfoques reduccionistas no solo de la economía convencional, sino también de buena parte de la producción teórica crítica, que tienden a no considerar la importancia de las relaciones de poder en sus análisis de los procesos económicos” (Castaño, 2008: 12).
Por su parte, para Marco A. Gandasegui la hegemonía es un concepto de vieja presencia en el pensamiento social, que recibe tratamientos heterogéneos. En sus palabras, se trata de un asunto que “tiene una larga historia que se inicia con los griegos antiguos y pasa por Lenin (...). La noción de hegemonía no puede desentenderse, en la actualidad, de conceptos como globalización y neoliberalismo. Estas nociones han dominado los trabajos teóricos de los científicos sociales en los últimos decenios. Igualmente, el concepto de imperialismo ha retornado con fuerza al estudiar el mundo a principios del siglo XXI” (Gandasegui, 2007: 17).
Desde el pensamiento crítico ha ganado cuerpo el enfoque que hace suyo el significado de la dimensión cultural cuando se aborda el estudio de la hegemonía. Con esa perspectiva, se retoma la interpretación gramsciana, al advertirse que el ejercicio hegemónico se completa precisamente en la esfera de la cultura, y al destacar la importancia de la legitimación ideológica, especialmente, simbólica, del consenso, que refuerza al resto de las dimensiones o esferas, como la económica, la política o la militar.
En su definición tradicional, como se sabe, Gramsci distingue entre dominio y hegemonía, entendiendo al primero expresado en formas directamente políticas, que en tiempos de crisis se tornan coercitivas; y al segundo como una expresión de la dominación, pero desde un complejo entrecruzamiento de fuerzas políticas, sociales y culturales, donde la ideología actúa como factor unificador (Gramsci, 1974). La ideología constituye un sistema de significados, valores y creencias relativamente formal y articulado; en su definición, se parte de una abstracción, que la concibe como una concepción universal o una perspectiva de clase. El concepto de hegemonía constituye el soporte, desde el punto de vista teórico, cuando se trata de penetrar el grueso tejido que recubre la sociedad norteamericana y que se expresa mediante la cultura política (Williams, 1980). Cuando se habla de que Estados Unidos se halla en una crisis -real o aparente, estructural o coyuntural-, generalmente se trasciende la visión que la circunscribe a una dimensión económica o financiera, y se le entiende también desde una perspectiva global, tomando en consideración sus dimensiones políticas, ideológicas y culturales. Si se tiene en cuenta que la hegemonía supone la capacidad de crear símbolos, es entonces en la cultura política donde se manifiesta de modo más visible la crisis de hegemonía global de ese país, así como la aparente pérdida de su legitimidad interna.
La hegemonía es expresión de la capacidad de dominación a través de la ideología, que se ejerce, valga la reiteración una vez más, mediante los aparatos ideológicos del Estado. De modo que incluye a la ideología, si bien no se reduce a ella. Se refleja en niveles de consenso que legitiman, según lo explica Boaventura de Sousa Santos, a través de representaciones simbólicas los intereses de las clases dominantes (Sousa Santos, 2009).
CONCLUSIONES
Estados Unidos enfrenta en el presente siglo una situación multidimensional, en la que coinciden procesos internos e internacionales, de índole económica, diplomático-militar y político-ideológica. El imperialismo norteamericano contemporáneo necesita de la hegemonía, y esta no puede alcanzarse y mantenerse solo con el poder económico y militar, con la coerción inherente a la dominación burda. Le es imprescindible reconstruir siempre el consenso, y ello no puede lograrse sino a través de la ideología, la cultura y el poder simbólico. En este último elemento se entrelazan los anteriores, y es, quizás, el que con mayor claridad permite apreciar el alcance de la dominación imperialista hoy, sobre todo en un mundo en el que las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones, las redes sociales inundan el espacio cultural, mediático y cibernético en las disputas geopolíticas sumándose y haciendo más complejo el debate a través de los círculos académicos, el arte, la literatura y los medios de comunicación tradicionales.
De ahí que sea imperioso repensar el arsenal teórico del marxismo, de tomarlo en cuenta y aplicarlo, de manera renovada, como herramienta cognoscitiva y metodológica, en función del conocimiento objetivo de la nueva dinámica de la dominación y el poder, mirando hacia dentro de Estados Unidos, con una brújula que permita distinguir lo utilizable y lo descartable entre la amplia y diversa literatura de las ciencias sociales, en el camino hacia la verdad. El recorrido teórico expuesto ha procurado retener elementos del enfoque de la concepción materialista de la historia, de la teoría del imperialismo y del pensamiento crítico actual, sin pretensiones de exhaustividad ni buscando conclusiones.
No debieran omitirse ciertos estudios, como, por ejemplo, los de Bourdieu y Thompson, que aunque no atienden los atributos clasistas del poder, aportan visiones interesantes sobre el complejo entramado de nexos que rodea las cuestiones examinadas tocantes al poder simbólico (Bourdieu, 2000 y Thompson, 1991). En esa medida requieren lecturas dirigidas a discernir sus limitaciones y contribuciones. Algo similar ocurre con los trabajos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, exponentes de la corriente denominada posmarxista, cuyas propuestas relacionadas con la política, el poder, la dominación y los antagonismos, necesitarían de un profundo escrutinio con el mismo fin (Laclau y Mouffe, 1987).
El desarrollo histórico de Estados Unidos propició, desde la Revolución de Independencia y la formación de la nación, las condiciones objetivas y subjetivas para el desarrollo de un modelo de capitalismo de libre mercado que ha venido imponiéndose, con el concurso ideológico de los resortes culturales, académicos y comunicacionales, compulsando a naciones aliadas y subordinadas a adoptarlo. Esas condiciones han sido impulsadas por el expansionismo geopolítico inicial, que luego de la Guerra Civil conllevó un proceso de auge industrial generalizado, de concentración de la propiedad, la producción y el capital, conducente a la transición imperialista en las postrimerías del siglo XIX y comienzos del XX, en cuyo marco se afianzaron las élites de negocios y gubernamentales, el mundo empresarial corporativo y financiero.
Ese proceso de desarrollo del capitalismo norteamericano premonopolista, de su conversión en imperialismo, junto a la posterior transnacionalización en la era de la globalización neoliberal en los siglos XX y XXI, es decisivo para entender cómo, en una nación que sigue siendo formalmente democrática -en el sentido liberal burgués tradicional, representativo-, la élite de poder de la clase dominante, que tiene como núcleo a la oligarquía financiera, ha logrado el apoyo de amplios sectores socialmente subordinados que han sostenido el proyecto imperial. Eso ha sido posible por la funcional legitimación ideológica lograda al crear, reproducir y ampliar un consenso que ha convertido la ideología de esa clase, económicamente dominante, en ideología dominante, es decir, en patrimonio espiritual de la cultura nacional. Ahí ha radicado la base de la hegemonía norteamericana. Y aunque resulta ampliamente conocido el análisis teórico general de Marx y Engels, su pertinencia es tal que vale la pena reproducirlo:
“Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante. La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo que hace que se le sometan, al propio tiempo, por término medio, las ideas de quienes carecen de los medios necesarios para producir espiritualmente. Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes concebidas como ideas; por tanto, las relaciones que hacen de una determinada clase la clase dominante son también las que confieren el papel dominante a sus ideas” (Marx y Engels, 1971: 50-51).
En un caso como el de Estados Unidos, no es posible entender, sin esa perspectiva teórica, la dominación imperialista contemporánea. La cuestión del poder, en cuyo ejercicio el lenguaje y las palabras operan como instrumentos culturales, es un referente básico imprescindible. Quizás la manera más gráfica, ilustrativa, esclarecedora y sugerente de explicarlo sea acudiendo al diálogo entre el huevo antropomórfico y Alicia, en el país imaginario de la popular obra de Lewis Carroll: “Cuando yo uso una palabra, -insistió Humpty Dumpty con un tono de voz desdeñoso-, quiero decir lo que yo quiero que diga; ni más ni menos. La cuestión es –insistió Alicia-, si se puede hacer que las palabras signifiquen cosas tan diferentes. La cuestión -zanjó Humpty Dumpty- es saber quién es el que manda, eso es todo” (Carroll, 1992).
La autoritaria prepotencia del huevo no deja lugar a dudas. Es la expresión, por excelencia, del poder simbólico, cuya equivalencia en términos del poder económico se suele expresar con la frase popular, no menos absoluta y tajante, “el que paga, manda”. Según lo precisa Martin Barbero, el símbolo es un componente en el que “se condensa y expresa” la dominación (Martin Barbero, 2008: 26), ya que “pensar la política significa poner en primer plano los ingredientes simbólicos e imaginarios presentes en el proceso de formación del poder” (Martin Barbero, 2008: 45).
Sobre la base de las aproximaciones conceptuales y de los referentes teóricos expuestos, se ha pretendido estimular el análisis del ejercicio del poder en los variados espacios internos de la formación social capitalista actual en Estados Unidos, prestando atención especial al movimiento en espacio y tiempo de las representaciones simbólicas que a través de la ideología y la cultura rearticulan el consenso interno, mantienen, consolidan y reproducen el sistema, en determinados contextos histórico-concretos. Es una tarea intelectual pendiente.
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1 El término “interméstico”, aunque en ocasiones se le atribuye a Abraham Lowenthal, a partir de la utilización frecuente que hace del mismo, fue propuesto antes por Bayless Manning para designar una cuestión que es simultáneamente internacional y doméstica o interna (Manning, 1977).
2 Estas ideas las ha desarrollado el autor en trabajos anteriores (Hernández Martínez, 2020 y 2021-22).