Factores que propiciaron el ascenso al poder de la ultraderecha en Brasil

Factors that led to the rise to power of the extreme right in Brazil

Dr. C. Emiliano Lorenzo Lima Mesa.

Doctor en Ciencias Pedagógicas. Profesor Titular. Investigador Titular. Profesor del Instituto Superior de Relaciones Internacionales “Raúl Roa García”, La Habana. isri-inf04@isri.minrex.gob.cu 0000-0003-4941-2244

Recibido: 6 de noviembre de 2021

Aprobado: 10 de diciembre de 2021

RESUMEN El autor analiza las causas que contribuyeron a la escalada al poder de la extrema derecha en Brasil a los diferentes niveles y principalmente a la victoria obtenida por Jair Bolsonaro en las elecciones presidenciales de 2018, después de cuatro períodos consecutivos ganados por la izquierda petista.

Palabras claves: Elecciones, ultraderecha, Jair Bolsonaro, Dilma Rousseff, Partido de los Trabajadores

ABSTRACT The author analyzes the causes that contributed to the rise to power of the extreme right in Brazil at different levels and mainly to the victory obtained by Jair Bolsonaro in the 2018 presidential elections, after four consecutive terms won by the Worker’s Party.

Keywords: Elections, extreme right, Jair Bolsonaro, Dilma Rousseff, Worker’s Party

 

INTRODUCCIÓN

Las elecciones de 2018 en Brasil se caracterizaron por la toma del poder por la ultraderecha, encabezada por Jair Bolsonaro, cambiando por completo el mapa político del país, pues la victoria no solo fue a nivel presidencial, sino también un fenómeno que se reflejó en el Congreso Federal, en los gobiernos y en los órganos estaduales y municipales.

Por solo citar un ejemplo, el partido del nuevo presidente se convirtió en la segunda bancada en la Cámara de Diputados, con 52 sillas, mientras que antes ocupaba solo una. En este órgano, la ultraderecha en general creció en 63 escaños en comparación con las elecciones de 2014, a partir, fundamentalmente, de las pérdidas de los partidos denominados de centro, que cedieron 62 puestos.

Esos resultados totalmente sorpresivos imponen un análisis objetivo de los factores esenciales que los propiciaron, para no ver detrás de ellos solamente la labor de personas astutas, que supieron interpretar las necesidades y aspiraciones prioritarias de una parte decisiva del electorado, adaptar el discurso a lo que esta quería escuchar y presentarse a sus ojos como la mejor alternativa.

Nada mejor para comenzar ese análisis que una relectura de la obra “El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte”, escrita por Karl Marx entre diciembre de 1851 y marzo de 1852. Allí expuso cómo el golpe de Estado dado por Napoleón había sido condicionado por un conjunto de factores que lo propiciaron y no era el resultado de la voluntad de un hombre aislado. En esa obra Marx definía: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado” (Marx, 2003).

Esta máxima, expuesta en la sexta década del siglo XIX, es totalmente válida lo mismo para analizar el ascenso de Adolfo Hitler por el voto popular en la Alemania del siglo pasado, que el caso del presidente brasileño, elegido por casi 58 millones de votos. Frei Betto escribió al respecto: “Nada se da por casualidad. Se juntan múltiples factores para explicar la meteórica ascensión de Bolsonaro” (Betto, 2018).

DESARROLLO

La situación económico-social

Las dificultades crecientes de la economía brasileña venían generando desde 2013 un fuerte descontento entre la población. Ya a mediados de ese año los gobiernos municipales y estaduales, así como el federal de Brasil, enfrentaron manifestaciones populares motivadas principalmente por el aumento del precio del transporte colectivo, lo que se reflejó en el resultado de las elecciones del año siguiente, caracterizado por la estrecha victoria del Partido del Trabajo (PT) en unión con otras fuerzas.

La crisis económica, principalmente como reflejo de la situación mundial, continuó profundizándose después de la toma de posesión de Dilma Rousseff en 2014 y tuvo su expresión en la fuerte recesión que sacudió al país, con la consiguiente contracción de la actividad económica, el elevado índice de desempleo, la inflación de los precios y la disminución del consumo social. El efecto de la crisis se sintió directamente en el bolsillo del consumidor.

Una investigación realizada por la Confederación Nacional de la Industria en el año 2016 arrojó que el 78% de los entrevistados no podía usar productos que anteriormente compraban y pasaron a adquirir otros más baratos; 48% pasó a usar más transporte público; 34% dejó de tener un plan de salud; 24% vendió algunos bienes personales para pagar las deudas y 14% cambió a sus hijos de escuelas privadas para públicas. En ese año 13,3 millones de brasileños se encontraban en situación de extrema pobreza, los que representaban un 6,5% de la población (O Globo, 2018).

Esa situación constituyó el caldo de cultivo para nuevas y masivas protestas ocurridas en 2015 y 2016, que expresaban el malestar de la población por el retroceso del nivel de vida, que paradójicamente había alcanzado su mayor auge con los gobiernos petistas. Las fuerzas políticas de la derecha, algunas de ellas en la oposición y otras “aliadas” al Gobierno, que habían azuzado las manifestaciones populares, descargaron sobre la presidenta Dilma toda la responsabilidad por la situación económica del país.

Pero después del golpe que la apartó del poder y dio paso a una nueva administración provisional, la crisis económica siguió afectando a la población. Sectores importantes de ella quedaron decepcionados, pues confiaban que con el cambio de gobierno mejoraría su situación como por arte de magia. Ya en 2017 el número de personas en extrema pobreza aumentó con respecto a 2016 y se calculaba en 14,8 millones, lo que representaba un 7,2% de la población. ((Nielsen, 2018).

En el año electoral de 2018 siguió empeorando la situación económica de los brasileños. Un estudio realizado por la agencia Nielsen en determinadas zonas del país, arrojó que 15 millones de familias comenzaron en ese año a sufrir el desempleo, el incumplimiento del pago de sus deudas y dificultades con su presupuesto, lo que incrementó el total de hogares que ya se encontraban en esa situación, que pasó a ser de 27 millones, poco más de la mitad de los 53 millones de familias que componían el universo de la encuesta (Nielsen, 2018).

La deteriorada situación económica le jugó una mala pasada al PT que aspiraba a retomar las riendas del poder. Las “novedosas” propuestas de Paulo Guedes, el gurú económico de la ultraderecha y representante de la Escuela de Chicago, fueron ganando terreno, prometiendo salvar la situación con un paquete de medidas de austeridad para enrumbar la economía por el camino del liberalismo, la competencia, la privatización, las inversiones, la reforma de la seguridad social, la eliminación de subsidios, la rebaja de impuestos y el saneamiento de las cuentas públicas.

De manera que la conocida frase “The economy, stupid!”, la primera de las tres utilizadas por James Carville como claves para enfocar la exitosa campaña presidencial de William Clinton en 1992, mostraba 26 años después su vigencia.

La crisis profundizó un mal de fondo en Brasil: la desigualdad económica. A pesar de los avances logrados durante los gobiernos anteriores, el país continuaba siendo profundamente desigual, donde el 20% de los que ganaban más, tenían una renta superior en 18 veces a los que ganaban menos y el empeoramiento de la situación económica no afectó por igual a todos. Veamos algunos ejemplos: el segmento que representaba el 5% de la población más pobre sufrió en 2017 una caída de 18% de su economía respecto al año anterior, mientras que el 1% de la más rica solo se afectó en un 2,3% (Vilas, 2018).

Las consecuencias tampoco fueron uniformes por regiones geográficas, pues aunque de 2016 a 2017 el número de personas extremadamente pobre creció en todo el país, fue la nordestina la más afectada, al concentrarse el 55% de las personas en esa penosa situación, en la del sudeste se hallaba el 22% y en la del sur el 5%. Otro dato ilustrativo es el siguiente: de los analfabetos con 15 años de edad o más, en la zona nordestina vivía el 14,5%, mientras que 3,5% correspondía a habitantes del sur y sudeste.

La desigualdad se incrementó también entre mujeres y hombres. De 2016 a 2017 el contingente de jóvenes entre 15 y 29 años que no estudiaban ni trabajaban (los llamados ni-ni) creció 28,7% entre mujeres, mientras que el crecimiento fue de 17,4% entre hombres. También las mujeres recibían menos remuneración que los hombres por iguales trabajos (Oliveira, 2017).

Atendiendo al color de la piel se reflejaba una gran diferencia social. Según datos del Instituto Brasileiro de Geografía y Estadísticas (IBGE) en 2017 la tasa de desempleo resultaba mayor entre las personas negras y mulatas que entre las blancas, con los mismos niveles de instrucción. Esto se expresaba también en la desigual instrucción, mientras el 4% de los ciudadanos blancos eran analfabetos, el porcentaje entre negros y mestizos era de 9,3%.

También como consecuencia de la crisis económica se elevó el desempleo de forma continua y a niveles alarmantes. Según informe del IBGE, si se toma el primer trimestre de varios años, se observa un crecimiento continuo de la tasa de desempleo, que en 2014 era de 7,2; en 2015 de 7,9; en 2016 de 10,9 y en 2017 de 13,7 que correspondía con una población desempleada de 14,2 millones (IBGE, 2018).

Ya en el primer trimestre de 2018 el índice descendió ligeramente a 13,1 y continuó su caída hasta el valor de 11,9 entre julio y septiembre, pero a pesar de ello, según la agencia Austin Rating, en el trimestre de mayo a julio de ese año, Brasil ocupaba el séptimo puesto del ranking mundial de desempleo, empatado con Italia (Globo, 2017).

La salud era otro elemento que constituía uno de los mayores problemas de la sociedad, a pesar de los esfuerzos de los gobiernos petistas para resolverlo. Según estudios realizados, el financiamiento del sistema estaba por debajo de lo requerido y faltaban médicos y medicamentos en el Sistema Único de Salud (SUS) y en determinadas zonas. En el sistema privado las mensualidades eran altas y la cobertura de los seguros de salud no alcanzaban atender a determinadas enfermedades y exámenes. La formación de los médicos no siempre era buena y muchos pacientes enfrentaban discriminación (Preite, 2018).

Los servicios públicos eran considerados, por lo general, poco eficientes y de baja calidad, los plazos para someterse a operaciones eran interminables, los hospitales se encontraban en malas condiciones, muchos equipos estaban rotos y muchos medicamentos se encontraban en falta.

Un estudio realizado en 2016 en 51 países por la agencia Bloomberg, colocaba a Brasil en la penúltima posición en calidad de la salud, aunque en términos de inversión por PIB lo ubicaba en la posición 26, lo que significaba que el servicio no se correspondía con los gastos.

Los aspirantes que concurrieron a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales tenían propuestas para resolver los problemas de la salud, pero mientras Fernando Haddad, el candidato del PT, propugnaba por más financiamiento público para la red de salud, Bolsonaro hacía más énfasis en un mejor aprovechamiento del SUS, sin necesidad de invertir más recursos.

Otro de los problemas sociales más graves era la educación. El estudio denominado “Educación 2017”, divulgado por el IBGE, mostraba los incumplimientos de las directrices, metas y estrategias que en política educacional fueron establecidas en 2014. En el año en que se realizó la investigación había 11,2 millones de jóvenes entre 15 y 29 años que no estudiaban ni trabajaban y 25 millones de ese grupo etario que no concluían la escuela (IBGE, 2018).

En cuanto a la calidad de la enseñanza, los resultados de las pruebas del Programa Internacional de Evaluación de Estudiantes (PISA), que miden los conocimientos y habilidades de los estudiantes en Ciencias, Lectura y Matemática, arrojaron que en 2015 el país ocupaba los lugares 63, 59 y 66 entre los 70 países concursantes, lo que constituía una caída en el ranking mundial en relación con los resultados anteriores (Globo, 2016).

La enseñanza superior también presentaba serios problemas. Según cálculos de la consultoría Hoper Educación, en 2015 las nuevas matrículas en ese nivel se redujeron 12% con relación al año anterior y esa fue la tendencia en los próximos años, como efecto directo de la reducción del financiamiento gubernamental y del impacto de la crisis económica en el presupuesto familiar. Los propios padres presionaban a los jóvenes para que desistieran de matricularse en la enseñanza superior y contribuyeran a la renta familiar (Hoper Education, 2018).

Uno de los más graves problemas sociales era la inseguridad, que constituía el mayor temor que enfrentaba diariamente el ciudadano común. En 2016, por primera vez en la historia, el número de homicidios superó los 60 mil, cifra que, según el Atlas de Violencia de 2018, colocó al país en un lugar 30 veces más violento que Europa. Solo en la última década 553 mil brasileños perdieron la vida por muerte violenta, o sea 153 por día (O Globo, 2018).

En particular la violencia contra la mujer arrojaba cifras alarmantes. La tasa de feminicidio en 2016 era de 4,8 por cada 100 mil mujeres, la quinta mayor del mundo, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS). En 2017 doce mujeres como promedio fueron asesinadas cada día, es decir que ocurrió un feminicidio cada dos horas (Globo, 2018).

En 2014 cada 11 minutos se notificaba un caso de estupro y como apenas de 30% a 35% de los casos son registrados, la relación real se calculaba en uno cada cuatro minutos. Un estudio realizado en 2016 reveló que el 90% de las mujeres tenía miedo de ser víctima de una agresión sexual (BBC, 2016).

Los delitos contra el patrimonio alarmaban a la población. Datos de 2012 señalaban que en el año se produjeron más de medio millón de robo de carros, de bancos, de carga de camiones, de personas y de casas, lo que equivale a 1.574 robos registrados como promedio cada día. A cada minuto ocurría un robo o hurto de vehículo (Folia, 2017).

Según un estudio realizado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), Brasil tenía en 2011 una tasa de 572,5 robos por cada 100 mil habitantes, que lo situaba en tercer lugar entre los países de América Latina. En 2016 se registraron como promedio siete muertes diarias como consecuencia de los asaltos (Globo, 2013; Gaceta, 2018).

En tal situación, las propuestas de la ultraderecha en materia de combate al crimen, parecían ser más radicales y efectivas que las de la izquierda. La visión de esa tarea como un desafío urgente, la reducción de la mayoría de edad penal, la venta de armas a la población, la mano dura con los bandidos, el combate violento contra la delincuencia, la protección legal a la policía, fueron ideas que propugnaba Bolsonaro y que cayeron en terreno fértil en la población, una buena parte de la cual buscó con el voto materializar esas promesas de la derecha para erradicar sus constantes temores.

La corrupción

Al malestar por el retroceso del bienestar económico de la población, se sumó la irritación por sucesivos procesos judiciales, que, desde finales de 2013, involucraban en actividades corruptas a importantes figuras del PT, incluso a Lula, su líder histórico, que fue sancionado sin pruebas en 2018 para eliminarlo del juego electoral. También se sucedieron otros escándalos que sacudieron al país, con hechos que envolvían a políticos de otros partidos tradicionales, empresarios e incluso al nuevo mandatario post-golpe, Michel Temer, lo cual generó fuertes protestas populares.

Los dirigentes de la ultraderecha, a través de un machacante, sutil e inteligente mecanismo mediático, amplificaban esos hechos y generalizaban como corruptos a las fuerzas de izquierda, centro y derecha, presentándose a la vez como la única excepción de honradez en el tablado político.

Bolsonaro logró confundir a buena parte de la población, creándose una imagen de diputado honesto e incorruptible, a pesar de que en su cuenta de 2014 recibió cerca de 300 mil reales de una empresa brasileña, con el objetivo de costear gastos para las campañas de él y de su hijo, dinero que obtuvo indirectamente a través de la caja del Partido Progresista, que era entonces su partido (Tsavkko, 2018).

Ciertamente, la percepción sobre la corrupción de partidos y políticos en pugna electoral, hábilmente explotada por los ultras, tuvo un peso importante en la población a la hora de depositar el voto. Ya desde mayo de 2018, la investigadora Nara Pavón comentaba sobre recientes encuestas que destacaban la corrupción como el mayor problema de Brasil o la principal razón para el pesimismo de cara a las elecciones.

Ella planteaba: “Las investigaciones de corrupción produjeron a lo largo de los últimos años mucha información negativa sobre el sistema político, las personas asocian mucho política y corrupción y perdieron la confianza en las instituciones políticas y electorales. Lava Jato aumentó la preeminencia del tema de la corrupción en la cabeza del elector”. Así, la identificación de la corrupción como el mayor problema del país, fue en ascenso en la medida que se destapaban nuevos casos de delitos de ese tipo: en 2010 era del 3%; en 2013 del 9%; en 2015 del 22% y en 2017 del 31% (Pavón, 2018).

La situación política internacional y particularmente la latinoamericana

En muchos países, la ultraderecha había confirmado en los últimos años su auge en la escena política. Representantes de esa tendencia como Donald Trump, había vencido en las elecciones presidenciales norteamericanas de 2017; Viktor Orbán, había recuperado el cargo de Primer Ministro de Hungría en 2010; Matteo Salvini había sido elegido vicepresidente del Consejo de Ministros italiano en 2018; Marine Le Pen obtuvo el segundo lugar en las presidenciales francesas de 2017. También venía aumentando significativamente la presencia de la derecha radical en los parlamentos de Italia, Hungría, Eslovaquia, Alemania, Austria, Países Bajos, Reino Unido y España.

El estudioso Carlos Gustavo Poggio Teixeira apuntaba tres razones objetivas que propiciaron ese crecimiento en los países desarrollados: en primer lugar, la profundización de la distancia económica, social y cultural entre la base y la cúpula de la pirámide social; en segundo lugar, los cambios demográficos derivados de la combinación de una baja tasa de natalidad entre los nacionales y los altos índices de inmigración y en tercer lugar, el predominio de nuevas formas de producción y consumo de información que permiten la difusión de ideas que hubieran sido bloqueadas por los sistemas tradicionales (Charleaux, 2017).

En América Latina, en los momentos de las elecciones brasileñas de 2018, en varios países gobernaban partidos de derecha como son los casos de Argentina, Chile, Colombia o Ecuador. Así mismo, se fortalecían las fuerzas que actuaban contra los gobiernos de Venezuela, Nicaragua y Bolivia e intentaban debilitar la imagen del gobierno cubano. La reacción latinoamericana se sentía envalentonada con la política del presidente Donald Trump y del Secretario General de la OEA, Luis Almagro.

El panorama político latinoamericano había tomado un giro diferente al de unos años atrás. Con la nueva correlación de fuerzas en el continente, se reciclaba el tema de la poca credibilidad en las ideas socialistas, que señoreó en la época subsiguiente al derrumbe socialista europeo y se consolidaba el mito del capitalismo milagroso y salvador, encabezado por Estados Unidos. Como dijo el filósofo Bernard-Henry Lévy: “Brasil está dentro de esta corriente global y en cierto modo, su dirigente populista es el más caricaturesco de todos” (Avedaño, 2018).

No puede ignorarse que ese campo, donde ahora germinó la derecha radical brasileña, había sido anteriormente abonado por ideas retrógradas y fascistas, aparentemente superadas desde el fin de la dictadura militar que tomó el poder en 1964.

Las fuerzas políticas

La victoria de la ultraderecha no puede verse aislada del golpe jurídico-constitucional contra la presidenta Rousseff, apoyado por congresistas de todos los espectros del centro y la derecha (muchos de ellos incluso que formaban parte de la base aliada del Gobierno), en contubernio con funcionarios del sistema fiscal y judicial que se prestaron alevosamente a la sucia maniobra. Como fieras sedientas de poder, esas fuerzas políticas olfatearon el momento en que el desgaste del Gobierno, alentado por ellas mismas, propiciaba el derrocamiento del PT que gobernaba por espacio de trece años.

Los eufóricos representantes del nuevo gobierno de Temer, no previeron que, al cabo de dos años, varios factores, entre ellos la profundización de la crisis económica con su mayor repercusión en la población, los sucesivos fracasos administrativos y el destape de otros procesos de corrupción protagonizados por sus dirigentes e incluso por el nuevo mandatario, iban a provocar un rápido desgaste de su autoridad y su credibilidad, que le iba a “pasar la cuenta” en las próximas elecciones.

Con el golpe, la ingenua derecha “demócrata” allanó el camino a sus propios sepultureros. Se destapó la “caja de Pandora” y nuevas fieras agazapadas e imprevistas salieron del montón, se reagruparon, tomaron fuerza y asaltaron el poder, con el lema de que solo los ultraderechistas con su ideología mesiánica, podrían construir un nuevo país. En esa puja de fuerzas quedaron soslayados o eliminados muchos moderados de derecha y centristas, a los cuales el golpe contra Dilma les salió como el tiro por la culata.

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Después de la primera vuelta electoral a la presidencia del país, hubo un momento que hubiera resultado decisivo para derrotar a la ultraderecha, con una adecuada recomposición de las fuerzas democráticas en su sentido más amplio. Pero los “demócratas”, anonadados por el golpe sufrido en las urnas y embebidos de un antipetismo visceral, prefirieron el ascenso de los ultras que la victoria de la izquierda.

Los medios de comunicación y las redes sociales

Los medios de comunicación contribuyeron decisivamente a la victoria de la extrema derecha. La mayor parte de ellos, siempre plegados a los intereses de los que mejor pagan, no escatimaron en elogios a los representantes de la ultra y a dar una imagen demonizada de Lula y el PT, como el partido corrupto que arruinó el país y que era responsable de todo lo malo existente. Los medios y las redes sociales contribuyeron a fortalecer el fantasma petista e instaron al gran público al voto de castigo contra ese partido.

Las redes sociales digitales desafiaron el poder tradicional de persuasión de que disfrutaban anteriormente la TV, la prensa o los mítines. Mensajes y videos en WhatsApp, YouTube y Twitter fueron ahora utilizados por los ultras como campaña propagandística en una escala muy superior a las fuerzas de izquierda. Analizaron la experiencia del equipo mediático que propició la victoria de Trump en las elecciones norteamericanas y la aplicaron con éxito. En esos medios explotaron, sin ningún pudor, las denominadas fake news, difundiendo mentiras camufladas como hechos (El País, 2018).

El trabajo en las redes sociales comenzó mucho antes del período preelectoral, cuando se divulgaban diariamente videos grabados por Jair Bolsonaro, exaltando sus virtudes y criticando a los demás. Nadie le dio importancia a ese trabajo, porque no previeron sus sutiles efectos en el pensamiento y los sentimientos de la población. Él hizo en las redes sociales como el boxeador que martilla en el ring con su jab constantemente la cara del contrario, para debilitarlo hasta que encuentra un oportuno golpe noqueador.

Ya en plena campaña, este trabajo se intensificó. Diversas empresas, como Havan, Quickmobile, Yacows, Croc Services y SMS Market, entre 156 que comulgaban con su candidatura, compraron al precio de 12 millones de reales, (unos 3,2 millones de dólares), paquetes de servicios de WhatsApp de “Disparo Masivo”, enviando múltiples mensajes difamatorios contra el PT y su candidato. Las mentiras repetidas se hacían virales y dejaban una huella indeleble en la psicología de las masas, aunque después quedaran desmentidas.

Las acciones descritas estaban en contra de la legislación electoral del país, que prohíbe donaciones de campaña por parte de empresas, (que para colmo en estos casos no fueron declaradas), el empleo de bases de datos digitales, compradas sin el consentimiento de los usuarios y la divulgación de las fake news. Sin embargo, todo se realizó bajo la mirada complaciente o impotente de las autoridades judiciales, que habían prometido un combate eficaz contra esos recursos ilegales.

La bancada evangélica

La bancada evangélica del Congreso fue una plataforma muy importante para construir la candidatura del nuevo Presidente y alcanzar su victoria. Ella asomó sus cartas credenciales desde el primer gobierno de Dilma, cuando presionaron por el cancelamiento de un material escolar enfocado contra el homofobismo, (denominado por ellos como Kit Gay), batalla en la cual Jair Bolsonaro fue uno de los más aguerridos combatientes. Con el arribo de Eduardo Cunha al cargo de Presidente de la Cámara de Diputados, la bancada se fortaleció y desempeñó un papel importante en el impeachment y en la batalla contra la implantación en las escuelas de la denominada Ideología de Género.

En esas lides, Jair Bolsonaro fue estrechando lazos con destacados políticos evangélicos como Feliciano, Malafaia, Everaldo y Malta, se casó con una fiel de la Asamblea de Dios e incluso se bautizó en el simbólico Rio Jordán en Israel. La estrategia para ganarse el apoyo de la fuerza evangélica a su carrera electoral, fue construirse una identidad religiosa híbrida, es decir que continuó declarándose católico, religión mayoritaria en el país y no corrigió las noticias evangélicas que lo consideraban uno de ellos, ganándose así el apoyo de ambos electorados (Nascimento, 2018).

Los órganos fiscales y judiciales

La ultraderecha necesitaba eliminar de la puja electoral al que marchaba en primer lugar en las encuestas, el exmandatario Lula, quien desde un año antes de las elecciones se daba por ganador en la primera vuelta. Según un estudio realizado por el Instituto Brasileiro de Opinión Pública y Estadística (Ibope) en octubre de 2017, Lula contaba con el apoyo del 35% de los electores, superando con creces al resto de los candidatos que sumaban 40% (Ibope, 2017).

De la tarea de apartarlo de la lid electoral se encargó con éxito la “justicia” del país. El juez Sergio Moro, de la Justicia Federal de Curitiba, tomó en julio de 2017 la decisión de condenar a Lula a una pena de nueve años y seis meses de prisión en régimen cerrado, por delitos de lavado de dinero y corrupción pasiva que no fueron demostrados en el juicio. A los seis meses el expresidente fue nuevamente condenado debido a las mismas causas, ahora en segunda instancia, por tres jueces del Tribunal Regional Federal de la Cuarta Región, quienes le incrementaron la pena a doce años y un mes de prisión.

Con esa decisión de un órgano colegiado, se lograba excluir a Lula de la lucha electoral, pues según la Ley de Ficha Limpia, el político se tornaba inelegible por ocho años. Distintos recursos fueron presentados sucesivamente por la defensa, pero en todos los casos no tuvieron éxito. Se había coronado una parte decisiva del plan de la derecha para la toma del poder, al separar del camino a su mayor obstáculo (Sander, 2018).

Fernando Haddad, candidato a vicepresidente por el PT, tuvo que asumir entonces como aspirante a presidente y fue inmediatamente denunciado por el Ministerio Público de São Paulo por corrupción. Dos días después, el pretendiente a la presidencia por el Partido Social Demócrata de Brasil fue blanco también de una acción, en su caso por improbidad administrativa. Esas fueron apenas algunas decisiones dirigidas a perjudicar a candidatos de centro e izquierda, realizadas por jueces y promotores en medio de un proceso electoral lleno de ilegalidades.

El Tribunal Superior Electoral descubrió muchas irregularidades en el financiamiento de la campaña de Jair Bolsonaro, al encontrar donadores cuyos datos no se correspondían con los reales, notas fiscales no declaradas y donaciones de origen prohibido por la Ley, entre otras violaciones. Pero nada pasó, él pidió disculpas y fue exonerado de responsabilidad por el Tribunal, que aceptó el argumento de que era muy difícil conocer la procedencia de las donaciones y por tanto quien las recibe no se puede considerar responsable de las mismas (Casado, 2018).

Las fuerzas armadas

Un año antes de las elecciones, el mando militar amenazó con una operación armada, ante una situación que considerara una crisis institucional. El General Hamilton Mourão, quien después se convertiría en el vicepresidente de Bolsonaro, en un amenazante discurso, habló de una “intervención militar” si el aparato judicial “no solucionaba el problema político” (El Antagonista, 2017).

El aviso conmocionó la sociedad y el jefe del Ejército tuvo que hablar después para calmar la inquietud desatada, planteando que el comando militar sigue las directrices de promover la estabilidad, basada en la legalidad y preservar la legitimidad de las instituciones. Pero ya el mensaje se había captado claro: los militares no aceptarían una vuelta al poder de los petistas y exigían su oportunidad para el retorno al gobierno del país. También es verdad que muchas personas llegaron a pensar que la mano dura de los militares solucionaría la crisis y así lo demandaban públicamente.

Jair Bolsonaro, que pasaba inadvertido o era objeto de constantes críticas por su ideología fascista, se empezó a ver como la persona que podría imponer el orden en su carácter de capitán de la reserva con excelentes relaciones con la cúpula militar. Se le perdonaba sus constantes referencias de simpatía con el golpe militar de 1964 y sus crueles palabras pronunciadas en la Cámara de Diputados durante la votación personal de apoyo al golpe a la presidenta Dilma, al manifestar que dedicaba su voto a la memoria del jefe de los torturadores de la Junta Militar, el tristemente recordado coronel Ustra, quien fuera verdugo de la presidenta cuando fue presa por sus actividades contra la dictadura militar.

El plan de los militares de retomar el poder funcionó, pues cerca de 130 representantes de las Fuerzas Armadas se designaron inmediatamente en el Poder Ejecutivo federal, distribuidos en diferentes niveles. Baste decir que, de los 22 ministros, ocho de ellos fueron ocupados por militares. El gobierno del general Castelo Branco, que dio la largada al ciclo dictatorial en Brasil, solo sumaba cinco ministros con ese perfil (Brasil de hecho, 2019).

Las clases sociales

Jair Bolsonaro se convirtió en el preferido de los poderosos que veían en él la fuerza para evadir los males económicos del país, entre otros: los gastos por encima de los presupuestos, las elevadas pensiones, los grandes impuestos, la falta de inversores extranjeros, la caída de la moneda nacional y las inversiones realizadas en países de riesgo.

Él recibió durante la campaña 24.896 donaciones para un total de casi cuatro millones de reales y fue el primero en pasar del millón en donaciones realizadas por sus seguidores. Un estudio realizado previo a las elecciones mostró que la mayoría de los votantes lo identificaban como el representante de los ricos, los banqueros y los empresarios (Diario del Centro, 2018).

Además, recibió el apoyo mayoritario de la clase media. Hay que tener en cuenta la recomposición de las clases sociales ocurrida en el país durante los años en que gobernó el PT, cuando millones de pobres saltaron a la clase media. Ahora la pequeña y mediana burguesía representaba el 52% de los votos y la clase media, sobre todo la emergente, ya pensaba diferente a como lo hacía hace unos años atrás y luchaba por no regresar a su estatus anterior. La vida le dio la razón a los que alertaban que el potente desarrollo de una clase media podría cambiar el futuro rostro político del país (Arias, 2011).

Los datos muestran que Bolsonaro ganó en cuatro de las cinco regiones en que se divide el país (solo perdió en la pobre zona nordestina) y obtuvo amplia mayoría en las más ricas. Venció en todos los segmentos etarios y de escolaridad entre los electores que ganaban más de dos salarios mínimos y entre las mujeres de más edad y mejor posición social.

Por otro lado, las fuerzas de izquierda no lograron establecer la unidad para enfrentar el peligro del triunfo de la ultraderecha en la segunda vuelta electoral. Increíblemente parecían más interesados en dirimir contradicciones que en buscar sus puntos de coincidencia.

La fuerza del cambio

La ultraderecha aprovechó lo que se ha denominado como “anti-establishment energy”, teoría que plantea que, para ganar actualmente la presidencia en cualquier país, el candidato tiene que ser percibido como alguien que se opone al orden establecido. Es más importante para los electores saber cuánto va a profundizar en los cambios del sistema, que si sus creencias son de izquierda o derecha (Hernández, 2019).

Así, en buena parte de la población se fue gestando la idea de la necesidad de entregar el poder a una fuerza que se presentaba como no comprometida con el pasado corrupto, ni con las políticas que condujeron al país a la nefasta recesión económica, apostando a la suerte de un cambio que les resultara favorable.

La población vivió muchos años de calamidad y corrupción y estaba ansiosa por un cambio. Jair Bolsonaro logró capitalizar la frustración e indignación de gran parte de la población y el desencanto con las clases políticas tradicionales, sean de izquierda, centro o derecha, presentándose como la fuerza del cambio, la expectativa de la mayoría del pueblo.

Con las elecciones de 2018 se demostró el valor que mantiene otra frase de las utilizadas por el asesor de la campaña de William Clinton para motivar a las masas: "Change versus more of the same".

El falso abstencionismo

Para muchas personas, que habían votado en primera vuelta electoral por candidatos “centristas”, la convocatoria a segundas elecciones constituía un serio dilema: votar por la izquierda o votar por la ultraderecha. Entonces, muchos optaron por “inteligentes” alternativas como abstenerse, anular la boleta o votar en blanco, como forma de quedar bien con sus conciencias. Estas opciones crecieron en más de 781 mil en la segunda vuelta en relación con la primera. El propio expresidente Fernando Henrique Cardoso reconoció estar en ese grupo.

Pero en la práctica, cualquiera de esas actitudes, resultaron a favor del que detentaba la mayoría de seguidores, que era claramente el representante de la ultraderecha. Por eso, no votar por el que estaba en segundo lugar, era un voto indirecto para el que marchaba al frente.

El atentado al aspirante

El atentado realizado a Bolsonaro reportó buenos dividendos a su campaña. La divulgación constante en los medios acerca del acto mismo, las características del agresor, la salud del aspirante y las posibles consecuencias, realzaron al máximo su figura de víctima y la convirtieron en mitológica.

La campaña supo explotar al máximo la conmoción emocional generada por la agresión, que ocurrió casualmente en momentos en que el candidato caía en preferencia en las pesquisas, como resultado de entrevistas por TV en que había demostrado su falta de preparación y la ausencia de un plan de gobierno.

Escudándose en su estado de salud, el aspirante no volvió a dar ninguna otra entrevista, evitando así exponerse a intercambios públicos de criterios con otros candidatos, donde siempre llevaría la opción de perder credibilidad ante los electores. La cuchillada sirvió también para circular falsas noticias arrojando sospechas sobre la responsabilidad de su autoría por parte de los partidos de izquierda (Pereira, 2018).

CONCLUSIONES

En este artículo solo se abordan los principales factores que a juicio del autor, movieron a la mayoría de los electores a depositar su voto a favor del nuevo presidente, dando como resultado la segunda mayor victoria obtenida por la extrema derecha en los últimos años, solo superada en importancia por el triunfo de Donald Trump.

A las fuerzas progresistas de Brasil les corresponde hacer un minucioso estudio crítico y autocritico de los factores y sobre todo de los errores cometidos que dieron lugar a esos resultados.

Y sobre el futuro del país, no caben dudas de que si la Comuna de París, veinte años después del golpe de estado, echó por tierra la magna estatua erigida al Emperador y las fuerzas progresistas del mundo libraron a la humanidad del nazismo doce años después de su victoria en las urnas, las fuerzas de la ultraderecha tendrán en las próximas elecciones de 2022 una merecida respuesta de las manos del pueblo brasileño.

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