Poder mediático de Estados Unidos: enfoques teóricos interdisciplinarios
Lic. Gleydis Sanamé Chávez
Licenciada en Periodismo. Maestrante en Historia Contemporánea y Relaciones Internacionales en Universidad de La Habana. Investigadora del Centro de Investigaciones de Política Internacional (CIPI), e-mail: gleydis.saname19@gmail.com.
ORCID iD: 0000-0003-2710-8583
Recibido: 29 de abril de 2020 Aprobado: 25 de mayo de 2020
RESUMEN El sistema político de Estados Unidos, desde su fundación, ha permitido en su engra- naje y funcionamiento la consolidación de relaciones de intereses entre élites del poder político y los medios de comunicación. Este binomio no ha gozado de igual fuerza en todas las épocas de la historia de la nación. Durante el siglo xix los esfuer- zos mediáticos se concentraban más en el apoyo a campañas de partidos que no tenían el nivel de gastos que a partir de los siglos xx y xxi comenzaron a ostentar. No obstante, el poder mediático ya no solo aboga por viejas técnicas de legitimación, también acude a herramientas más poderosas como las fake news y la posverdad para garantizar intereses. El actual contexto de la pandemia de la COVID-19 expone cómo los medios de comunicación han tejido un discurso político de acuerdo con los intereses gubernamentales.
Durante años los estudios teóricos de la comu- nicación han validado, tras el constante devenir de corrientes y escuelas, la importancia de los medios de comunicación masiva en el engranaje de los sis- temas políticos de los Estados, e incluso, más allá de sus fronteras.
Estados Unidos exhibe una larga, sólida y hasta elogiada historia, representa una nación de tras- cendentales hitos políticos, sin embargo, la mayoría
constituye el resultado de profundos y bien medita- dos trabajos de convencimiento.
No debe olvidarse cómo ya desde temprana edad nacional, hacia 1828, Andrew Jackson, el séptimo presidente de este país, experimentó, como aspi- rante, la articulación por vez primera de una cam- paña electoral (Sánchez-Parodi, 2014: 43), donde los resultados exhibieron un aumento, al doble, del número de votantes de años anteriores.
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Una consecuencia de estas acciones de Jack- son fue la conformación, sin antecedentes, de par-
tidos políticos en el país, pero también, y no debe ser eludida, la conformación embrionaria de peque- ños medios de comunicación a disposición de los intereses de las diversas posiciones, lo cual tejió el fundamento de lo que sería la actual y monstruosa maquinaria de discursos en función de alianzas.
La guerra mediática entre Pulitzer y Teodore Herlz a fines del siglo xix, las campañas de conven- cimiento popular para la entrada de Estados Uni- dos en la Primera Guerra Mundial, los mensajes lanzados para justificar los ataques a Pearl Harbor en 1941, la propaganda antisoviética, la entroniza- ción del macartismo, la justificación ante la opinión pública de hechos como la guerra en Vietnam, el Golfo Pérsico, Afganistán, Irak, Libia o Siria, y hasta las exorbitantes inversiones económicas sobreinte- reses partidistas, son ejemplos de lo que devino de aquel experimento político.
Tratándose de un fenómeno transversal y com- plejo en esa realidad nacional, vale la pena diser- tar sobre el mismo, por ello, teniendo en cuenta el importante papel instrumental de los medios de comunicación masiva en el alcance de objetivos políticos, este artículo intentará dilucidar ¿Cómo se manifiesta la relación medios de comunicación-opi- nión pública-poder político en Estados Unidos?
Michel Foucault en una intervención académica en el Collége de France dijo que “el discurso, por más que en apariencia sea poca cosa, las prohibi- ciones que recaen sobre él, revelan muy pronto […] su vinculación con el deseo y con el poder. Y esto no tiene nada de extraño: ya que el discurso –el psi- coanálisis nos lo ha mostrado– no es simplemente lo que manifiesta el deseo; es también lo que es el objeto del deseo; y ya que –esto la historia no cesa de enseñárnoslo– el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse” (Foucault, 1992: 6).
A través de los siglos, los medios de comuni- cación han conquistado un puesto medular en la gestión y consolidación del poder en los distintos estadios sociales y para las clases en regencia. En el mismo sentido en que la Iglesia Católica de Roma, durante el Medioevo, hizo de los periódicos
y anuncios un mecanismo de proliferación de la fe y reafirmación de esta en la conciencia social, o la Revolución Francesa trajo con el jacobinismo las gacetillas de inspiración revolucionaria y sentimiento de clase (burguesa), hoy hasta la publicación que se dice más neutral y objetiva es transversalizada por una cosmovisión, esparcida desde una ideología que busca afianzar un sistema de dominación.
El mecanismo más cimentado en el juego de los discursos, como legitimadores de una razón, es alu- dir a que el mensaje expresado es lo verdadero y el del contrario, lo falso. A propósito Foucault acotó que “esta voluntad de verdad, como los otros sistemas de exclusión, se apoya en un soporte institucional […] reforzada y acompañada por una densa serie de prácticas como la pedagogía, como el sistema de libros, la edición, las bibliotecas, como las socie- dades de sabios de antaño, los laboratorios actua- les. Pero es acompañada también […] por la forma que tiene el saber de ponerse en práctica en una sociedad, en la que es valorizado, distribuido, repar- tido y en cierta forma atribuido” (Foucault, 1970: 10). Con esta percepción “foucaultneana” de la par- cialidad y mercantilidad del conocimiento, cabe des- tacar que la relación entre medios de comunicación y receptores es dialéctica, donde estos últimos no son entes pasivos sino que también tributan a la
conformación de agendas.
La función primordial de dar a conocer, de los medios y del ejercicio del periodismo, se sostiene en la creciente necesidad de los destinatarios por la comprensión de los hechos que definen su exis- tencia, de ahí la prestancia de un diseño claro para escoger los acontecimientos de interés para el público y la coincidencia de los deseos de este con los de los emisores.
Hernando Cuadrado plantea que “los hechos existen porque los publican los medios de comuni- cación” (Cuadrado, 2002: 262), afirmación a raíz de la cual la periodista Jessica Rivero en su trabajo de diploma inserta que “aunque algunos sucesos no cumplen los requisitos necesarios para ser de inte- rés público, se convierten en noticia al ser seleccio- nados por los medios” (Rivero, 2014: 17).
A propósito Rivero agrega que los mismos “son un negocio, principalmente en sociedades de modelo económico capitalista, por lo tanto, se tienen que regir por variables del mercado. Deben priorizar algunos temas o acontecimientos por sobre otros. En esta jerarquización priman motivaciones inherentes a los partidos o gobiernos a los que responden, y no siempre cuestiones relacionadas con lo que real- mente interesa a los destinatarios”.(Rivero, 2014: 17). Entonces no escapa de ese mundo mostrado en noticias lo transversal de las percepciones del pro- pio periodista, quien se convierte en constructor de una realidad que se pretende objetiva, cuando no es
más que objetivada.
En igual sentido, Lorenzo Gomis concuerda que “en la gama de percepciones que se dan en la vida cotidiana hay que acotar la percepción periodística del entorno, pues lo que los medios escogen y mon- tan es lo que laboriosamente forma la imagen perio- dística de la realidad que ellos ofrecen: su imagen del presente social” (Gomis, 1991: 14).
Los medios de comunicación pueden llamarse articuladores de lo entendido como actualidad, desde el mismo momento donde se escoge qué noticias publicar y cómo se incide en la caracteriza- ción de circunstancias.
Al fenómeno de conocimiento articulado entre los destinatarios se le conoce como opinión pública, definido por Elizabeth Noelle Neumann como “la opinión dominante que obliga a la conformidad de actitud y comportamiento, en la medida en que ame- naza con el aislamiento al individuo disconforme o con la pérdida de apoyo popular al hombre político” (Neumann, 1974: 44).
Mientras, para el filósofo italiano Antonio Gramsci: “La opinión pública es el contenido político de la voluntad política pública que podría ser discordante: por eso existe la lucha por el monopolio de los órga- nos de la opinión pública; periódicos, partidos, par- lamento, de modo que una sola fuerza modele la opinión y con ello la voluntad política nacional, con- virtiendo a los disidentes en un polvillo individual e inorgánico” (Gramsci, 1976: 196).
Por ello, en todo el entramado de estudios de la comunicación se ha establecido una relación prácti- camente inmutable: la del discurso mediático con la ideología y el poder político.
A todo lo anterior se suma la existencia de estra- tegias discursivas, las cuales se emplean para lograr en la opinión pública la influencia anhelada con los mensajes. ¿Modos de llevarlas a cabo?:
Los temas (macroestructuras semánticas) orga- nizan globalmente el significado del discurso. Las proposiciones relevantes son colocadas en una posición más alta, en la jerarquía del modelo, que las proposiciones menos importantes.
Los esquemas discursivos (superestructuras y esquemas textuales) organizan primariamente las categorías convencionales que definen la entera “forma” canónica de un discurso, y por tanto parecen menos relevantes para la cons- trucción de modelos (titulares y conclusiones, por ejemplo).
El estilo: las estructuras léxicas y sintácticas de superficie son susceptibles de variar en función del contexto.
Los recursos retóricos como los símiles, las metá- foras, los eufemismos, entre otros, al igual que los esquemas globales, no influencian directamente el significado. Más bien lo hacen resaltar o lo difumi- nan, y con ello también la importancia de los acon- tecimientos en un modelo (Van Dijk, 1997: 32).
A propósito de esa correspondencia entre los mensajes y los intereses políticos, Louis Althusser, heredero de la filosofía marxista, en su obra Ideo- logía y aparatos ideológicos del Estado, establece que la ideología es esparcida por el Estado a tra- vés de lo concebido como aparatos ideológicos del Estado, que incluye: sistema de las distintas iglesias; sistema de escuelas públicas y privadas, familia, sistema jurídico, sistema político –formado por los diversos partidos–, sindicatos, medios de comuni- cación, sistema cultural (literatura, artes, deportes, entre otros) (Althusser, 1969: 24).
El concepto de ideología que este autor instaura se vincula con la noción gramsciana de hegemonía. La definió como “el terreno de la lucha por el con- trol de los significados […] el campo de la lucha por la conquista de la hegemonía en el terreno de las representaciones simbólicas” (Althusser, 1969: 24).
A todo esto se vinculan las nociones de sistema político, legitimación y consenso, así como una gran resultante: la estructura de medios como un subsis- tema dentro del político.
Para el historiador e investigador cubano Ernesto Domínguez López: “el sistema político, el econó- mico, el simbólico y la estructura sociodemográfica son subsistemas de la sociedad en su conjunto, del complexus cultural”, sobre el sistema político espe- cíficamente apunta que es “complejo, dinámico, adaptativo y abierto. Es el subsistema formado por las relaciones específicamente políticas, la gestión del poder, y se interpenetra con sus homólogos eco- nómico, jerárquico y simbólico” (Domínguez, 2018: 8). Igualmente, agrega que “el sistema político está abierto a las influencias del medio en el cual existe, y está integrado por una amplísima y diversa red multidimensional de relaciones entrecruzadas e implicadas, de la cual participa una gran diversidad de agentes, con posiciones relativas diferentes den- tro de un amplio ordenamiento jerárquico” (Domín- guez, 2018: 9).
Vale aclarar que dentro de los agentes activos en el ordenamiento jerárquico están incluidos los medios de comunicación, incluso como actores definitorios en la reproducción del propio sistema político. En relación con ello Domínguez López pun- tualiza que “la incorporación de sectores crecientes de las poblaciones en los procesos políticos […] hicieron necesario reforzar los mecanismos de legi- timación de los regímenes políticos, incluyendo la resignificación e implementación de la representa- ción” (Domínguez, 2018: 9).
Y es precisamente en ese proceso de legitimación y representación donde juegan papel los medios de comunicación; a propósito, en el año 1993, en su libro Ideología y Cultura Moderna, el estudioso britá- nico John B. Thompson definió la legitimación como “la acción de manejar el discurso en el sentido que logre legitimar las relaciones de dominación existen- tes, busca la manera en que todo parezca normal y socialmente aceptado” (Thompson, 1993: 30).
Dentro de esa voluntad emisora de hacer coincidir puntos de vista en los receptores se impulsa intencio- nadamente la creación de un consenso, cuyo punto más elevado es el Estado de normalidad perceptiva, donde la retórica y los puntos de narrativización crean una representación mental de la realidad social que propicia, a través de intereses y con el paso de los años, el fortalecimiento del sistema político.
Estados Unidos es una nación con gran número de emisores: periódicos, revistas, canales radiales,
televisión, páginas webs, blogs o usuarios de redes sociales, que constantemente crean un inmenso número de contenidos; unos cercanos a líneas políti- cas gubernamentales, otros contrarios a estos y algu- nos en puntos medios, ni conservadores, ni liberales.
En el ámbito de los estudios teóricos comunico- lógicos existe una disciplina nombrada Economía Política de la Comunicación que se encarga de investigar sobre los nexos entre medios de comu- nicación y empresas o emporios económicos, los niveles de concentración de aquellos en función de beneficios de privados, así como su conversión en actores políticos no formales al ser portavoces de intereses con prioridad para determinados poderes. De acuerdo con los apuntes previos a este epí- grafe, Bernadette Califano, de la Revista Mexicana de Opinión Pública afirma que “más allá de su lugar como intermediarios entre los hechos y las audien- cias, los medios de comunicación son actores polí- ticos con intereses particulares que se mueven en un campo atravesado por relaciones de poder […] poseen un papel activo no solo en la formación de la opinión pública, sino también en el desarrollo del proceso político. En este sentido […] es posible ras- trear algunas estrategias políticas trazadas por las empresas de medios de comunicación a partir del análisis de la selección, inclusión o exclusión de los acontecimientos en sus agendas mediáticas, y de la jerarquización y el tratamiento periodístico que reci-
ben” (Califano, 2015: 63).
Para demostrar esta tesis y llegar a una res- puesta para el problema general de este artículo se impone la necesidad de exponer de manera general algunos datos sobre la relación en cuestión.
Primeramente, podemos decir, en sentido gene- ral que, dentro el país más poderoso del mundo, la
élite económica cada vez se imbrica más con la élite política; los sectores privados se agencian cada año llevar adelante el control de los órganos guberna- mentales (ya sea a nivel estadual o federal), esla- bón que significa un paso de avanzada, pues tributa a la garantía de control o actividad sobre la jurisdic- ción que pudiera otorgar ventajas corporativas.
Y, cíclicamente, al tomar cierta influencia sobre determinadas esferas de interés, se unen al apoyo financiero a determinados medios de comunicacio- nes que sean capaces primero de llevar mensajes de convencimiento sobre temas actuales “de inte- rés”, y, segundo, en tiempos de comicios, preparar la opinión pública en función de determinado can- didato por el cual dichas élites económico políticas se inclinan.
Teniendo siempre en cuenta que en Estados Unidos una campaña política no es nada sin una fuerte maquinaria mediática y, por consiguiente, una sólida financiación, Ana Isabel Segovia agrega que “no podemos dejar de lado otras dos importantes formas de presión sobre el poder ejecutivo y legis- lativo: los lobbies y las contribuciones a las campa- ñas de candidatos y partidos políticos. Por ejemplo, los datos de los que disponemos de las elecciones presidenciales de 1996 hablan de una donación de dos billones de dólares por parte de las corporacio- nes. En este sentido es interesante revisar la lista de los 400 contribuyentes más importantes que anual- mente realiza la revista Mother Jones (desde el año 1996)” (Segovia, 2001: 73).
Y continúa: “En ella se dan cita empresarios, industriales y financieros de todos los sectores de la vida económica estadounidense, frecuentemente repetidos año tras año, aunque intercambiando sus posiciones. Dos cosas llaman la atención a primera vista: la mayoría de las donaciones personales no se hacen a un solo partido, sino a ambos (aunque existan contribuciones únicamente a demócratas o republicanos), lo que pone de manifiesto no solo cómo se ‘cubren las espaldas’ salga quien salga ele- gido, sino también que esperan más o menos los mismos favores de marcos ideológicos supuesta- mente distintos” (Segovia, 2001).
En la realidad específica de Estados Unidos, los medios con gran concentración de bienes, alcance, influencia discursiva y legitimidad social, son más que simples creadores y emisores de contenido intencionado, pasan a ser actores políticos; pri- mero, por crear representaciones sobre el poder, y, segundo, por el simple hecho de impactar en la
agenda política a través del respaldo social otorgado a sus publicaciones, las cuales pueden convertirse en suntuosas proposiciones a debate.
Por ejemplo, como afirma Ana Isabel Segovia: “Cuanto más poder detente una empresa de medios de difusión tanto más tendrá que preocuparse el jefe de gobierno que llegue a disgustarla. Sus lob- bies más importantes son la American Newspapers Publishers Association y la National Association of Broadcasters. Siguiendo esta regla, los resultados obtenidos son impresionantes: los periódicos han conseguido ser eximidos de leyes que regulan el trabajo infantil o pagar aranceles a la importación de papel e impuestos favorablemente bajos, y los radiodifusores fueron capaces de detener la difusión del cable durante más de diez años y de obtener la progresiva desregulación del sector” (Segovia, 2001: 89).
Otro ejemplo de influencia de las corporaciones mediáticas como actores políticos quedó expuesto en 1969 cuando Richard Nixon recibió de Hearst Corporation y otras seis compañías un trato donde le ofrecían darle apoyo a través de sus cadenas de transmisión si era capaz de eximirlos de la ley antimonopolio. Nixon aceptó el acuerdo y la Ley de Protección de Prensa fue aprobada ese mismo año, lo cual le valió un extraordinario apoyo en las elec- ciones de 1972, a pesar del escándalo Watergate (Segovia, 2001: 89).
Otra realidad palpable del nivel de intromisión de los consorcios mediáticos en la actividad política lo constituye el alto número de proyectos de ley (sin aprobar) para reducir los costos de publicidad en campañas electorales.
Por ejemplo, en 1998 Clinton intentó llevar la pro- puesta a la Federal Communications Commission, tras hacer alusión en el Discurso sobre el Estado de la Nación, sin embargo, nada fructificó. La National Association of Broadcasters (NAB) acusó de anti- constitucional esta aspiración por no estar a tono con la Primera Enmienda de la Constitución, cuyo texto hace referencia a la libertad de prensa.1
A propósito, un momento cumbre, relativo al financiamiento de las campañas electorales, lo tuvo Barack Obama hacia 2008. Recordemos que el entonces candidato a presidente materializó con gran éxito, por vez primera, el empleo en campaña de las redes sociales digitales; para junio de dicho año su
1 Para más información consultar la Constitución de los Esta- dos Unidos de América.
equipo comunicó no aceptar el dinero de los fondos federales equivalentes de acuerdo con lo estable- cido en la Ley Bipartidista de Reforma de Campaña (Electoral); según expertos dicho paso podría haber afectado los gastos directos de sus agentes a una cuantía de 170 millones de dólares, la idea para ellos era recaudar 500 millones, e incluso fue elevado a 750 millones (Sánchez-Parodi, 2014: 177).
Pero las ambiciones de Obama implicaban poner las estrategias de las redes sociales en el centro de su campaña, ya no sería un uso más de las mismas, sino un proyecto a través de ellas; no por cualquier cosa contrató al joven Chris Hughes (López, 2014: 69), cofundador de Facebook, acto que demues- tra cómo las grandes corporaciones mediáticas se unen a candidatos políticos y pasan a ser patrocina- dores e ideólogos de proyectos discursivos con el objetivo explícito de impulsarlos al poder, cuyo logro implica recibir de vuelta el favor.
Esta campaña de Barack Obama puso de mani- fiesto las ventajas que involucra el buen manejo del llamado marketing político y electoral,2 el cual ha tenido varias etapas en la historia de Estados Uni- dos; la primera de ellas entre 1952 y 1960, que “se caracterizó por ser la primera vez que los dos prin- cipales partidos en disputa destinan presupuesto en la comunicación política, además de hacer uso de medios como la televisión, también implementaron conceptos del marketing comercial. Por ejemplo, John F. Kennedy fue uno de los primeros en aceptar aprendizaje de ciertas técnicas de actuación para desenvolverse de una manera adecuada en televi- sión, lo que se convirtió en una ventaja en su famoso debate televisado con Richard Nixon. Por otra parte, en 1956 se crearon los ‘spots negativos’ los cuales se refieren a la idea de presentar al candidato con- trario de forma negativa” (Yanquen, 2017: 21)
Por su parte, tampoco debe asombrar, para los momentos actuales, el inesperado ascenso al poder en 2016 de Donald Trump, teniendo en cuenta que
2 El marketing político, en general, debe entenderse como el conjunto de técnicas empleadas para influir en las actitudes y en las conductas ciudadanas en favor de ideas, progra- mas y actuaciones de organismos o personas determinadas que detentan el poder, intentan mantenerlo y consolidarlo, o aspiran a conseguirlo. El marketing electoral se refiere con exclusividad al planteamiento, realización y difusión de unos determinados mensajes con ocasión de la puesta en marcha de procesos electorales, para designar el gobierno de una determinada comunidad política; se trata, por tanto, de una variante específica del marketing político (Herreros, 1989: 197).
ha sido un hombre de shows televisivos, con gran número de seguidores y años de experiencia, con una imagen pública cultivada, cuyo éxito de cam- paña no solo se debe a los temas que llevó a debate y a los eslóganes de los cuales se apropió, sino tam- bién al personaje mediático que ya era y al trabajo que, behind curtains, le propiciaron otros conglome- rados de la información.
Todas las administraciones en Estados Unidos, independientemente de los denominadores comu- nes, han portado su sello distintivo. Unas más diplo- máticas, otras más agresivas; unas con presidentes excelsos, otras donde los excelsos eran los Secreta- rios de Estado (como Kissinger) o los vicepresiden- tes (como Dick Cheeney); unas dentro de conflictos magnánimos (como la de Roosevelt), otras inmer- sas en crisis mundiales donde el fuego no fue prota- gonista (como la de Kennedy).
Sin embargo, aunque tiene sus hechos caracte- rísticos, la presidencia de Donald Trump ha llegado para destacar, como nunca antes, el papel de los medios de comunicación en la conformación de una imagen pública, de la idea de un discurso nacional, de la existencia de uno o varios enemigos, o de la inoperancia de los organismos internacionales; en esencia, en la consolidación de una percepción de un orden mundial como contrario a los intereses administrativos, cuando en realidad es una materia- lización de los mismos.
Desde las primeras campañas de Trump, mucho antes de ser presidente, habían comenzado los estudios al fenómeno discursivo que protagonizaba; desde entonces hacia acá son numerosas las cuarti- llas que sobre el mismo se han escrito. No obstante, varios teóricos de la comunicación han asociado
y reconocen la consolidación de dos herramientas fundamentales con el arribo de este personaje a la Oficina Oval: las fake news o noticias falsas y la posverdad.
Ambos fenómenos no surgieron en los comicios que llevarían a un nuevo gobierno a la Casa Blanca, pero sí alcanzaron, junto a las campañas para el proceso del Brexit, características notables como en ningún otro momento: la falta de credibilidad en los medios oficiales y otros tipos de instituciones, el protagonismo cada vez mayor de las redes sociales y su asunción como vías de acceso a la informa- ción, y el descrédito constante de figuras políticas y sus gestiones gubernamentales.
La posverdad constituye la estrategia por la cual el discurso político se ampara en las sensibilidades populares y los sentimientos, trata de decir lo que el electorado quiere escuchar, apela a las decepciones como alternativa única y de desmontaje del discurso tradicionalista; es antigua, pero tomó mayor auge a raíz de la creciente crisis sistémica y sus afluentes, como la no gobernanza y la no representación.
El estudioso George Lakoff en su libro No pien- ses en un elefante, a decir de la investigadora Pris- cilla Muñoz Sanhueza: “explica que la ciudadanía más allá de votar por lo que se relaciona con sus intereses, lo hace por la identidad y los valores con los que se identifica, ya que se activa un determi- nado modelo de comprensión de la política. Según explica, los marcos son el modo desde el cual se ve el mundo y por lo tanto para que la verdad sea acep- tada debe encajar con estos marcos, sino los hechos son desechados” (Muñoz Sanhueza, 2017: 16).
Mientras, el Diccionario de Oxford asume que el término posverdad se refiere a “pertenecer a un tiempo en el cual el concepto especificado se ha vuelto insignificante o irrelevante”; algo así como que la verdad no es el centro de interés (Muñoz, 2017: 17).
Entendiendo desde una relación teórico-prác- tica lo anterior expuesto, ¿cómo no relacionar a la figura de Donald Trump con las falsas informacio- nes, el relativismo o las acusaciones y opiniones infundadas?
Desde sus inicios de campaña, y mucho antes
–recordemos las acusaciones contra Barack Obama sobre su lugar de nacimiento–, este insólito Jefe de Estado (cuyo financiamiento de campaña devino en gran parte de su propio bolsillo) apeló a acusacio- nes sin pruebas de todo tipo: los inmigrantes como culpables de los problemas económicos internos de Estados Unidos; el cambio climático como falso diagnóstico científico; China como el enemigo más grande que enfrenta el planeta; el Acuerdo Nuclear firmado con Irán (JCPOA) como el peor convenio jamás logrado –valorado por analistas como un éxito diplomático–; el Estado Islámico como una creación de Hillary Clinton y Barack Obama; los gobiernos de Venezuela, Nicaragua, Corea del Norte y Cuba como las dictaduras más crueles, entre otros muchos.
En tiempos de pandemia –una fase de estricta prueba para su desempeño como político y para el sistema capitalista en general– Donald Trump intentó conformar una imagen pública sobre la ame- naza sanitaria a Estados Unidos. Si ya no bastaba la guerra económica contra Beijing, las acusacio- nes por robo de tecnología y las advertencias por “amenaza” imperialista desde China, la situación en Wuhan de finales de 2019 fue utilizada de manera oportunista para redireccionar la propaganda beli- cista contra China.
La primera y más contundente acusación fue responsabilizar a China por la enfermedad. Esta posición se ha mantenido hasta la actualidad, inde- pendientemente de que especialistas sanitarios han declarado que pudo haber surgido en cualquier otra nación, lo han asociado a un hecho de transmisión de animales a personas.
Otra “gran” perspectiva del presidente fue asociar los números de víctimas mortales por coronavirus a la insignificancia. Por ejemplo, sobre los meses de marzo y abril declaró públicamente que si en Esta- dos Unidos la tasa de muertos rondaba las 100 000 o 200 000 significaría la muestra de un buen trabajo de su gobierno; afirmación no poco díscola y que no supera la bárbara exhortación a las inyecciones “inmunizadoras” con desinfectantes.
Igualmente, como muestra de los intereses que representa, anunció la apertura precoz de la econo- mía en tiempos de cuarentena, advirtiendo que la
población norteamericana debería prepararse para tener más muertos ante la “impostergable necesi- dad” de comercialización.
Además, como materialización genuina de des- información y apego a las fake news, su Secreta- rio de Estado, Mike Pompeo, ha arremetido contra el personal médico cubano, asociando su humilde y humana actividad con esclavitud y subyugación ante el gobierno cubano.
Uno de los sociólogos británicos más importan- tes, John B. Thompson, incorporó una nueva forma de análisis de la relación ideología-contexto-medios de comunicación en los estudios comunicológicos bajo el modelo de la hermenéutica profunda.
Dentro de los modos (estrategias) que Thomp- son asume para la ideología en los discursos se encuentra la simulación, la cual define como: mane- jos de la mentira y el fingimiento sobre la realidad de las relaciones existentes de dominación para desviar la atención de las personas y lograr así la permanencia del statu quo (Sanamé, 2018: 37).
Este fenómeno discursivo tomó cuerpo en el nuevo intento de invasión a inicios del mes de mayo de 2020 a la República Bolivariana de Venezuela, bajo las crudas realidades traídas por la crisis pan- démica, como un hecho que intentó desvirtuar el desastre sanitario interno de Estados Unidos, ya para esa época como epicentro del coronavirus con más de 50 000 muertos. También, no como estrate- gia aislada, se ha percibido la técnica autopresenta- ción positiva de nosotros y la presentación negativa de los otros, recalcada por el ineludible Teun Van Dijk, la cual consiste en favorecer los intereses pro- pios mediante la exposición de los hechos.
Habría que sumar, además, los constantes ata- ques verbales contra el gobierno de Irán o el recru- decimiento de sanciones hacia dicho país y también hacia Venezuela, actos que demuestran como lo
importante va más allá de las necesidades de los pueblos, en tiempos de crisis los intereses son intocables.
El sistema político de Estados Unidos, desde su fundación, ha permitido en su engranaje y funcio- namiento la consolidación de relaciones de inte- reses entre élites del poder político y los medios de comunicación. Este binomio no ha gozado de igual fuerza en todas las épocas de la historia de la nación. Durante el siglo xix, los esfuerzos mediáti- cos se concentraban más en el apoyo a campañas de partidos que no tenían el nivel de gastos que a partir del siglo xx comenzaron a ostentar.
Pero en la cosmovisión del poder estadouni- dense, tener el control económico es poseer el poder político, sin embargo, el primer paso viene desde el impulso dado por el control de medios, ahí es donde radica la maquiavélica relación.
El nexo trabaja en función de reproducir un esta- blishment, una alegoría del pasado, una metáfora del futuro, un espejismo de la realidad; la cons- tante acción propagandística y publicista posee la misión de asegurar en los destinatarios la visión de un país triunfador, donde la administración en turno se ocupa de criticar la anterior sin materializar ver- daderos cambios, donde la historia nacional no es contada con todos sus matices, donde las guerras en el exterior no son vistas como provocadas por intereses económicos sino como lucha contra el terrorismo, donde los filmes, las series, la McDo- nald, Mickey Mouse, el show de Oprah o cualquier otro, son más importantes que entender lo que real- mente vive la infancia en Yemen o los verdaderos actos del gobierno de Tel Aviv en Cisjordania. Donde los números de muertes por pandemias son más asociadas a las enfermedades en sí mismas que a la inoperancia de los sistemas de salud.
Tales desatinos no son hijos de la casualidad. Responden a una élite que cada año garantiza la concentración de más emisores de información que sean capaces, desde su configuración como plataformas, de generar contenidos que reporten ganancia intelectual y también económica, cuyos fines no son otros, como un incansable ciclo, que el financiamiento de movimientos políticos, campa- ñas y partidos, capaces de continuar legitimando y alimentando el ya bicentenario sistema que les da vida.
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